martes, 11 de enero de 2011

La ingeniosa agudeza de Oscar Wilde

 "El único medio de desembarazarse de una tentación es ceder a ella".
Esta una entre las muchas frases afiladas, cínicas y divertidas que salpican la obra de Wilde. Sus comedias sobre todo, pero casi todas sus obras están cuajadas de ocurrencias refrescantes, comentarios intencionados que satirizan a los personajes de ese mundo, que no es otro que su propio mundo. Paradojas e ironías son los componentes de la penetrante mirada que Oscar Wilde dirige a su sociedad con el desenfado y la vanidosa insolencia de un niño mimado.

Porque esa es su condición; lo ha mimado la naturaleza, dotándole de un talento y un ingenio poco común, lo mimaron probablemente sus padres, y también el éxito, que le acompaña casi desde la cuna y parece que nunca va a abandonarle. Así habría sido seguramente si él no hubiera desafiado al destino de manera tan temeraria.

De origen irlandés, familia acomodada, niño enmadrado y escolar brillante, su gran personalidad se impone en seguida en los medios que frecuenta. Es audaz y desenvuelto, de palabra incisiva y respuesta rápida; poseedor de una riquísima vena humorística y unas excepcionales dotes de conversador. Es también amante del lujo y del derroche, y, por si fuera poco, todo un dandy de estudiados modales aristocráticos y elegante descuido que marcarían una estética. En definitiva, por todo ello, un provocador que despierta por doquier admiración y rechazo.

Empieza a publicar a los 24 años y a los 26 está ya recorriendo, mientras imparte un ciclo de conferencias, los Estados Unidos. De allí regresa cargado de anécdotas burlescas, sobre el primitivismo de la sociedad americana, (como la archiconocida del cartel de aquel salón que anunciaba "no disparéis al pianista, lo hace lo mejor que puede"). Acontece luego su matrimonio con Constance Lloyd, que le da dos hijos y le proporciona un gran desahogo económico y, a continuación, los sucesivos y exitosos estrenos de sus comedias. En 1891 aparece su única novela, El retrato de Dorian Gray, que levanta feroces críticas entre los sectores más puritanos y ultraconservadores. Sin embargo, hace ya muchos años que es famoso y no parece que estas críticas vayan a perjudicarle demasiado; está en realidad en el apogeo de su gloria y en ella seguirá durante los años inmediatos en que continúa estrenando sus mejores piezas teatrales.

El público le sigue adorando, se divierte con sus sátiras y admira su inteligencia. Pero está también ese sector de la sociedad que se siente herido por sus burlas, que se escandaliza ante su desenfado y lo juzga con dureza. Algún crítico literario se ha rasgado ya las vestiduras y ha acusado de inmoral a Dorian Gray, el protagonista de su novela. Así que no todo son rosas; sólo que Wilde desdeña las espinas y sigue estando seguro de sí. Tan seguro que incluso será él mismo quien encienda la mecha del fuego que prenda y acabe abrasándolo.

Así, a esta época brillante en que vive como un príncipe y que parece tan sólida, le llegará un final trágico. La ocasión, bastante nimia: el marqués de Queensberry, padre de su amante, Lord Douglas, le viene acusando públicamente de homosexual y Wilde, crecido y mal aconsejado, (sobre todo por el propio lord Douglas), entabla con su enemigo un proceso por difamación. Y en una sociedad como la inglesa de entonces en que la homosexualidad es delito que se castiga duramente y cuando tan fácil resulta a su adversario probar los hechos que afirma, ese proceso será su ruina. Más aún si consideramos que Wilde pretende basar su defensa en que el arte es ajeno a la moral, como si no se estuviera cuestionando la suya en particular, sino la de su personaje, Dorian Gray, y él tuviera que responder ante el puritanismo de su entorno no de su propia conducta sino de la de un ser de ficción, tal como en su día le sucediera a Flaubert en el proceso seguido contra su Madame Bovary.

Pero no; es a él a quien se juzga. Y lo hace una sociedad vengativa e hipócrita, que no le perdona ni su talento ni su descaro, y a quien él le ha puesto muy fácil la ocasión de pasarle factura. Así que bruscamente Oscar Wilde pasa de acusador a acusado. Cuando todo está perdido, los más prudentes entre sus amigos le aconsejan e incluso le preparan la huida, pero Wilde, ensoberbecido, se niega a escapar; quiere arrostrar aquel peligroso proceso. Finalmente es condenado por indecencia grave a dos años de trabajos forzados. De nada servirán las sucesivas peticiones de clemencia.

El escándalo que ha supuesto el proceso es abrumador; su nombre desaparece de la vida pública y citarlo se convierte en un escándalo. Los que le han aplaudido, callan; los periódicos le ignoran. Se desvanecen los días dorados del aplauso y el éxito. Su familia se esconde tras otro apellido, sus amigos, los más, se distancian. Y Wilde sufre su encierro en medio de un tremendo abandono. En su celda escribe la Balada de la cárcel de Reading, donde revela el dolor de la prisión; es sin duda su canto del cisne, que la humillación y el castigo han secado su vena creativa, reidora, frívola y festiva. 

La cárcel resulta así una prueba insuperable. Sale físicamente devastado y moralmente destruido. Esta experiencia le ha despojado de su rebeldía y le ha reducido a un estado de total indefensión. En suma, le ha hundido. Comprendiendo que no puede vivir en Inglaterra se marcha a Francia y allí, en Paris morirá, apenas tres años después de ser excarcelado y tras pasar sus últimos días en una oscura pobreza, que hiere su vanidad y le mortifica en sus afanes de elegancia.

Había dicho en sus tiempos prósperos "Vivir en la sociedad es un aburrimiento, pero vivir fuera de ella es una tragedia" Y él ahora, desarraigado, y con el alma perdida se ha convertido en una figura trágica.

"Era tan de la alegría, de la despreocupación y de la posición excepcional su arte que en cuanto perdió esa posición y esos arrumacos de la vida se quedó sin estética" dice Gómez de la Serna a propósito de su desgracia. 

Al menos tres películas se han ocupado de su trayectoria vital,  "The trials of Oscar Wilde", que sobre el proceso realizara Ken Hugues en 1960; "Oscar Wilde", dirigida por Gregory Ratoff en 1960, y "Wilde", donde Brian Gilbert, en 1997, recrea con brillantez la etapa de su vida que va, desde el viaje por América a la salida de prisión. Pero lo que más se ha llevado al cine y a la televisión han sido y son sus comedias, que mantienen la gracia y la frescura con que fueron escritas. Las más versionadas, las más conocidas y celebradas, "El abanico de Lady Windemare", "La importancia de llamarse Ernesto" y "Un marido ideal".

Respecto de la primera nos constan tres interesantes adaptaciones. Para quien se atreva con el cine mudo está la que en 1925 llevara a cabo el genial Ernst Lubitsch, bajo el mismo título. Estupenda también, The fan, dirigida por otro austríaco de excelente trayectoria cinematográfica, Otto Preminger en 1949. Y, por último la adaptación que en 2004 hiciera Mike Barker, esta vez con el título de  A good woman.

 
En cuanto a la segunda, "La importancia de llamarse Ernesto", goza también de numerosas versiones cinematográficas. Entre ellas nos vienen a la memoria la de Anthony Asquit de 1952, o la de Oliver Parker de 2005, además de la que Juan Guerrero Zamora dirigiera en los años sesenta para el celebrado programa de TVE Estudio Uno, de tan grata memoria. Y en lo relativo a la tercera, Un marido ideal, tenemos noticia de al menos dos filmaciones, la de Alexander Korda de 1947 y la de Oliver Parker de 1997.

Sobre su restante producción literaria ahí están adaptaciones de su cuento "El fantasma de Canterville" (Jules Dassin, 1944) y de su novela "El retrato de Dorian Gray". De ésta última, tres versiones, una de Albert Lewin de 1945, otra de Jaime Chavarri de 1996 y la más reciente, 2009, de Oliver Parker, entusiasta de Wilde a juzgar por su producción. Finalmente su Salomé, que no sólo ha sido utilizada para el libreto de la famosa ópera de Strauss, sino que también cuenta con adaptaciones cinematográficas: la Salomé de Dieterle de 1953, la de Claude D'Anna de 1985 o la de Ken Rusell, "Salome, the last dance" de 1988.

Y las que vendrán, porque la chispa de sus juicios, tan estimulante, y la gracia con que perfuma de ironía las situaciones de sus historias invitan a nuevas representaciones y recreaciones de su obra.