domingo, 15 de noviembre de 2020

Documentales


Nos ha contado y nos cuenta tantas historias que estamos muy habituados a relacionar el cine con la ficción, pero en muchas ocasiones éste retrata la realidad directamente; lo llamamos entonces cine documental. 

                                                                                    Nanouk el esquimal (Flaherty, 1922)

Una cinta pionera en este género sería Nanuk el esquimal que Robert Flaherty realizara en fecha tan temprana como 1922. Enseguida nos vienen a la memoria también otras dos espléndidas obras tempranas, la primera de denuncia de una realidad social que subleva,  Las Hurdes, tierra sin pan, que Buñuel realiza en 1933 poniendo de manifiesto las duras condiciones de supervivencia de los campesinos en una región montañosa de Extremadura abandonada entonces de la mano de Dios; la segunda de propaganda del régimen nazi, El triunfo de la voluntad, que Leni Riefenstahl rodara con ocasión del congreso del partido nacionalsocialista celebrado en Nuremberg en 1934.

Desde sus inicios ha sido la televisión el ámbito habitual de exhibición del cine documental. Allí hemos venido encontrando obras de este género en abundancia tanto cuantitativa como temática, porque en principio este tipo de trabajos circulaba en entornos ajenos a las salas de exhibición del cine comercial. Documentales de toda clase: de divulgación científica, viajes, cocina, naturaleza, (inolvidables los de Cousteau y sus mundos submarinos), asuntos históricos y artísticos (pintura, danza, conciertos, ópera, cine), personajes famosos y sus trayectorias vitales (interesantísimo hoy entre nosotros, Imprescindibles), en fin los más variados temas.

Y éste, el medio televisivo sigue siendo su reino, pero hoy en día es frecuente verlos también programados en las salas comerciales. Desde luego los relativos a los genios de la pintura que junto con las óperas filmadas se han integrado con éxito en las carteleras, pero también otros muchos que abordan asuntos de todo tipo y condición. Por ejemplo, el propio cine; ahí están El cine italiano según Scorsese (Il mio viaggio in Italia, Scorsese, 2013) o Hitchcock y Truffaut (Jones, 2015), por citar un par de títulos brillantes no demasiado antiguos.

Y si pensamos en realizaciones españolas en particular, asoman al recuerdo un par de documentales que alcanzaron gran éxito en su día, ambos concebidos desde el principio para su exhibición en cine: El desencanto, dirigido por Jaime Chávarri en 1976, y El sol del membrillo, realizado por Víctor Erice en 1992.

El desencanto llegó tras la muerte del dictador, muy al principio, cuando todavía era prematuro estar desencantado con el cambio, y, sin embargo, su título acabo sirviendo de etiqueta para lo que algunos ya experimentaban en el terreno político. Claro que el tema discurre por otros derroteros.

La obra fue un encargo que Jaime Chávarri rodó y montó sin un plan preconcebido. Conocida como la película de los Panero, el propio director reconoce que ellos fueron determinantes en su realización ya que existía una cláusula moral previa por la que si los hermanos no estaban satisfechos del resultado, la película no se exhibiría. Y además tanto ellos como su madre demostraron tener una fuerte presencia ante las cámaras y suficiente dominio de la voz. Por su parte Querejeta, el productor, fue ganando terreno con la censura y al final la cinta sufrió muy pocos cortes.

El asunto que aborda El desencanto es el análisis desmenuzado que una determinada familia hace de sus propias vivencias. Se trata de la familia del ya tiempo atrás fallecido Leopoldo Panero, prestigioso poeta asociado a las posturas del régimen anterior por su condición de falangista. La cámara trata de reflejar cómo ellos, mujer e hijos, críticos y doloridos, experimentaron lo que fue su vida familiar y la determinante influencia que la figura paterna ejerció en el desarrollo de su devenir. Interesante y novedosa, la película tuvo gran éxito en su momento. Y en la medida en que se trataba del entorno íntimo de alguien a quien podía considerarse parte integrante de la élite entre los vencedores de la guerra civil, resultaba de alguna manera un ejercicio de voyerismo sobre el poder que fue; de alguna manera, un irónico ajuste de cuentas con el franquismo recién superado en la cabeza de una de sus personalidades reconocidas y oficialmente respetadas; algo así como una denuncia formulada a través del contraste entre la apariencia solemne y ejemplar del personaje en su vida pública y el resultado desastroso de su entorno más íntimo, los suyos, aplastados por el peso de su arbitrario poder.



Y lo que para la familia pudo significar tal vez una especie de confesión colectiva o psicoanálisis de grupo, quizá hasta concebido como catarsis, para los espectadores españoles podía representar una parábola sobre la hipocresía y el autoritarismo del régimen recién fenecido, la confirmación de su rechazo colectivo y su inapelable condena.

Como quiera que fuese, el término desencanto hizo fortuna y desbordó las previsiones, porque acabó resumiendo lo que muchos sentían ante un cambio político vivido con grandes expectativas que enseguida parecían imposibles de ser cumplidas. Y ya era la sociedad, o al menos una parte de ella, la que estaba precozmente desencantada con la orientación que el cambio político parecía tomar.

El siguiente documental, El sol del membrillo, constituye un diálogo entre dos artes: pintura y cine. Antonio López y Víctor Erice puestos de acuerdo para filmar en el jardín del estudio del pintor, donde crece un membrillero, cómo el primero pretende captar la luz del otoño sobre el árbol en plena maduración de sus frutos. Víctor, sin posible guion, sigue con la cámara el trabajo de Antonio, obteniendo un resultado ampliamente premiado en el festival de Cannes, donde su obra, tras su exhibición más que exitosa, fue declarada película del año.


El sol del membrillo es pues sencillamente una reflexión sobre el proceso creativo, una reflexión, eso sí, honesta y profunda. Nos muestra a un pintor enfrentado a la realización de su obra, desde los preparativos cotidianos más aparentemente irrelevantes a su manera de pensarse la composición, de estudiar la luz, de abordar en suma los diferentes problemas técnicos que se derivan de su trabajo. E incluso indagar en sus emociones, las que lo llevan a elegir ese objeto de estudio y no otro. Y nos muestra al artista en su sencillez, ajeno a los tópicos que en torno a estas figuras se suelen tejer, sumido en el lento y laborioso proceso de la creación, abordando las dificultades que van surgiendo y aceptando incluso el fracaso cuando éste se revela insuperable. Y asumiendo con humildad la renuncia.




Sorprendió en su momento el éxito que este documental tuvo exhibido en cine comercial. E incluso sorprendió su elección por parte de un director enormemente admirado entre nosotros y cuyas dos películas anteriores (El espíritu de la colmena y El sur), puro cine narrativo, nos contaba historias con sólidos argumentos, pero el caso es que gustó y nadie pensó que no fueran las salas comerciales lugar adecuado para su exhibición.

Hoy el cine documental cada vez se codea más con el que cuenta historias, porque ha ido ganando mucho público, un público que no se agota en las ficciones, sino que mantiene abierta su curiosidad intelectual a multitud de ámbitos del conocimiento que pueden ser vividos como algo tan divertido e interesante como las películas que cuentan historias inventadas o noveladas. Seguramente irán saltando cada vez con más frecuencia a la gran pantalla, en movimiento simultáneo al que el cine de ficción comienza a efectuar en la dirección opuesta.