Abordamos la historia de dos mujeres que destacaron en su día y a las que el cine ha dedicado su atención en diferentes películas, porque su fama desbordó fronteras de tiempo y lugar; dos vidas fuera de la norma, que deslumbraron y escandalizaron a tirios y troyanos.
Lola Montes (1821-1861) Isadora Duncan (1877-1927)La primera es la historia de una aventurera que supo sacar partido a la escena para encumbrarse hasta lo más alto; la segunda, la de una bailarina clásica que rompería moldes ejecutando unas danzas de vanguardia, absoluto precedente de la danza actual.
Lola
Montes, la aventurera, fue una célebre bailarina mediocre que con su
espectáculo de danza española se paseó por Europa, codeándose con el todo Paris
literario, entonces atrapado en la moda del exotismo español, y rompiendo
corazones entre las altas esferas de Berlín, Varsovia o Moscú. Entre sus
múltiples amantes, sonado fue por ejemplo su idilio con Liszt, pero la cumbre
de sus éxitos amatorios la alcanza en Múnich, donde el rey de Baviera, Luis I,
perdería por ella la cabeza y si se descuida un poco más, el reino. Esto está
sucediendo en los años cuarenta del siglo XIX.
Se
dice española, pero de española sólo tiene un mínimo conocimiento de la lengua,
inventado parentesco con el famoso torero Paquiro (Juan Montes) y pretendida
ascendencia moruna, pues afirmaba que sangre de reyes moros corría por sus
venas. En realidad, había nacido en Irlanda en 1821, su auténtico nombre era
Elizabeth Rosanna Gilbert y lo que de verdad tenía, y a raudales, era audacia,
valor y fantasía.
En
el momento de su encuentro ella contaba 28 años (aunque sólo reconocía 21),
belleza, altivez y obstinación; Luis I de Baviera, tenía sesenta, un
matrimonio infeliz y una condición enamoradiza. Ni que decir tiene que con Lola
se deja arrastrar a una pasión desenfrenada. La colma de regalos: joyas,
mansiones, títulos nobiliarios… con un desenfado que escandaliza a su pueblo; por
todas partes se murmura que el rey ha encontrado a su Pompadour en esa advenediza
que cada vez genera más hostilidad entre las gentes del lugar. En un momento
dado el malestar estalla en serias revueltas y el monarca se ve finalmente obligado
a claudicar. Lola huye a Suiza y de allí a Inglaterra donde, para volver a los
escenarios, pronto empieza a explotar su affaire con el soberano de
Baviera. Desde luego no sabe bailar, pero su espectáculo despierta suficiente
curiosidad morbosa entre el público. Agotado el filón en Gran Bretaña salta a
los Estados Unidos, recorriendo las principales ciudades del país con su función
Lola de Baviera, y de allí a
Australia. El tiempo va pasando y su estrella declinando gradualmente; su aventura
real empieza a marchitarse a la vez que su belleza. Escasean ya los hombres
dispuestos a arruinarse por ella y, en fin, las cosas andan de mal en peor. A un
cierto punto decide volver a Europa, donde pobre, enferma y precozmente envejecida,
terminará su vida en 1861. Aunque parecía una anciana sólo tenía 40 años y para
entonces el mundo ya la había olvidado.
En 1956 Max Ophuls, brillante director alemán de nacionalidad francesa, le dedica una excelente película recreando su desventura, y deteniéndose no en el personaje triunfador que pasea sus éxitos y su estampa orgullosa por las cortes europeas, sino en el que, arruinado, sobrevive arrastrando su pasado esplendoroso por espectáculos circenses.
La
película, interpretada por Martine Carol, es un canto barroco y cruel, narrado
casi en clave operística. Una historia sombría que denuncia la indecencia de
los espectáculos basados en el escándalo, donde la fama es una mercancía devaluada
y las vivencias se compran y venden para curiosidad de terceros. Con una
estructura narrativa en forma de flashbacks, nos va relatando entre
oropeles las antiguas glorias de esta heroína, cuando todos sus éxitos están olvidados
y el devenir del personaje la ha precipitado en una realidad ruinosa. Y es duro
ese contraste entre el pasado y el presente de la mujer. Ahora ella es sólo un juguete
roto, malviviendo en ese circo de Nueva Orleans que teatraliza sus hazañas para
entretener con el morbo de sus viejos esplendores a un público curioso de vidas
ajenas.
La
creatividad del enfoque y la agilidad del desarrollo del guion hacen de la
trama una parábola trágica sobre la crueldad del destino. Y duele este
personaje reducido a la condición de mono de feria para sobrevivir en un
presente lamentable. En la película todo resulta perfecto y adecuado a la narración:
la fotografía, brillante y colorida; los decorados, exuberantes, y esa acertada
manera de filmar con predominio de planos generales y medios, como queriendo
comunicar cierto alejamiento del tema para subrayar así la humillación de la
heroína, cosificada en esta exhibición banal de su vida de placer.
Quizá
Ophuls quiso aquí hacer una denuncia de lo frívolo y superficial, esto que hoy
llamamos prensa rosa, en momentos en que el fenómeno aún no se mostraba tan
descarado, descarnado y zafio. Pero fuera cual fuera su intención, la película,
acogida de forma entusiasta por la crítica y la intelectualidad francesa del
momento (Cocteau, Godard, Rivette, Tati, Truffaut…) resultó un gran fracaso
comercial. El director murió poco después y los productores sometieron la cinta
a versiones abreviadas y nuevos montajes que acabaron de perjudicarla.
Por
fortuna cuatro décadas más tarde, en 2008, la Cinémathèque Française la
restauró en su formato y montaje original, lo que supuso un auténtico renacer de
la obra. Y además en 2020 ha sido de nuevo remasterizada, de manera que es hoy un
momento de revisitarla para encontrar por fin lo que Ophüls quiso ofrecernos.
Isadora Duncan es muy distinto personaje. Para ella la danza sí es el gran motor de su vida y esto desde la más temprana niñez.
Norteamericana de nacimiento, la menor de cuatro hermanos abandonados por su padre cuando ella es todavía un bebé, pasa su infancia y adolescencia con su madre que saca adelante a su prole dando clases de piano y enseguida montando además una academia de danza donde sus hermanos actúan como profesores. A comienzos del siglo XX Isadora convence a su familia para trasladarse a Europa y allí, en Londres y París, empiezan a ser valorados positivamente tanto su novedosa manera de entender el ballet clásico, como su temperamento creativo, excéntrico y audaz.
Vitalidad,
romanticismo, fascinación por los clásicos griegos… de todo hay en su forma de moverse
que cambia definitivamente las ideas preestablecidas del ballet. Ella danza descalza,
envuelta en túnicas vaporosas que permiten gran libertad de movimiento. Y así,
desnuda o casi desnuda, sus inspiradas coreografías causan sensación en la
escena. En gran parte porque en aquella época convencional y encorsetada, sus
ropas sueltas de inspiración grecorromana y su carácter desinhibido, su
feminismo visceral, producen admiración. Se percibe su estampa como un elegante
desafío de modernidad, hasta tal punto que, en un momento en que la danza estaba
prácticamente circunscrita al teatro de variedades, sus espectáculos refinados la
elevan y alcanzan tal éxito de público que la llevan a ganar grandes fortunas, al
instante derrochadas por esta mujer radicalmente ajena al interés por el dinero.
Y
no es solo una original y creativa bailarina, tenaz e incansable en su trabajo. Demuestra además un fuerte afán por difundir el arte de la danza, creando centros
de aprendizaje y viviendo estrechamente con sus alumnas el tiempo en que pudo
mantenerlos abiertos, aunque a la larga no lograría sin embargo hacer escuela.
Una
vida por otra parte la de Isadora llena de triunfos, de amantes y de
escándalos, pero también marcada por el drama, que pierde a sus dos hijos,
ahogados en el Sena en un accidente de coche. De narrar esta tragedia se ocupa la
reciente película de Damien Manivel Les
entants d’Isadora (2019), basada en Mother,
coreografía que la Duncan creó cuando estaba atravesando ese tremendo dolor.
En resumen, se trata de una vida muy rica en sucedidos, rematada además con un insólito y espantoso final, ya que moriría estrangulada por el chal que llevaba al cuello al enredarse éste en las ruedas traseras del bugatti rojo en que ocasionalmente viajaba.
Isadora (Karel Reisz, 1968)De todo ello nos habla con detenimiento y acierto la espléndida película, que partiendo de las memorias de la Duncan, My life, Karel Reisz realiza en 1968 con el título de Isadora, una obra maestra llena de sutileza y buen hacer, por la que el director estuvo nominado a la Palma de Oro en Cannes y su protagonista, Vanessa Redgrave, resultó premiada en ese mismo certamen.