La figura del
perdedor lleva asociada un cierto atractivo romántico que quizá no desprenda
tanto ella como el sentimiento de compasión que nos provoca, pero el caso es
que siempre nos toca la fibra emocional sea cual sea la condición del sujeto
del que se ocupa o el motivo de su mala suerte.
Charles Chaplin en Luces de la ciduad (1931) |
Películas
sobre perdedores las hay a miles y desde la más tierna infancia del cine. ¿Qué
otra cosa pueden ser los héroes de Buster Keaton o de Charlot? Pero el
perdedor presenta muchas caras diferentes, opuestas, contradictorias. Ahí está
por ejemplo aquel que se ve impelido al fracaso por una adición, ya sea el
juego, el alcohol, o cualquier otra. Estos han dado lugar a películas tan
estupendas como El jugador (Le joueur, Autant Lara, 1957) sobre la
ludopatía, o Días sin huella (The Lost Weekend, Billy Wilder, 1945) y Días de vino y rosas (Days of Wine and
Roses, 1962, Blake Edwards) acerca del alcoholismo, por ejemplo.
Jack Lemonn y Lee Remick en Días de vino y rosas (Blake Edwards, 1962) |
También
el cine social de Ken Loach y el de inadaptados de Aki Kaurismaki están llenos
de perdedores. Por no referirnos al cine negro, donde los hay a montones. O a
casi todas las películas en torno al boxeo, que a menudo nos retratan este tipo
de antihéroes: Más dura será la caída (The
Harder They Fall, Mark Robson, 1956),
Toro salvaje (Raging Bull, Scorsese, 1980)…
Y en fin, tantas y en tantos ámbitos que abordan también con maestría historias
de individuos extremadamente frágiles en su indefensión.
Pero
poniendo el foco en nuestro cine hay cuatro títulos que figuran seguramente entre
los mejores y que especialmente nos conmueven. Ellos abordan un
determinado perfil de perdedores, infelices sin culpa ni medios para mejorar su
destino. Se trata de los protagonistas de dos películas que Berlanga realizó en
los primeros años 60: Plácido y El verdugo; de la versión que, bajo el
mismo título, Mario Camus realiza en 1984 de la novela de Delibes Los Santos Inocentes, nombre que lo dice
ya todo; y de Solas, ópera prima de Benito
Zambrano, estrenada en 1999, sobre dos mujeres desgraciadas y un vecino
solitario, otro santo inocente.
Las
dos primeras giran en torno a dos pobres diablos a quienes sus entornos
sociales condenan sin remisión a una vida de apuros económicos. Plácido se gana
la suya como transportista con su humilde vehículo, que aún es más del banco
que suyo; su mujer cuida de unos lavabos públicos y tienen además a su cargo otras
bocas: el abuelo, el hermano parado, el hijo... Han llegado las Navidades y los
poderes locales han organizado una campaña de sensibilización hacia los
desfavorecidos que reafirme la buena conciencia entre las gentes acomodadas de
la ciudad. “Siente un pobre a su mesa”
es más o menos el lema. Pero Plácido no figura entre ellos; él es empresario, tiene
su negocio, su motocarro, y ha sido contratado para llevar a esos desheredados
de la fortuna a las casas asignadas, donde por una vez comerán caliente y sobradamente.
Sólo que la letra está a punto de vencer, y, si no paga antes, el banco se
quedará con su vehículo. Y ahí, en medio de esa campaña de bondades oficiales
no logrará conmover a ninguno de los que podrían ayudar y sacarle de su
infortunio, entretenidos todos en esa falsa demostración de amor al prójimo.
La
película es soberbia y como todas las de Berlanga, el personaje es solo uno más
en ese mosaico de seres llenos de vida, de egoísmo y mezquindad, de estupidez e
indiferencia que pululan en todas direcciones, hablando todos a la vez sin que
nadie escuche a nadie ni se pare a ver al que tiene al lado. Personajes
mostrados en su cruda realidad pero tratados sin embargo con ternura.
Esa misma sociedad refleja El verdugo, feroz alegato contra la pena de muerte. Su protagonista trabaja en
una funeraria. Su mísero sueldo no le da para vivir por su cuenta y está de
pupilo con su hermano y los suyos, que se avergüenzan un poco de su profesión, considerada
macabra y poco presentable. Ha conocido por su trabajo a un verdugo y siente por
ese hombre y por motivos semejantes el mismo rechazo que su cuñada hacia él; lo
malo es que se ha enamorado de la hija del verdugo y la única manera de obtener
vivienda para poder casarse es solicitar una vacante en el oficio de su futuro suegro.
Hasta ahí el planteamiento. El desarrollo de la historia será otra vez esa fascinante
mirada, cruel y tierna que Berlanga lanza sobre unas gentes enrocadas en sus
egoísmos, insolidarias e indiferentes al dolor ajeno.
Dos películas cargadas de crítica social y narradas con un sentido del humor que lo
impregna todo y nos hace más fácil digerir la acerada denuncia que contienen. En
ambos casos, unos guiones llenos de talento, elaborados con la participación
del genial Azcona, unas interpretaciones magistrales por parte de todos, que
Berlanga era un maestro en la elección del reparto y la dirección de actores y,
en fin, un ritmo narrativo y una realización perfecta que hace de ellas dos de
los mayores logros de nuestro cine.
Los santos inocentes (Mario Camus, 1984) |
Los santos
inocentes es
también una grandísima película. En su momento tuvo un éxito sonado y sigue
siendo cine que no envejece. Su director, Mario Camus, uno de los grandes de
nuestra pantalla, domina la adaptación de obras literarias, cosa que ha hecho a
menudo, siempre con fortuna, sin menoscabo de tantas otras de su producción no
basadas en la literatura con mayúscula. Aquí se trata de una novela de Miguel
Delibes sobre una familia de campesinos, servidores en la finca de un rico
hacendado. Paco, Régula, sus tres hijos y su cuñado Azarías, deficiente mental,
integran esta familia. La dureza de su vivir cotidiano, sus desgracias, agravadas
por la pobreza y la incultura, y la indiferencia de los señores, ciegos a sus
necesidades más elementales, tejen en torno a estos desheredados de la fortuna un mundo de
desamor que choca con la lealtad de Paco hacia sus amos o la inocencia de
Azarías. Una familia de perdedores que, como los santos inocentes, parecen
recibir sin merecerlo el castigo del cielo.
Las interpretaciones de los actores, extraordinarias. Rompiendo moldes, Alfredo Landa y Paco Rabal como protagonistas, que recibieron ambos un premio ex aequo. Pero también brillantes, Terele Pávez como Régula, Juan Diego como el señorito, Agustín González como el administrador, Mari Carrillo como la marquesa… en fin todos espléndidos y el resultado, magistral. Fue medalla del Círculo de Escritores Cinematográficos a la mejor película del año.
María Galiana y Carlos Álvarez Novoa en Solas (Benito Zambrano, 2000) |
También
lo había sido Plácido para 1962 y
también lo sería Solas para el 2000.
Benito Zambrano, su realizador alcanzó con ella además cinco Goyas, dos, a la dirección y el guión, ambos de su absoluta autoría, y los restantes
concedidos a los intérpretes de sus tres personajes centrales: María Galiana,
Ana Fernández y Carlos Álvarez-Novoa.
El
argumento: la vida de dos mujeres, madre e hija, discurriendo en un ambiente de
desdicha e infortunio. La madre, maltratada por un marido tirano, malvado y
celoso a quien ella corresponde con paciencia y nobleza; la hija, embarazada de un
hombre que no la ama y a quien no ama, malviviendo de un mal trabajo, y refugiada
en la bebida sin esperar nada del futuro. La presencia de un vecino, solitario,
en el declinar de su vida y ansioso de afecto, es el contrapunto al cotidiano
transcurrir de estas dos mujeres. La bondad de la madre, firme a pesar de los
pesares, irá infundiendo calor y esperanzas en estos seres abandonados a su suerte.
La película constituye un drama sobrio y duro sobre la soledad y la pobreza, que cautivó en su día por la verdad que la historia consigue transmitir y las emociones que despierta en el espectador; verdad y emoción a las que no son ajenas, claro, los intérpretes, soberbios también, como siempre que una película logra remover nuestros sentimientos más íntimos.
La película constituye un drama sobrio y duro sobre la soledad y la pobreza, que cautivó en su día por la verdad que la historia consigue transmitir y las emociones que despierta en el espectador; verdad y emoción a las que no son ajenas, claro, los intérpretes, soberbios también, como siempre que una película logra remover nuestros sentimientos más íntimos.
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