martes, 1 de marzo de 2011

La Tía Tula: de Unamuno a Picazo

La tía Tula constituye un relato íntimo, estremecido y penetrante donde el autor nos presenta con profundidad y riqueza una serie de personajes entre los que resalta la figura de Tula: "esos ojazos de luto que se le meten a uno en el corazón" nos señala enseguida Unamuno. Y sólo con esa pincelada avisa ya de su magnetismo y su fuerza de carácter, que luego irá desvelando, ahondando en su alma, con una prodigiosa economía de medios y sobria eficacia. 



En 1964 Miguel Picazo, partiendo de esta historia, consiguió realizar una espléndida película que figura entre lo más importante de la producción cinematográfica de la España de entonces. Que aquella década no fué sólo la de las películas de Marisol, los spaghetti western o las superproducciones de Samuel Bronston; fue también la de una serie de creaciones interesantes y singulares, como las extraordinarias El verdugo y Plácido de Berlanga; Viridiana y "Tristana" de Buñuel; Los Tarantos de Rovira Veleta; La caza de Saura o las refrescantes y minusvaloradas Solo para hombres o La venganza de don Mendo de Fernán Gómez, muchas de las cuales, casi todas en realidad, pueden competir en pie de igualdad con el mejor cine europeo de entonces.

La tía Tula de Picazo nos ofrece un retrato soberbio de la realidad cotidiana de aquella España de los 60, porque el primer gran acierto del director fue ambientar en su presente la narración. Unamuno la había publicado varias décadas atrás, concretamente en 1920 y, aunque como es habitual en sus ficciones no da noticias del paisaje exterior, todo cuanto ocurre en el ámbito de la novela es marcadamente español y característico de una clase media provinciana como aquella en la que el escritor vivía. Ahora bien, como la moral social que la dictadura de Franco impuso suponía tal retroceso en las costumbres, seguramente no fue demasiado difícil ese desplazamiento histórico; era la sociedad la que había vuelto al pasado y Picazo lo que hace es darnos, a través del desarrollo de su trama, una imagen de esa sociedad tal como está siendo, como él la está sintiendo vivir.


Películas como El espíritu de la Colmena (1973), de Víctor Erice, o La colmena (1982), de Mario Camus, recrean con brillantez la atmósfera de la postguerra española, dándonos una visión retrospectiva de aquella España que convence. Otras, en cambio, reflejan el momento histórico en que se realizaron, ofreciéndonos un testimonio vivísimo del mismo; es el caso de ¡Bienvenido Mr. Marshall! para la España de los '50; Plácido para la de los '60; La escopeta nacional, para la de los '70 o Mujeres al borde de un ataque de nervios para los '80... por citar algunos ejemplos de buen cine español, que proponiéndoselo o sin proponérselo nos dan visiones de España ajustadas al momento de su realización, incluso a través de la caricatura o la exageración. Así sucede también con esta "tía Tula", ejemplo soberbio en este caso de realismo crítico en un cine para mayor dificultad asfixiado por la censura, que, por si fuera poco, se empleó a fondo con ella. 

Dicho está que en su película Picazo actualiza el mundo de Tula, llevándolo a su propia época, y, al hacerlo, lo convierte en símbolo de la represión que la cultura oficial imponía a su sociedad. De modo que a lo largo de todo su desarrollo argumental nos va desvelando la forma de estar y conducirse de la protagonista en el ambiente que entonces se respiraba, el de unas gentes condicionadas por un sistema de valores familiares y religiosos rígido y estrecho, donde todos son a la vez víctimas y verdugos.

Y nos muestra este sistema desmenuzando con talento cada uno de los elementos que lo configuran, deteniéndose en aquellos comportamientos tan determinados por la moral social impuesta: las apariencias, (la mirada pendiente de lo que los vecinos puedan oír, ver o decir); la separación de sexos de un puritanismo gazmoño y trasnochado (las chicas con las chicas, los chicos con los chicos); la represión sexual (el pretendiente que ronda las esquinas y persigue a su dama sin osar acercarse y recurriendo además a la influencia de terceros); el aburrimiento pacato de provincias; la ñoñería (¡impagable esa fiesta de amigas!...) la "formalidad", el luto y las constantes visitas al cementerio...

Una moral impregnada además de un estrecho catolicismo agobiante y omnipresente que él nos hace ver lanzando su mirada sobre los objetos y rituales cotidianos de la religión: el rosario, el velo, el misal; la misa, la primera comunión que se pospone por el luto; los cánticos religiosos, el círculo parroquial, el ropero de los pobres, los escrúpulos de conciencia.. y que llega a nosotros aromado por el tufo nacional católico que configuraba la estética franquista de los años cincuenta y primeros sesenta, volcada en mantener las tradiciones más rancias a contracorriente de su momento histórico.

Por todo ese mundo nos lleva Tula, la Tula de Unamuno, a la que Picazo no traiciona: una mujer de fuerte personalidad abnegada, piadosa, maternal siempre dispuesta a sacrificarse por los suyos y también rígida, severa, autoritaria, de sólidas convicciones morales que impone y se impone sin vacilar. Unamuno nos señala su enérgica rebeldía. Tampoco la Tula de Picazo es dócil, no quiere que le manden, quiere elegir no ser elegida. La vemos desenvolverse dirigiéndolo todo, dominando su entorno, imponiendo su manera de hacer, controlando cada aspecto, cada situación; también sus emociones, refrenando sus sentimientos amorosos, escondidos en los recovecos de su alma, negándolos, apartándose arisca de cualquier acercamiento a los placeres sensoriales.

Las diferencia algún aspecto: Unamuno después de inventarla descubre en ella sus raíces quijotescas y teresianas, su soledad final es su soledad de siempre; su elección no puede ser otra. Tula es fiel a sí misma actuando como lo hace. Picazo, sin negarlos, al recrearla incide más en cómo su identificación con los valores dominantes, asumidos sin duda con absoluto convencimiento y fervor, la van a condenar a una vida estéril y acentúa esa soledad final como fracaso, mostrándola víctima de sus propias convicciones.

La película no nos cuenta toda la novela: su núcleo argumental gira en torno a las relaciones de Tula y su cuñado, a partir del momento en que habiendo enviudado éste, Tula se vuelca en la familia de su hermana, del gobierno de su casa y el cuidado de sus hijos y su viudo. Cuando el cuñado le muestra su interés en rehacer su vida con ella, Tula reacciona con horror ante este nunca asumido, aunque sí sugerido, objeto de deseo. Y la reserva de Tula, reforzada por el tabú de traicionar a la hermana muerta, por sus propios prejuicios y su afán de responder ejemplarmente a los exigentes patrones de la moral social imperante, la conducirán sin remedio a la soledad, a la renuncia y la pérdida de sus afectos.

Y el paisaje en que se desarrolla la historia es ese mundo íntimo del discurrir de lo cotidiano, con la mujer ocupándose de todo en el ámbito doméstico (la limpieza de la casa, la plancha, la costura, el cuidado de los enfermos, los niños...) donde el hombre es casi un intruso y con seguridad un inútil; intimidad del hogar casi claustrofóbica, reforzando con ello la aguda sensación de encierro que producen las relaciones sociales en ese medio provinciano ya de por sí hermético.

Y todo ello narrado con la mayor sobriedad y con un reparto excelente donde todos deslumbran: Tula, una Aurora Bautista espléndida en sus ansias de perfeccionismo; el cuñado, Carlos Estrada, en su mejor momento y su mejor papel; el cura, soberbio José María Prada; la amigas, Lali Soldevilla, siempre inmejorable; la Gutiérrez Caba, perfecta... todos nos convencen y nos transportan a la España de los años sesenta como si no fuera una película sino un pedazo de la realidad de entonces a la que nos has sido dado asomarnos en vivo desafiando al tiempo.

Una película de obligado visionado para quien no lo haya hecho antes y que quien ya la conozca puede volver a ver con el mismo interés del primer día, porque se mantiene fresca sin que el transcurrir de los días la haya lastimado.

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