Hayamos o no viajado hasta allí son muy numerosas las ciudades que nos resultan familiares de verlas en el cine. Y es que muchas de ellas han enamorado a los cineastas que vuelven y vuelven a rodar en sus calles. Con anterioridad ya habíamos señalado la fotogenia de Venecia escenario de tantas y tan variadas películas. No es la única; aunque solo fuera por el cine de Woody Allen todos conoceríamos Nueva York, la elegida en la mayoría de sus películas, porque ¿quién no está familiarizado con el puente de Brooklyn después de ver Manhattan?
Puente de Brooklyn en Manhattan (Woody Allen, 1979)
Aunque ya antes nos era muy familiar esta ciudad por infinidad de películas ambientadas en ella, desde las comedias de ejecutivos de Rock Hudson y Doris Day a El apartamento (1960) de Billy Wilder o Desayuno con diamantes (Breaktfast at Tiffany´s, 1961) de Black Edwards. Y estaban también las que con distintos pretextos nos colocaban ante la Estatua de la Libertad como Sabotaje (1936) de Hitchcock, a Érase una vez América (Once Upon a Time in America, 1984) de Sergio Leone. Y las que nos adentraban en Little Italy (El padrino, The Godfather, 1972), o nos acercaban a Times Square como La heredera (The heiress, William Wyler 1949) o Descalzos por el parque (Barefoot in the Park, Saks, 1967). Otras nos llevaban a Central Park, a tomar el ferry de Staten Island o a cruzar el puente de Brooklyn, escenarios asimismo habituales de infinidad de películas. Y todas ellas tienen bastante que ver con el hecho de que Nueva York ejerza verdadera fascinación en nuestro imaginario colectivo.
Por supuesto no son casos aislados: Roma, París, San Francisco, Las Vegas, Tokio… tantas y tantas han servido como marco para las historias que nos cuentan. Y es que el cine desvela muchos mundos, reales e imaginarios, a través de las vidas que nos relata, de seres que habitan lugares existentes o fantásticos; en tierra o mar (¡menudo filón las historias de piratas!), pero sin duda muy a menudo son gentes que pueblan renombradas ciudades del mundo, de manera que algunas nos las han llegado a hacer fácilmente identificables.
Secuencias de Vacaciones en Roma
Roma, por ejemplo: Desde aquella Las muchachas de la plaza de España (Le ragazze di Piazza di Spagna, Emer, 1952) Tres monedas en la fuente (Three Coins in de Fountain, Negulesco, 1954), Vacaciones en Roma (Roman Holiday, 1953, William Wiler), La dolce vita (1960) y la Roma (1972) de Fellini, o la de Nani Moretti y sus paseos en moto de Caro Diario (1993), nos hemos acostumbrado a frecuentar sus tratorías, contemplar sus edificios, sus plazas, sus fuentes: El Coliseo, la plaza de San Pedro, la fontana de Trevi…
Y no digamos París: Medianoche en París (Midnight in Paris, Woody Allen, 2011), Un americano en Paris (Un American in Paris, Minnelli, 1951), La última vez que vi París (The Last Time I Saw Paris, Brooks, 1954), Bajo el cielo de París (Sous le ciel de Paris, Duvivier, 1951), París nos pertenece (Paris nous apartient, Rivette, 1961) … O el París más de callejeo del Truffaut en Los 400 golpes (Les quatre cents coups, 1959). La torre Eiffel, tan emblemática, (Encuentro en París, Quine, 1964); los Campos Elíseos (À bout de souffle, Godard, 1960), el Louvre (Funny face, Donen, 1957), Montmartre (Moulin Rouge, Huston, 1952); o los muelles del Sena (Charada, Donen, 1963) sin ir más lejos.
Museo del Louvre en Funny Face, (Donen, 1957)
Está también San Francisco, donde Bogdanovich nos hizo
vivir una alocada carrera por sus empinadas calles en ¿Qué me pasa, doctor? (What's Up Doc?, 1972), aunque éstas ya nos eran totalmente familiares
desde que en Vértigo (1958) las recorriéramos en coche, con James
Stewart al volante, en una larga, sosegada y expectante persecución. Pero en
aquella ocasión Hitchcock había hecho algo más: mostrarnos esa misión, Dolores, que franciscanos españoles levantaran allá por el siglo XVII, e impactarnos con
la imagen del Golden Gate en una escena imborrable.
Golden Gate en Vértigo (Hitchcock, 1959)
Muy familiar nos resulta además Las Vegas, escenario de infinidad de títulos: Casino (Scorsese, 1995), Leaving Las Vegas (Figgis, 1995), Viva las Vegas (Sidney, 1964), La cuadrilla de los once (Ocean's Eleven, Milestone, 1960). O Tokio, a donde acudían de visita aquella pareja de ancianos que Ozu nos retrató en sus Cuentos de Tokio (1953); una ciudad que vuelve cada vez con más frecuencia a deslumbrarnos desde las pantallas: Lost in translation (Sofia Coppola, 2003), Mapa de los sonidos de Tokio (Isabel Coixet, 2008), Una familia de Tokio (Yamada, 2013)). Podríamos mencionar además el Berlín de Cielo sobre Berlín (Win Wenders, 1967), Cabaret (Fosse, 1972) o Berlín Alexanderplatz (Qurbani, 2020). Y, ¿por qué no?, alguna de las historias que transcurren en Lisboa (Lisboa, Antonio Hernández, 1999; El invierno en Lisboa, José Antonio Zorrilla, 1991; Misterios de Lisboa, Raoul Ruiz, 2010). En fin, tantas y tantas otras ciudades donde se ambientan infinidad de relatos cinematográficos.
Algunas escenas de Sostiene Pereira
No sé hasta qué punto Madrid ha llegado a ser conocida a través de las películas, pero sin duda el cine la ha mostrado también desde siempre y con frecuencia. Ahí va un pequeño repaso.
Plaza de Cibeles en Manolo guardia urbano, (Rafael J. Salvia, 1956)
Asoma ya, incorporada a la trama de una película en la
primera versión, allá por los años veinte, de La verbena de la Paloma. En los cuarenta es escenario de unas
cuantas, destacando en particular el Madrid que Neville recrea con tanta
frecuencia en El crimen de la calle
Bordadores, El último caballo, Mi calle, La ironía del dinero…, dibujando una
ciudad que oscila entre lugarón de sainete y urbe moderna y señorial. Por las
mismas fechas Ladislao Vadja con Mi tío
Jacinto nos muestra intensamente algunos de sus lugares icónicos como el Rastro
o la Plaza de Toros de Las Ventas. Y en los años cincuenta un estallido de comedias
amables nos pasea por sus calles, con ánimo alegre y confiado. Las muchachas de azul, Las chicas de la Cruz
Roja, Manolo guardia urbano, Los tramposos... La década de los sesenta nos ofrece
distintos Madriles, desde el oscuro y
neorrealista de El verdugo de Berlanga o
de El mundo sigue, de Fernán Gómez, a la urbe algo presumida y orgullosa de
sí misma de La ciudad no es para mí, de
Fernando Lazaga, versión optimista del desarrollismo que empezaba a despuntar. Y
también de otras tan singulares y entrañables como Del rosa al amarillo, de Guillermo
Summers, con sus niños jugando en las calles del barrio de Salamanca, película que
iniciaba el nuevo cine español.
Pero sea cual sea la mirada, lo cierto es que nuestros
cineastas muestran y han mostrado con frecuencia su interés por situar en ella
sus historias, recurriendo tanto a sus puntos más emblemáticos como a los rincones
más callados, jugando con nosotros a reconocerlos.
La Gran Vía en Abre los ojos (Amenábar, 1997)
La
estación de Atocha (Bajarse al moro,
Colomo, 1988); las torres Kío (El día de
la Bestia, Alex Angulo, 1995); Torre Picasso (Abre los ojos, Amenábar, 1997); el palacio de Fernán Núñez (Volaverunt, Bigas Luna, 1980); la plaza de Isabel II o de la Ópera (Ópera Prima, Trueba, 1980); la puerta
del Sol (Que Dios nos perdone, Sorogoyen,
2016); los túneles de Azca (Historias del
Cronen, Armendáriz, 1996); las Vistillas (Las bicicletas son para el verano, Chávarri, 1984); el puente de
Segovia (El bola, Achero Mañas, 2000;
el barrio de Malasaña (Stockholm,
Sorogoyen, 2013); la casa de América (Patrimonio
Nacional, Berlanga, 1981); y la Biblioteca Nacional (Soldados de Salamina; David Trueba, 2003) son sólo un puñado entre
los inacabables ejemplos posibles.
Aunque quizá haya sido Almodóvar quien más haya dado a conocer esta ciudad y sus cotidianos
atractivos: la Filmoteca Nacional (Hable
con ella); Villa Rosa y el teatro María Guerrero (Tacones lejanos); el Café de Bellas Artes (Kika); el cuartel del Conde Duque (La ley del deseo); la puerta de Alcalá (Carne trémula); la plaza Mayor (La
flor de mi secreto); la Corona de Espinas (La piel que habito); el Viaducto (Matador, Los amantes pasajeros); la plaza de Tirso de Molina (Átame)… y tantos y tantos sitios de este
Madrid, siempre presente en su cine.
Y junto
al guiño cómplice del que vive y reconoce sus rincones, está esa otra labor que
cumple con el espectador lejano, quien recibe su estampa de refilón, para que
poco a poco pueda familiarizarse con sus lugares, reconocerlos y disfrutarlos.
Y hasta tal vez enamorarse un poquito de la ciudad.