viernes, 26 de febrero de 2021

Ciudades en el cine

Hayamos o no viajado hasta allí son muy numerosas las ciudades que nos resultan familiares de verlas en el cine. Y es que muchas de ellas han enamorado a los cineastas que vuelven y vuelven a rodar en sus calles. Con anterioridad ya habíamos señalado la fotogenia de Venecia escenario de tantas y tan variadas películas. No es la única; aunque solo fuera por el cine de Woody Allen todos conoceríamos Nueva York, la elegida en la mayoría de sus películas, porque ¿quién no está familiarizado con el puente de Brooklyn después de ver Manhattan?

                                        Puente de Brooklyn en Manhattan (Woody Allen, 1979)

Aunque ya antes nos era muy familiar esta ciudad por infinidad de películas ambientadas en ella, desde las comedias de ejecutivos de Rock Hudson y Doris Day a El apartamento (1960) de Billy Wilder o Desayuno con diamantes (Breaktfast at Tiffany´s, 1961) de Black Edwards. Y estaban también las que con distintos pretextos nos colocaban ante la Estatua de la Libertad como Sabotaje (1936) de Hitchcock, a Érase una vez América (Once Upon a Time in America, 1984) de Sergio Leone. Y las que nos adentraban en Little Italy (El padrino, The Godfather, 1972), o nos acercaban a Times Square como La heredera (The heiress, William Wyler 1949) o Descalzos por el parque (Barefoot in the Park, Saks, 1967). Otras nos llevaban a Central Park, a tomar el ferry de Staten Island o a cruzar el puente de Brooklyn, escenarios asimismo habituales de infinidad de películas. Y todas ellas tienen bastante que ver con el hecho de que Nueva York ejerza verdadera fascinación en nuestro imaginario colectivo.

Por supuesto no son casos aislados: Roma, París, San Francisco, Las Vegas, Tokio… tantas y tantas han servido como marco para las historias que nos cuentan. Y es que el cine desvela muchos mundos, reales e imaginarios, a través de las vidas que nos relata, de seres que habitan lugares existentes o fantásticos; en tierra o mar (¡menudo filón las historias de piratas!), pero sin duda muy a menudo son gentes que pueblan renombradas ciudades del mundo, de manera que algunas nos las han llegado a hacer fácilmente identificables.

Secuencias de Vacaciones en Roma

Roma, por ejemplo: Desde aquella Las muchachas de la plaza de España (Le ragazze di Piazza di Spagna, Emer, 1952) Tres monedas en la fuente (Three Coins in de Fountain, Negulesco, 1954), Vacaciones en Roma (Roman Holiday, 1953, William Wiler), La dolce vita (1960) y la Roma (1972) de Fellini, o la de Nani Moretti y sus paseos en moto de Caro Diario (1993), nos hemos acostumbrado a frecuentar sus tratorías, contemplar sus edificios, sus plazas, sus fuentes: El Coliseo, la plaza de San Pedro, la fontana de Trevi…



                                        Fontana de Trevi en  La dolce vita (Fellini, 1960) 

Y no digamos París: Medianoche en París (Midnight in Paris, Woody Allen, 2011), Un americano en Paris (Un American in Paris, Minnelli, 1951), La última vez que vi París (The Last Time I Saw Paris, Brooks, 1954), Bajo el cielo de París (Sous le ciel de Paris, Duvivier, 1951), París nos pertenece (Paris nous apartient, Rivette, 1961) …  O el París más de callejeo del Truffaut en Los 400 golpes (Les quatre cents coups, 1959).  La torre Eiffel, tan emblemática, (Encuentro en París, Quine, 1964); los Campos Elíseos (À bout de souffle, Godard, 1960), el Louvre (Funny face, Donen, 1957), Montmartre (Moulin Rouge, Huston, 1952); o los muelles del Sena (Charada, Donen, 1963) sin ir más lejos.



                                              Museo del Louvre en  Funny Face, (Donen, 1957)

Está también San Francisco, donde Bogdanovich nos hizo vivir una alocada carrera por sus empinadas calles en ¿Qué me pasa, doctor? (What's Up Doc?, 1972), aunque éstas ya nos eran totalmente familiares desde que en Vértigo (1958) las recorriéramos en coche, con James Stewart al volante, en una larga, sosegada y expectante persecución. Pero en aquella ocasión Hitchcock había hecho algo más: mostrarnos esa misión, Dolores, que franciscanos españoles levantaran allá por el siglo XVII, e impactarnos con la imagen del Golden Gate en una escena imborrable.



                                                   Golden Gate en Vértigo (Hitchcock, 1959)

Muy familiar nos resulta además Las Vegas, escenario de infinidad de títulos: Casino (Scorsese, 1995), Leaving Las Vegas (Figgis, 1995), Viva las Vegas (Sidney, 1964), La cuadrilla de los once (Ocean's Eleven, Milestone, 1960). O Tokio, a donde acudían de visita aquella pareja de ancianos que Ozu nos retrató en sus Cuentos de Tokio (1953); una ciudad  que vuelve cada vez con más frecuencia a deslumbrarnos desde las pantallas: Lost in translation (Sofia Coppola, 2003),  Mapa de los sonidos de Tokio (Isabel Coixet, 2008), Una familia de Tokio (Yamada, 2013)). Podríamos mencionar además el Berlín de Cielo sobre Berlín (Win Wenders, 1967), Cabaret (Fosse, 1972) o Berlín Alexanderplatz (Qurbani, 2020). Y, ¿por qué no?, alguna de las historias que transcurren en Lisboa (Lisboa, Antonio Hernández, 1999; El invierno en Lisboa, José Antonio Zorrilla, 1991; Misterios de Lisboa, Raoul Ruiz, 2010). En fin, tantas y tantas otras ciudades donde se ambientan infinidad de relatos cinematográficos.

Algunas escenas de Sostiene Pereira

No sé hasta qué punto Madrid ha llegado a ser conocida a través de las películas, pero sin duda el cine la ha mostrado también desde siempre y con frecuencia. Ahí va un pequeño repaso.



                              Plaza de Cibeles en Manolo guardia urbano, (Rafael J. Salvia, 1956)

Asoma ya, incorporada a la trama de una película en la primera versión, allá por los años veinte, de La verbena de la Paloma. En los cuarenta es escenario de unas cuantas, destacando en particular el Madrid que Neville recrea con tanta frecuencia en El crimen de la calle Bordadores, El último caballo, Mi calle, La ironía del dinero…, dibujando una ciudad que oscila entre lugarón de sainete y urbe moderna y señorial. Por las mismas fechas Ladislao Vadja con Mi tío Jacinto nos muestra intensamente algunos de sus lugares icónicos como el Rastro o la Plaza de Toros de Las Ventas. Y en los años cincuenta un estallido de comedias amables nos pasea por sus calles, con ánimo alegre y confiado. Las muchachas de azul, Las chicas de la Cruz Roja, Manolo guardia urbano, Los tramposos... La década de los sesenta nos ofrece distintos Madriles, desde el oscuro y neorrealista de El verdugo de Berlanga o de El mundo sigue, de Fernán Gómez, a la urbe algo presumida y orgullosa de sí misma de La ciudad no es para mí, de Fernando Lazaga, versión optimista del desarrollismo que empezaba a despuntar. Y también de otras tan singulares y entrañables como Del rosa al amarillo, de Guillermo Summers, con sus niños jugando en las calles del barrio de Salamanca, película que iniciaba el nuevo cine español.

Pero sea cual sea la mirada, lo cierto es que nuestros cineastas muestran y han mostrado con frecuencia su interés por situar en ella sus historias, recurriendo tanto a sus puntos más emblemáticos como a los rincones más callados, jugando con nosotros a reconocerlos.



                                        La Gran Vía en  Abre los ojos (Amenábar, 1997)

La estación de Atocha (Bajarse al moro, Colomo, 1988); las torres Kío (El día de la Bestia, Alex Angulo, 1995); Torre Picasso (Abre los ojos, Amenábar, 1997); el palacio de Fernán Núñez (Volaverunt, Bigas Luna, 1980); la plaza de Isabel II o de la Ópera (Ópera Prima, Trueba, 1980); la puerta del Sol (Que Dios nos perdone, Sorogoyen, 2016); los túneles de Azca (Historias del Cronen, Armendáriz, 1996); las Vistillas (Las bicicletas son para el verano, Chávarri, 1984); el puente de Segovia (El bola, Achero Mañas, 2000; el barrio de Malasaña (Stockholm, Sorogoyen, 2013); la casa de América (Patrimonio Nacional, Berlanga, 1981); y la Biblioteca Nacional (Soldados de Salamina; David Trueba, 2003) son sólo un puñado entre los inacabables ejemplos posibles.

Aunque quizá haya sido Almodóvar quien más haya dado a conocer esta ciudad y sus cotidianos atractivos: la Filmoteca Nacional (Hable con ella); Villa Rosa y el teatro María Guerrero (Tacones lejanos); el Café de Bellas Artes (Kika); el cuartel del Conde Duque (La ley del deseo); la puerta de Alcalá (Carne trémula); la plaza Mayor (La flor de mi secreto); la Corona de Espinas (La piel que habito); el Viaducto (Matador, Los amantes pasajeros); la plaza de Tirso de Molina (Átame)… y tantos y tantos sitios de este Madrid, siempre presente en su cine.

Secuencia de Carne Trémula 

Y junto al guiño cómplice del que vive y reconoce sus rincones, está esa otra labor que cumple con el espectador lejano, quien recibe su estampa de refilón, para que poco a poco pueda familiarizarse con sus lugares, reconocerlos y disfrutarlos. Y hasta tal vez enamorarse un poquito de la ciudad.

martes, 2 de febrero de 2021

Commedia alla italiana

Cuando termina la segunda guerra mundial la industria cinematográfica italiana, antes boyante, se encuentra hundida y sus espléndidos estudios de Cineccità, arrasados. Los había levantado cerca de Roma, en los años treinta, Mussolini, consciente sin duda del poder propagandístico del cine y en cierta manera quizá también como réplica al deslumbrante poderío de Hollywood.

Mastroianni, Salvatori y Gassman en una escena de Rufufú (I soliti ignoti)

Muchos de los recordados cineastas de la industria italiana: Lattuada, Zampa, Comencini, Rosellini, De Sica… rodaban en estos estudios antes de que los alemanes los convirtieran en almacén y de que los aliados los bombardearan. Pero al iniciarse la década de los cincuenta ya se habían recuperado del atropello y estaban restaurados y listos para que volvieran a trabajar allí tanto ellos como otros muchos que empezaron después. Al mismo tiempo, directores del otro lado del Océano acudieron también a rodar en Cinecittá, recurso estupendo para abaratar costes; porque sin duda rodar en Italia resultaba bastante más rentable que hacerlo en los Estados Unidos, donde ya era duro competir con la pujante televisión, como acabaría también pasando en determinados países de Europa a su debido tiempo.

Cinecittà seguiría funcionando a lo largo del siglo veinte, aunque a partir de la década de los ochenta estaría también más dedicada a la producción de series de TV que de películas. Y la commedia alla italiana se rodaría tanto en escenarios naturales como allí. Y tanto en sus mejores días, los que van de finales de los cincuenta a mediados de los sesenta, como después, en los años setenta, cuando ya el género decaía.


Tiene sus precedentes este género cinematográfico en algunas películas de entretenimiento ligero contemporáneas del neorrealismo más crudo, como ciertas obras de Toto y Aldo Fabrizzi; las numerosas versiones de los rifirrafes entre don Camilo y Peppone del humorista Guareschi; o la tetralogía de Luigi Zampa (L'onorevole Angelina, 1947; Anni difficili, 1948, Anni facili,; L'arte di arrangiarsi, 1954). Y desde luego hunde sus raíces también en los dramas de la reciente postguerra, ese cine extremadamente doloroso que nos deslumbraba al tiempo de hacernos llorar con historias desgarradas extremadamente veraces, un cine en torno al dolor de la guerra, el hambre y las miserias que ésta trae consigo, obras de profunda hondura argumental, que impactaron con su autenticidad en las conciencias de todo el Occidente y que figuran en la historia del cine como un momento mágico, el del neorrealismo italiano. (Roma città aperta (1945), Germania, anno zero (1948) de Rosellini; La terra trema, Visconti, 1948; Paisà, (1945) o Ladri di biciclette, De Sica, 1948…).

Con el cambio de década los argumentos se rebajan en su dramatismo, porque pronto la necesidad de evadirse de las tristezas llevó a los directores italianos a volver a la comedia donde habitualmente habían destacado. Comienzan así a realizar lo que se llamó neorrealismo rosa, un cine que divierte y espanta amarguras para, a partir de la ruinas de la guerra, trazarnos en un lenguaje popular y sencillo un cuadro eficaz de la realidad italiana del momento con relatos más amables que los de la inmediata postguerra. Due soldi di speranza, (Renato Castellani, 1951),  Le ragazze di Piazza di Spagna,(Luciano Elmer, 1952, Pane amore e fantasia, (Luigi Comencini, 1953) o Poveri ma belli, (Dino Risi,1956) son ejemplos de este género de transición al nuevo género, porque esta vez no vuelven a la comedia sentimental que había predominado en los años veinte y treinta, sino a otra más en consonancia con el momento, unas historias que, partiendo de la dureza del medio sin duda mísero también, lo suavizan con un costumbrismo amable cercano al melodrama.

Y la nueva comedia que sucede a estas obras le añade poco después acentos cargados de ironía, visiones cínicas y desencantadas de fuerte crítica social, trazadas bajo una mirada aguda, satírica y hasta grotesca. Como cine costumbrista que también es, irá retratando los cambios de una sociedad que avanza rápido y se enriquece deprisa; y como cine crítico lo hará sin abandonar la denuncia punzante de las conductas censurables que sus individuos experimentan. Para más brillantez todo ello vendrá envuelto en un grado de comicidad ingeniosa que seduce al espectador.

Pietro Germi y Marcello Mastroiani

Gentes de gran talento y creatividad como Mario Monicelli (i soliti ignoti, 1958; La grande guerra, 1959; l’armata brancaleone, 1966), Dino Risi (Un vita difficile, 1961; Il sorpasso, 1962; I mostri, 1963) y Pietro Germi (Divorzio alla italiana 1961; Sedota e abbandonata, 1964; Signore et signori, 1966) son los cineastas que lo hicieron posible. Pero también otros como Comencini (Tutti a casa, 1960), Luigi Zampa (Li anni ruggenti, 1962), Nanny Loy (Le quattro giornate di Napoli, 1962), y, algo más tardío en la dirección pero presente desde el principio en la realización de los guiones, Ettore Scola (Se permettete, parliamo di donne, 1964). Todos ellos van a llenar de títulos estupendos dos décadas de un cine muy personal e internacionalmente apreciado, donde brillan sobre todas algunas realizaciones de los primeros años que marcan los momentos de máximo esplendor del género, porque si bien se siguieron haciendo unas comedias con frecuencia estupendas hasta casi los ochenta, como conjunto no se volverían a alcanzar niveles a la altura de aquella primera etapa que transcurre entre 1958 y 1965.


Y lo hicieron posible también un plantel de actores magníficos entre los que destacamos como protagonistas a Alberto Sordi, Vittorio Gassman, Nino Manfredi, Ugo Tognazzi, Marcello Mastroianni, Sofia Loren, Gina Lollobrigida… Pero no fueron los únicos porque también los de reparto, por pequeño que fuera el papel asumido, dan muestra de maestría y consiguen llevar los guiones a un altísimo grado de perfección en su realización. Un cine que resultó ejemplo tan exacto de la sociedad que reflejaba que desbordó el interés local para hacerse de interés general por la autenticidad y calidad de lo representado.

Una muestra: I soliti ignoti, una de las mejores. En España se tituló Rufufú en alusión a Rififí, un noir de Jules Dassin que había sido estrenado poco antes y con gran éxito de público por todas partes.  Ésta, basada en un cuento de Italo Calvino, Furto in una pasticceria, gira en torno a unos infelices, delincuentes de poca  monta, decididos a dar un gran golpe, y nos narra la preparación y ejecución del mismo. La cabeza pensante del plan, un Vittorio Gassman que se estrena aquí como actor de comedia, variante en la que luego incidiría con frecuencia dada la excelente vena humorística que demostró. Y el resto del equipo, dos veteranos, uno del cine italiano, Totó, el experto en cajas fuertes; otro, del teatro napolitano, Carlo Pisacane, que creó aquí un personaje inolvidable, siempre famélico, algo así como nuestro Carpanta, producto también de años de hambre. Los demás, un variado abanico de nombres, algunos conocidos como Marcello Mastroianni y Renato Salvatori, otros ajenos al mundo del cine como Tiberio Murgia, que bordó el papel de siciliano desconfiado, siempre celoso guardián de su hermana, o Claudia Cardinale, una argelina que todavía ni hablaba italiano y que aparece aquí en su opera prima. Todos ellos, en estado de gracia. La trama, llena de momentos ocurrentes, es tan divertida que, a pesar de la descarnada pobreza y las situaciones de miseria o incluso dramáticas que retrata, resulta hilarante. Neorrealismo puro y duro en los ambientes, ironía y sarcasmo en el enfoque y un humor inteligente rebosando por sus costados; lo mejor de este género que iba a cuajar en adelante por algún tiempo y que siempre se conoció como commedia a la italiana. Aunque ha conseguido el reconocimiento de su valía en su país ha sido sin embargo olvidada fuera. Injustamente, porque supuso una espléndida manera innovadora de abordar la comedia que cristalizó en todo un género de cine ingenioso y enriquecedor.

Sirva este pequeño recuerdo como homenaje y reivindicación de un momento único del cine.