lunes, 31 de mayo de 2021

Delibes en la pantalla

 A primera vista, la literatura de Delibes parece resultar muy cinematográfica: su estilo breve y conciso, donde nada falta ni sobra, su gran oído para el lenguaje hablado, la fuerza elemental de que están dotados sus personajes, todo ello facilita en alto grado la transposición de sus historias a este medio, conservando toda la verdad de lo que cuentan y toda la autenticidad que desprenden sus tipos.           

    Miguel Delibes

Su acercamiento personal al cine, además, detectable ya en su temprana actividad de crítico cinematográfico en el diario vallisoletano El Norte de Castilla, se complementaría después con sus trabajos como adaptador de traducciones y otras actividades de pulido de textos para funciones de doblaje. Suya es, por ejemplo, la adaptación de los diálogos de Doctor Zhivago para su proyección en español.

Pero lo que más nos interesa son aquellas de sus historias llevadas a la pantalla y el modo en que lo han hecho. El escenario será siempre Castilla, territorio de todos sus desvelos, porque para Delibes Castilla es algo así como para Kafka Praga, Dublín para Joyce o Macondo para García Márquez, su mundo incuestionable. Se trata con frecuencia de la Castilla rural, ignorada o postergada, cargada de seres desamparados y solos, que te encoge el corazón como un aldabonazo en las conciencias; es la que está presente en El camino, Los santos inocentes, El disputado voto del señor Cayo…

Y sus temáticas se corresponden con las vividas por su generación, la postguerra (Cinco horas con Mario), la miserable situación del campesinado pobre (Los santos inocentes), el éxodo del campo a la ciudad (Las ratas), la transición democrática (El disputado voto del señor Cayo)…

                          Julia Caba Alba y Mercedes Vecino en una escena de El camino (Ana Mariscal, 1963)

Ana Mariscal fue la primera en 1963 en llevar al cine, por encargo, una narración de Delibes, El camino, novela muy leída, pero película maldita que nunca llegó a estrenarse en Madrid y tuvo una malísima distribución. Rodada en el precioso pueblo de Candeleda, con un reparto donde cabe destacar la espléndida actuación de Julia Caba Alba y la primera aparición, todavía niña, de Maribel Martín, actriz que más tarde alcanzaría cierta fama en nuestro cine.

     Monica Randall y Miguel Bosé en Retrato de familia (Giménez Rico, 1976)

Retrato de familia, basada en su novela Mi idolatrado hijo Sisi, sería la segunda y la llevaría a la pantalla en 1976 el cineasta Giménez Rico, su más fiel adaptador, que hasta el momento ha llegado a versionar dos obras más de Delibes, El disputado voto del señor Cayo en 1986, sobre las primeras elecciones democráticas, y en 1997 Las ratas, un cuento relativo a la emigración a la ciudad que dejara los campos sin gentes, dando lugar a eso que hoy algunos llaman la España vaciada.

En 1977 Antonio Mercero, una celebridad ya en el ámbito televisivo pero no tanto en el cinematográfico, adaptó otra de sus novelas, El príncipe destronado, bajo el título La guerra de papá, que gira en torno a la vida cotidiana de un niño desplazado en su protagonismo por el nacimiento de su hermana. En ella nos muestra a través de los ojos del pequeño el mundo de los mayores, donde la guerra que protagonizaron sus padres ha ido quedando lejana hasta parecer un juego. Más que un recuerdo de ese drama el asunto se convierte así en metáfora de la brecha generacional, ésa que separa las formas de ver la vida en función del momento histórico en que a cada uno le ha tocado vivir.

Mercero repetiría de nuevo en 1988 con otra novela de Miguel Delibes, El tesoro.

La sombra del ciprés es alargada, su primera novela, y Diario de un Jubilado son otros dos ejemplos de su narrativa que podemos encontrar adaptados al cine. La primera, realizada por Alcoriza con su mismo título en 1990, aunque correcta, pasó bastante desapercibida. La segunda, dirigida por Betriú en 1998 bajo el título Una pareja perfecta, tampoco logró despegar y resultó una narración algo plana a pesar de contar con una excelente interpretación y por si fuera poco, con un guión del genial Azcona, de quien podría esperarse ese punto ácido e irónico capaz de infundir al relato unos gramos de pimienta que le saquen de su atonía. Pero claro, no es ése el mundo de Delibes

El de Delibes, desde un marcado localismo, es más bien con frecuencia el ámbito inocente y franco de lo rural, poblado de seres imbuidos de verdades fundamentales olvidadas ya en el mundo materialista y moderno de las ciudades. Almas profundas de personajes sencillos arrinconados por el destino; criaturas inocentes, rudos campesinos de una pieza, gentes de oficios rudimentarios, figuras siempre silenciadas en un mundo que los ignora, pero cuyas vivencias cuando te asaltan te llegan directamente al corazón porque sin duda desvelan realidades hondas y complejas de alcance universal.

Será en Los santos inocentes, adaptada al cine por Mario Camus en 1984, donde quizá mejor veamos retratado este mundo de Delibes. De hecho, constituye hasta el momento el gran éxito de sus historias en la pantalla, un drama que supondría para este medio, salvando las distancias, algo así como lo que sus Cinco horas con Mario para el teatro, y que hoy, con la lejanía del tiempo, sigue figurando entre las obras maestras de nuestro cine. Sus personajes, verosímiles, reconocibles, auténticos, respiran en unas historias donde todo es imprescindible porque no sobra nada. Y en esa parquedad los vemos vivir, escuetos y precisos, conmoviéndonos con su reciedumbre. Hombres y paisajes perfectamente compenetrados, resignados con su destino, porque las cosas son como son, y pertrechados de energía interior para soportar la dureza del medio. Frente a ellos, sus favoritos, perfila a sus contrafiguras, seres egoístas y desconsiderados incapaces de empatía o en el mejor de los casos, distantes y ajenos a sus problemáticas. Esta contraposición bien subrayada en la película no resulta maniquea en la novela, que Delibes no es de los que cargan las tintas, su denuncia se limita a poner de manifiesto lo que desfila ante sus ojos, pero con tal fuerza que la dureza de lo real hiere en el alma.


Haciendo balance, media decena de títulos adaptados con diferentes fortunas, entre las décadas de los sesenta a los noventa, Y luego un largo silencio; seguramente su España quede ya algo alejada de la actual, pero su prosa no ha perdido un ápice de su belleza, y el cine, recreándonos su universo, puede seguir sacando estupendas historias de la narrativa de Delibes. Falta sólo que algún cineasta retome de nuevo el empeño y tal vez logre darnos alguna otra perla.

Donde sin duda no parece perder actualidad su prosa es en el teatro, el medio en que más juego ha dado la adaptación de su novelística, no tanto por el número de obras llevadas a las tablas como por la persistencia en la puesta en escena de alguna de ellas, especialmente su monólogo Cinco horas con Mario, que desde 1979 en que se estrenara en el teatro Marquina de Madrid por primera vez, se ha venido reponiendo y manteniéndose en cartel de manera intermitente durante años y años. Y ahí sigue ahora junto con Señora de rojo sobre fondo gris, otro de sus grandes éxitos en teatro, conmoviendo al público.

lunes, 24 de mayo de 2021

Los inicios del cine de gánsteres

Si hablamos de personajes en las películas, hay un amplio abanico de malos malísimos donde elegir, porque intrigan e interesan bastante esos individuos que se mueven siempre en el lado oscuro; tipos viles, terroríficos, malvados, tal vez siniestros, locos furiosos, desalmados… y a este grupo pertenece el gánster, con cuya figura el cine ha compuesto todo un género.

El enemigo público (William Wellman, 1931), Los violentos años veinte (Raoul Walsh, 1939), Hampa dorada (Melvin LeRoy, 1930), Scarface (Howard Hawks, 1932)

Ello ocurría allá por los años treinta del veinte, década de su primera floración, a partir de la cual el modelo va derivando hacia el cine negro, similar en su temática, pero donde las historias dejan de centrarse en la figura del criminal para poner el acento en el detective privado, el policía, la víctima, la incitadora al mal o cualquier otro elemento de las mil caras que el asunto presenta.

Efectivamente éstas que llamamos películas de gánsteres configuran en el cine de sucesos violentos un verdadero patrón al que volverían en los años setenta cineastas como Francis Ford Coppola con títulos tan señeros como El padrino, (The Godfather, 1972, el primero de una saga) para volver a poner de moda el tema del crimen organizado. Y a continuación tantos otros seguirían contándonos historias de mafiosos, muchos con verdadera brillantez como Sergio Leone en Erase una vez América, (Once Upon a Time in America, 1984), Brian de Palma en Los intocables de Elliot Ness, (The Ontouchables, 1987), Martin Scorsese en Uno de los nuestros (Goodfellas, 1990), o Joel Coen en Muerte entre las flores (Miller’s Crossing, 1990)… Todos ellos y unos cuantos más contribuirían a asentar entre nosotros los perfiles del personaje haciendo que nos lo encontráramos en la pantalla con tanta frecuencia que acabaría siéndonos familiar. Así, cuando llegamos a la estupenda serie de Los Soprano (1999-2007), los guionistas han empezado ya a buscar los corazoncitos de sus malos malísimos y a meterse hasta en sus facetas más conmovedoras, sus padecimientos, dolores y pequeñas miserias, como podrían haberlo hecho hurgando en el alma de pacíficos ciudadanos. Y nos llevan, incluso, a asistir a las consultas al psiquiatra que Tony Soprano, el capo de la serie, realiza con regularidad para liberarse de sus depresiones y malestares. Muy lejos han quedado ya las restricciones que el código Hays imponía al tratamiento del tema.

Porque el cine de gánsteres, que vino propiciado con la aplicación de la Ley Seca en Estados Unidos, tuvo que ajustarse como todos los demás a las normas que marcaba el Código Hays, sistema de censura estadounidense que vigilaba estrechamente el tratamiento de los argumentos y que, en el caso que nos ocupa, obligaba a retratar al malo de la película en sus peores perfiles no fuera a ser que generara afanes de emulación entre el público. La ley Seca, promulgada en 1920 y en vigor hasta 1933, trajo consigo una buena cosecha de traficantes de alcohol, porque obviamente la prohibición no acabo con la demanda del producto, sino que abrió un nuevo modelo de negocio para los delincuentes. En torno a lo sucedido con la persecución legal de la distribución de bebidas alcohólicas y las vicisitudes que pasaban los que burlaban esa ley surge todo un filón de sucedidos que contar: su desafío a las normas, sus delitos, sus crímenes, sus rápidos enriquecimientos, tan desmesurados, que hasta llegan los delincuentes a estructurarse como verdaderas organizaciones del crimen… Y así estos dos elementos, la censura y la prohibición, marcarán los perfiles del protagonista de estas historias: el gánster

La figura del gánster pronto aparecerá además en otras cinematografías hasta alcanzar una presencia mundial, pero parece justo asignar al Hollywood de los años treinta la autoría de su creación. Y ello sin perjuicio también de reconocer que existían precedentes del género en algunos títulos del mudo, tanto estadounidense, (Underworld, Joseph von Sternberg, 1927), como europeo, (Dr. Mabuse, Fritz Lang 1922). Pero es en estos años y en este clima de profunda depresión económica en los Estados Unidos cuando y donde aparece ya constituido con sus característicos perfiles el género en cuestión.

Los violentos años veinte (The roaring Twenties, Walsh, 1939)

Y títulos como Hampa dorada (Little Caesar, 1931) de Marvin LeRoy; El enemigo público (The Public Enemy, 1931) de William Wellman;  Scarface (1932) o Los violentos años veinte (The Roaring Twenties, 1939) ambos de Raoul Walsh, son por su originalidad algunos ejemplos destacables entre las muchas películas de esta temática que marcan toda la década y fijan el prototipo del gánster. Paralelamente, actores como Edward G. Robinson, James Cagney, Paul Muni o Georges Raft lo encarnan con tal fuerza y veracidad que se convierten en verdaderos iconos del género.

Todas ellas, las películas, y todos ellos, los intérpretes, nos muestran las vidas de diferentes tipos de rufianes, en sus inicios raterillos o matones, que, desde la más absoluta marginalidad, ascienden a la cumbre del crimen para luego caer de nuevo estrepitosamente, a menudo arrasados por las balas de otros como ellos, de los policías que les persiguen o, en último término, condenados a sufrir los rigores de la justicia. En cualquier caso la muerte violenta, como resumen de lo vivido, es su más frecuente final.

Fotograma de Hampa dorada

Inolvidables los mafiosos cargados de furia que nos ofrece James Cagney en sus diferentes interpretaciones, porque Cagney, excelente bailarín y actor muy versátil, destacó en dramas, comedias y musicales, pero fueron sobre todo sus tipos duros de estas películas sus creaciones más celebradas por el público. Espléndido estaba también Edward. G. Robinson como Rico Bandello en Hampa dorada, una libre adaptación de la historia de Al Capone con la que alcanzó la fama. O Paul Muni encarnando al mismo personaje, el Toni Camente (Capone de nuevo) de Scarface. Pero quizá fue Georges Raft, amigo personal de gánsteres de carne y hueso, el más identificado con estos sujetos muy frecuentes en su filmografía. Hasta se dudaba de si no sería él uno de ellos. Y a propósito de Scarface no está de más recordar lo especialmente perjudicada que fue esta película por el Codigo Hays, que veía en ella glorificaciones de la violencia y obligó a sus realizadores a efectuar importantes modificaciones en el relato, retrasando así en un año su producción. Tras su estreno la censura siguió persiguiéndola, prohibiendo su exhibición en numerosos lugares hasta el punto de que su productor acabó retirándola de las pantallas, a donde no volvería hasta 1970. Y con todo no logró acabar con ella, que el American Film Institute la incluye entre sus 10 mejores películas.



Scarface (Walsh, 1932)

Éstas son sólo algunas, las más valoradas, entre las numerosas obras de este género que emocionaron entonces a los espectadores con sus argumentos de tiros, lujo y glamour. Cierto que quizá asustaban por su violencia, pero también fascinaban en esos derroches de poderío de los que aquellos tipos peligrosos hacían ostentación con su enriquecimiento rápido y su llamativa vida nocturna de smokings y lentejuelas. Y sobre todo atrapaban la atención, entretenían y permitían evadirse de la realidad cotidiana de pobreza en que el crack del año 29 había sumido a la sociedad. Películas que visionadas hoy no han perdido su frescura y siguen interesando como el primer día, a pesar de tantas y tantas como hayamos podido ver de las que vinieron después, repitiendo con frecuencia sus hallazgos.

Sea como fuere, inauguraron un género que, aunque parecía irse apagando en los cuarenta para desaparecer del todo, despertó de nuevo al reaparecer exitosamente en la década de los años setenta. Y ahora, visto en perspectiva, todo parece confirmar que había llegado para quedarse porque de momento tantos años después aquí sigue concitando nuestro interés.