Si hablamos de personajes en las películas, hay un amplio abanico de malos malísimos donde elegir, porque intrigan e interesan bastante esos individuos que se mueven siempre en el lado oscuro; tipos viles, terroríficos, malvados, tal vez siniestros, locos furiosos, desalmados… y a este grupo pertenece el gánster, con cuya figura el cine ha compuesto todo un género.
El enemigo público
(William Wellman, 1931), Los violentos años veinte (Raoul Walsh, 1939), Hampa dorada (Melvin LeRoy, 1930), Scarface (Howard
Hawks, 1932)
Ello ocurría allá por los años treinta del veinte, década de su primera floración, a partir de la cual el modelo va derivando hacia el cine negro, similar en su temática, pero donde las historias dejan de centrarse en la figura del criminal para poner el acento en el detective privado, el policía, la víctima, la incitadora al mal o cualquier otro elemento de las mil caras que el asunto presenta.
Efectivamente
éstas que llamamos películas de gánsteres configuran en el cine de sucesos
violentos un verdadero patrón al que volverían en los años setenta cineastas
como Francis Ford Coppola con títulos tan señeros como El padrino, (The Godfather,
1972, el primero de una saga) para
volver a poner de moda el tema del crimen organizado. Y a continuación tantos
otros seguirían contándonos historias de mafiosos, muchos con verdadera
brillantez como Sergio Leone en Erase una
vez América, (Once Upon a Time in
America, 1984), Brian de Palma en Los
intocables de Elliot Ness, (The
Ontouchables, 1987), Martin Scorsese en Uno
de los nuestros (Goodfellas, 1990),
o Joel Coen en Muerte entre las flores
(Miller’s Crossing, 1990)… Todos
ellos y unos cuantos más contribuirían a asentar entre nosotros los perfiles del
personaje haciendo que nos lo encontráramos en la pantalla con tanta frecuencia
que acabaría siéndonos familiar. Así, cuando llegamos a la estupenda serie de Los Soprano (1999-2007), los guionistas
han empezado ya a buscar los corazoncitos de sus malos malísimos y a meterse
hasta en sus facetas más conmovedoras, sus padecimientos, dolores y pequeñas
miserias, como podrían haberlo hecho hurgando en el alma de pacíficos ciudadanos.
Y nos llevan, incluso, a asistir a las consultas al psiquiatra que Tony
Soprano, el capo de la serie, realiza con regularidad para liberarse de sus
depresiones y malestares. Muy lejos han quedado ya las restricciones que el
código Hays imponía al tratamiento del tema.
Porque el cine de gánsteres, que vino propiciado con la aplicación de la Ley Seca en Estados Unidos, tuvo que ajustarse como todos los demás a las normas que marcaba el Código Hays, sistema de censura estadounidense que vigilaba estrechamente el tratamiento de los argumentos y que, en el caso que nos ocupa, obligaba a retratar al malo de la película en sus peores perfiles no fuera a ser que generara afanes de emulación entre el público. La ley Seca, promulgada en 1920 y en vigor hasta 1933, trajo consigo una buena cosecha de traficantes de alcohol, porque obviamente la prohibición no acabo con la demanda del producto, sino que abrió un nuevo modelo de negocio para los delincuentes. En torno a lo sucedido con la persecución legal de la distribución de bebidas alcohólicas y las vicisitudes que pasaban los que burlaban esa ley surge todo un filón de sucedidos que contar: su desafío a las normas, sus delitos, sus crímenes, sus rápidos enriquecimientos, tan desmesurados, que hasta llegan los delincuentes a estructurarse como verdaderas organizaciones del crimen… Y así estos dos elementos, la censura y la prohibición, marcarán los perfiles del protagonista de estas historias: el gánster
La figura del gánster pronto aparecerá además en otras cinematografías hasta alcanzar una presencia mundial, pero parece justo asignar al Hollywood de los años treinta la autoría de su creación. Y ello sin perjuicio también de reconocer que existían precedentes del género en algunos títulos del mudo, tanto estadounidense, (Underworld, Joseph von Sternberg, 1927), como europeo, (Dr. Mabuse, Fritz Lang 1922). Pero es en estos años y en este clima de profunda depresión económica en los Estados Unidos cuando y donde aparece ya constituido con sus característicos perfiles el género en cuestión.
Los violentos
años veinte (The roaring Twenties, Walsh, 1939)
Y títulos
como Hampa dorada (Little Caesar, 1931) de Marvin LeRoy; El enemigo público (The Public Enemy, 1931) de William Wellman; Scarface
(1932) o Los violentos años veinte (The Roaring
Twenties, 1939)
ambos de Raoul Walsh, son por su originalidad algunos ejemplos destacables
entre las muchas películas de esta temática que marcan toda la década y fijan
el prototipo del gánster. Paralelamente, actores como Edward G. Robinson, James
Cagney, Paul Muni o Georges Raft lo encarnan con tal fuerza y veracidad que se
convierten en verdaderos iconos del género.
Todas
ellas, las películas, y todos ellos, los intérpretes, nos muestran las vidas de
diferentes tipos de rufianes, en sus inicios raterillos o matones, que, desde la
más absoluta marginalidad, ascienden a la cumbre del crimen para luego caer de
nuevo estrepitosamente, a menudo arrasados por las balas de otros como ellos,
de los policías que les persiguen o, en último término, condenados a sufrir los rigores de
la justicia. En cualquier caso la muerte violenta, como resumen de lo vivido,
es su más frecuente final.
Inolvidables los mafiosos cargados de furia que nos ofrece James Cagney en sus diferentes interpretaciones, porque Cagney, excelente bailarín y actor muy versátil, destacó en dramas, comedias y musicales, pero fueron sobre todo sus tipos duros de estas películas sus creaciones más celebradas por el público. Espléndido estaba también Edward. G. Robinson como Rico Bandello en Hampa dorada, una libre adaptación de la historia de Al Capone con la que alcanzó la fama. O Paul Muni encarnando al mismo personaje, el Toni Camente (Capone de nuevo) de Scarface. Pero quizá fue Georges Raft, amigo personal de gánsteres de carne y hueso, el más identificado con estos sujetos muy frecuentes en su filmografía. Hasta se dudaba de si no sería él uno de ellos. Y a propósito de Scarface no está de más recordar lo especialmente perjudicada que fue esta película por el Codigo Hays, que veía en ella glorificaciones de la violencia y obligó a sus realizadores a efectuar importantes modificaciones en el relato, retrasando así en un año su producción. Tras su estreno la censura siguió persiguiéndola, prohibiendo su exhibición en numerosos lugares hasta el punto de que su productor acabó retirándola de las pantallas, a donde no volvería hasta 1970. Y con todo no logró acabar con ella, que el American Film Institute la incluye entre sus 10 mejores películas.
Éstas son
sólo algunas, las más valoradas, entre las numerosas obras de este género que
emocionaron entonces a los espectadores con sus argumentos de tiros, lujo y
glamour. Cierto que quizá asustaban por su violencia, pero también fascinaban
en esos derroches de poderío de los que aquellos tipos peligrosos hacían
ostentación con su enriquecimiento rápido y su llamativa vida nocturna de smokings y lentejuelas. Y sobre todo atrapaban
la atención, entretenían y permitían evadirse de la realidad cotidiana de
pobreza en que el crack del año 29 había sumido a la sociedad. Películas que
visionadas hoy no han perdido su frescura y siguen interesando como el primer
día, a pesar de tantas y tantas como hayamos podido ver de las que vinieron
después, repitiendo con frecuencia sus hallazgos.
Sea
como fuere, inauguraron un género que, aunque parecía irse apagando en los
cuarenta para desaparecer del todo, despertó de nuevo al reaparecer
exitosamente en la década de los años setenta. Y ahora, visto en perspectiva, todo
parece confirmar que había llegado para quedarse porque de momento tantos años
después aquí sigue concitando nuestro interés.
No hay comentarios:
Publicar un comentario