martes, 14 de diciembre de 2021

Un cineasta polaco: Krzysztof Kieślowski (1941-1996)

El cine de la Europa del Este era bastante desconocido en el área occidental hasta bien avanzado el siglo XX. Sólo llegaban a nuestras pantallas algunas películas presentadas en los festivales de Cannes o Venecia. Y ello con cuentagotas. Así tuvimos noticia de cineastas húngaros (Miklos Jacso, Istvan Szabo)), checos (Vera Tchitilova, Jiri Mentzel, Milos Forman), y polacos (Andrzej Wadja) talentosos. Y así se nos reveló en 1988 la figura de Krzystor Kieślowski, cineasta con un historial profesional considerable ya en aquel momento.

 Krzystof Kieslowski
(Su trayectoria)

Había empezado su actividad profesional como documentalista, ahondando en asuntos de actualidad de la sociedad polaca sin disimular en ellos la enorme distancia entre la realidad cotidiana y las verdades oficiales. Y viendo que esto resultaba muy comprometedor para los individuos entrevistados, que a menudo sufrían represalias cuando sus trabajos eran exhibidos, se pasó al cine de ficción. A lo largo de los setenta realiza diferentes películas que no salen de su país: El primer amor (1974), La calma (1976), El azar (1981)…, y, más tarde, una exitosa serie para la televisión polaca, Decálogo. La ampliación de dos episodios de la misma (No matarás y No amarás), enseguida presentados y premiados en diferentes festivales europeos, le situaron de inmediato entre los grandes cineastas del momento. A partir de ahí todo su cine posterior, de producción franco-polaca primero y francesa después, así como aquella serie Decálogo al completo, se exhibirían por toda la Europa Occidental con absoluta rapidez y verdadero éxito.

A principios de los noventa está ya trabajando en una coproducción franco-polaca, La doble vida de Verónica y el resto de sus obras las realizará ya en Francia.

En La doble vida de Verónica nos presenta a dos almas gemelas viviendo en lugares diferentes. No se conocen, pero parecen estar íntimamente ligadas y sus destinos corren paralelos. Este es el planteamiento de una historia contada en tonos líricos y espirituales como queriendo superar las fronteras de espacio y razón en una búsqueda trascendente de amor y felicidad.

Afincado ya su cine definitivamente en Francia, realiza la trilogía de los colores (los de la bandera francesa), escrita dirigida y producida por Kieślowski en su totalidad. Tres colores, Blanco, Azul y Rojo, tres películas independientes y de alguna manera complementarias, que sigue enviando a los certámenes y con las que continúa cosechando premios.

Trilogía de los colores

Blanco, aunque fue nominada al Oscar, despertó menos interés que las otras dos integrantes de la trilogía, tal vez por ser ésta la que contiene menos ingredientes dramáticos. Cuenta la relación de amor y desamor de Karel y su esposa, tocando de soslayo los problemas de los emigrantes, el enriquecimiento mafioso, la crueldad en las relaciones amorosas…

Rojo partía de un documental muy anterior, de donde heredaba su temática en torno a la fraternidad. En ella Valentine, su protagonista, atropella a un perro y se sorprende ante la indiferencia de su dueño, un juez con el corazón endurecido por una mala experiencia, que espía a sus vecinos, y al que la compasión de Valentine, de algún modo fascinada a su vez por la personalidad del juez, le sirve de reactivo y le enamora. Paralelamente en el barrio de Valentine un estudiante de derecho está sufriendo los mismos desengaños amorosos que el juez en sus años mozos. Es en esencia la propia figura, en juventud, del envejecido juez. Un día Valentine sube a un barco para cruzar el canal de la Mancha; el vecino estudiante de derecho, también. El barco naufraga, pero ahí se han cruzado sus destinos.

En Azul penetra más a fondo en la intimidad del personaje: Julie ha perdido hija y esposo en un accidente. Trata sin éxito de suicidarse y se resigna a una vida sin afectos ni ataduras, porque no quiere sufrir más y reprime sus sentimientos y sus deseos para no arriesgarse a un dolor aún mayor. Un día descubre que su marido le era infiel, llora el duelo que no pudo hacer antes y cambia de actitud.


Tres historias que profundizan en las emociones de los seres humanos, en sus contradicciones, en el azar y la libertad que rigen nuestros destinos.

Aunque había adelantado que no pensaba hacer más cine sin duda tenía el proyecto de realizar una nueva trilogía (Paraíso, Purgatorio e Infierno) en torno a La divina comedia de Dante, ya que en su guion trabajaba cuando le sobrevino la muerte.

(Galardones)

A partir de Dekalog, su presencia en los certámenes constituye un constante cosechar de galardones: premiado en Cannes en dos ocasiones (No matarás, 1988;  La doble vida de Verónica, 1991), en Venecia, en otras dos (Dekalog, 1989; Tres colores, Azul, 1990), así como en San Sebastián (No amarás, 1988) y Berlín (Tres colores, Blanco, 1994). Ello demuestra que su obra ha gozado del reconocimiento europeo más unánime. Pero también del aprecio del otro lado del océano: Hollywood (La doble vida de Verónica, Globo de Oro, 1991; Tres colores, Azul, Globo de oro, 1993) y Los Ángeles, (Asociación de Críticos, La doble vida de Verónica, 1991; Tres colores, Azul, 1993) son dos pruebas de ello.

(Su manera de hacer)

Kieślowski concibe el cine como una invitación a reflexionar sobre las cuestiones importantes de la vida desde presupuestos ajenos a moralinas, y cuidadosos con la libertad individual. Cineasta muy personal y profundo, se muestra a un tiempo realista y metafísico, ideológico y emocional. Es el suyo un universo propio y marcadamente original, territorio moral, que no moralista, que sirve de trasfondo a sus historias donde sus personajes, desde el fondo de su alma, se formulan preguntas para las que el director no tiene respuestas. 

Además de la profundidad en el tratamiento de lo narrado, algunas otras constantes se repiten perfilando en pequeñas cosas sus películas, como ese goteo de premoniciones que salpican la trama principal. O los paralelismos sugeridos a veces entre diferentes elementos del relato. O la repetición de una escena, como sucede en la trilogía de los colores donde aparece, en las tres y con mínima variación, la anciana tirando una botella en un contenedor. También juega con frecuencia a que personajes de alguna de sus películas aparezcan en otras de manera casual, como si tratara de recordarnos que hay otras vidas que pueden estar discurriendo a la vez y cruzarse con aquella a la que puntualmente estamos asistiendo. Y estos detalles de alguna manera funcionan como minúsculas complicidades con el espectador que reconoce en ellos algo así como la firma del director.

Su prematura muerte puso pronto fin a esas narraciones intimistas y poéticas que desearíamos que hubiera podido seguido contándonos. De aquello hace ya un cuarto de siglo y aún seguimos añorando esa manera suya, cálida y penetrante, de hurgar en sus personajes y, en fin, echando de menos ese su estilo tan personal de implicarnos en sus historias y hacernos pensar.

 

miércoles, 1 de diciembre de 2021

Chinatown, cine negro de los setenta

Se habían hecho tantas y tan buenas películas de cine negro en la década de los cuarenta y alrededores, que parecía que se hubiese agotado ya ese género y en los años siguientes estaba prácticamente desaparecido de las pantallas. Pero en los setenta algunos títulos como Adios muñeca (Farewell my Lovely, Dock Richard, 1975), La noche se mueve (Night moves, Arthur Penn, 1975) y Chinatown (Roman Polanski, 1974) vuelven a evocar aquellas historias y a traernos de nuevo el tufillo de sus turbios enredos


De entre todas las citadas seguramente la que despierta mayor interés es Chinatown, que mantiene hoy toda su frescura a pesar de que hayan transcurrido ya casi cincuenta años desde que se estrenó.

Su complejo argumento, muy del estilo de Raymond Chandler, no parte de una novela sino de un excelente guion que incluso hoy día sirve de referente en escuelas de cine. Se trata de una bien articulada trama de suficiente peso y complejidad, con personajes sustanciosos y diálogos precisos y contundentes. Su autor, Robert Towne, lograría un Oscar por este trabajo.

Ambientada en los años treinta, el argumento gravita constantemente sobre el personaje principal, Jack Gittes, un detective, tipo inteligente, seductor y más o menos honrado, que Jack Nicholson compone con acierto. No lo tenía fácil porque en la memoria de todos estaba Bogart, pero sale exitoso con su creación de ese individuo de gestos contundentes que mete las narices en lo más turbio y, como buen misógino, desconfía de la chica, excelente figura de mujer fatal, que borda Faye Dunaway con su mirada de ojos tristes. Por cierto que su nariz, la del detective fisgón, se la rajaría el director -también actor en este caso-, convertido en enano malvado en una violenta escena de gran impacto que dejaría al personaje señalado a lo largo de casi toda la cinta, ya que aquí el protagonista acusa los golpes de verdad. De verdad en la ficción, claro, aunque corriera insistentemente la leyenda de que así había sucedido en realidad.

Soberbio también está el villano y padre de la chica, que concentra en su estampa todo el poder corruptor del mal. Lo interpreta admirablemente John Huston, que no quiso sin embargo dirigir el film. Su sola presencia, siendo uno de los creadores del género (¡¡inolvidable su Halcón maltés!!) subraya de algún modo el tipo de cine que estamos viendo. Huston, por otra parte volvería a reincidir en el cine negro, que no otra cosa será también su penúltima película, la extraordinaria El honor de los Prizzi (Prizzi’s Honor), realizada en 1985, con el propio Nicholson de protagonista.

Volviendo a Chinatown, la trama se sitúa en los años treinta y en la ciudad de Los Ángeles, vista ésta desde una óptica amenazadora de ciudad árida, violenta y corrompida. Luz a raudales en pleno desierto y casas fastuosas, las de los poderosos, en las que nos adentramos de la mano de Gittes. De trasfondo, un caso de corrupción basado en un suceso real: el colapso de la presa de San Francisco que acabó con la vida de centenares de personas el 12 de marzo de 1928. Y también de trasfondo, las ocultas vivencias de pesadilla que en su día devastaron a nuestro detective, aparente agua pasada que sin embargo rebrotará al final de la trama en el barrio que da título a la película; ese barrio retratado como algo sombrío en el momento más sombrío de la historia, cuando alguien parece querer consolarle con el simple comentario de “Olvídalo, Jake, es Chinatown”, como si eso lo explicara todo, y es que está desvelando la otra historia no contada, la que hizo cambiar de vida a nuestro Gittes, la que aún le duele.



Situándonos en el principio, el punto de partida del relato es la visita al detective de la supuesta esposa de Hollys  Mulwray, el ingeniero de la compañía de aguas de la ciudad, que requiere sus servicios porque sospecha que éste le es infiel. Días después cuando Gittes ya sabe que aquella tipa le ha tomado el pelo, la verdadera esposa de Mulwray, una enigmática mujer que acabará enamorándolo, se deja caer también por su oficina. Asesinado poco después el ingeniero, dos diferentes clientes le contratan para investigar el caso y a partir de ahí irán saliendo a la luz escándalos económicos, familiares y todo un perturbador enredo de corrupciones y secretos.

Película muy cuidada en sus distintos aspectos: guion, fotografía, fondo musical; vestuario, ambientación, estupendo tempo narrativo… cada uno de los elementos funciona en ella a la perfección Y seguramente se realizó además sin reparar gastos, a juzgar por la larga duración del metraje y la multiplicidad de fondos utilizados en el rodaje.

La puesta en escena, de marcado acento clásico, planos muy largos y secuencias muy realistas, acentúa su parentesco con aquellas películas de los años cuarenta. Y en esta misma dirección funciona también ese a modo de juego de cajas chinas de donde parecen ir saliendo las nuevas revelaciones que sorprenden y complican la trama conforme la película avanza. O el recurso a situaciones prototipo, como las bofetadas que el detective propina a la chica, mujer fatal que siempre miente, menos precisamente en aquella ocasión. Bofetadas que, en esa búsqueda de verismo, esta vez, según dicen, sí fueron reales, a petición de Faye Dunaway, y que resultaron perfectas en una primera toma. O el inconfundible aroma de romanticismo y sino fatal que desprende toda la historia.

Pero, aun respetando los cánones del género, Polanski hizo algo mucho más personal de lo que se ve a simple vista. Es verdad que en Chinatown se presienten otras películas, como si flotaran en el ambiente historias ya conocidas, y vemos también paralelismos con anteriores personajes o situaciones, pero nunca se limita el director a jugar con las constantes del género, sino que las interpreta a su manera: va al asunto directamente, sin esa acostumbrada voz en off que nos ponga sobre aviso, hace en ocasiones sutiles anticipaciones, nunca da pistas falsas, y consigue siempre una más fuerte sensación de realidad. Y por acentuar esa impresión de verdad hasta llega a modificar el guion para darle a la historia un final más amargo. En definitiva, Roman Polanski acaba realizando con Chinatown una obra diferente, espléndida y que hoy constituye sin duda una película de culto.