lunes, 4 de abril de 2011

La destrucción o el amor

La capacidad destructora del amor constituye un tema recurrente en el cine y la literatura. Asunto sugerente y jugoso, parece estimulante abordarlo a través de películas que muestren cómo el amor o más bien el desamor puede destruir a un ser humano. Hay un par de figuras maltratadas por el amor pero bien tratadas por el cine interesantes de enfocar, Charles Swann y Adele Hugo, que vivieron, cada uno a su manera, experiencias devastadoras.


Charles Swann es el personaje central del primer volumen de En busca del tiempo perdido, que Marcel Proust publicara en 1913 con el título de Du coté de chez Swann y Volker Schlöndorff recreara para el cine, en 1983, como Un amor de Swann. La película contó con un ramillete de buenos actores: Jeremy Irons, reencarnando cabalmente al personaje principal; Alain Delon, soberbio como el libertino barón de Charlus; Fanny Ardant, que borda a la distante y distinguida duquesa de Guermantes; e, incluso, Ornella Muti, quien también acierta en su interpretación de una Odette de Crécy, rebosante de sensualidad.


Swann se nos presenta, en novela y en película, como un perfecto caballero, culto, refinado, exquisito, elegante y mundano de la belle époque francesa. No es un aristócrata, aunque es recibido en todos los salones del faubourg Saint Germain, y sus juicios estéticos son ley en ese ambiente elitista, lo que lleva muy a gala. Sin embargo, su condición de judío en un entorno antisemita juega en su contra, sobre todo cuando toma partido en el caso Dreyfus frente a la opinión de esa sociedad bienpensante que él tanto valora. 

Será aún más grave su situación cuando además se enamore perdidamente de Odette de Crécy, una cortesana insustancial y frívola, en cuyas manos Swann se convierte en juguete del destino. Esta pasión dominadora le llevará al declinar de su estrella en ese círculo cerrado de encopetadas damas y pundonorosos caballeros que él tanto estima. Y cuando la despose, disminuido por ese matrimonio desigual, saboreará las hieles del rechazo de ese "gran mundo", tan exclusivo y excluyente. Entonces, mortificado, arrastrará su existir, paladeando sorbo a sorbo la amargura de la humillación y el destierro de su paraíso. 

Pero aún es mayor el estrago que en él causan los celos, pues desvanecida la breve ilusión del goce que el amor de Odette le hace sentir, su pasión por esta cocotte, que le maneja a su antojo, le desvelará toda su capacidad para el sufrimiento, que apura casi con delectación. Y ya no habrá un momento de paz en su vida, desgarrada en las manos de esa insulsa pero lista mujer que le degrada y le trata sin miramientos. Lenta y dolorosamente se irá oscureciendo su vivir, deslucida su imagen en los ambientes mediocres de Odette y sus amigos, esos Verdurin, ricos y mundanos a la vez que toscos y pretenciosos. Ella sobre todo, Madame Verdurin, petulante y maligna, complaciente protectora de Odette y sonriente cómplice de sus engaños, que tiraniza a quienes frecuentan sus salones y parece tolerar apenas la presencia de Swann, bajo una necia sombra de burla y desprecio.

Cuando avancemos en la lectura de la obra completa, veremos hasta qué punto no es casual que la novela se abra con la evocación de este personaje, al que Proust conociera en su niñez, porque el doloroso tormento de los celos que sufre Swann corre paralelo al que nos confesará el autor haber experimentado a causa de Albertine, en el volumen que casi la cierra. Pero esto nos llevaría por otros derroteros. 

La película de Schlöndorff, aunque espléndida, queda a años luz de la obra literaria, un clásico de obligadísima lectura, al que además hay que acudir sin prisas, entregados en el tiempo y la voluntad, para que su atmósfera nos envuelva, filtrándose en nuestras venas hasta que un día somos conscientes de haber interiorizado su mundo; que Swann, Odette, los Verdurín, los Guermantes... van a seguir caminando con nosotros, porque ya no pueden abandonarnos, que si sólo se nos ha permitido asomarnos a sus vidas, ellos en cambio se nos han metido dentro por derecho. 
 

 El segundo personaje a describir, Adèle Hugo, tampoco es un ente de ficción, éste mucho menos; es un ser de carne y hueso. Su historia ha trascendido por las confesiones que la propia Adèle vuelca en su diario y que Truffaut recreó en una magnífica película en 1975. Se trata de la hija de Victor Hugo; su padre es tan famoso que no hay personaje en Francia que le iguale. Tiene una hermana brillante, sensible, prometedora; la favorita en casa, que muere ahogada, dejando un trágico vacío en el alma familiar.

Ella es la otra, indócil, excéntrica, casi absurda figura, que sus progenitores a duras penas toleran. Un episodio amoroso con un oficial inglés, el teniente Pinson, condicionará su vida. El militar es destinado a Halifax, Nueva Escocia, y ella, cual romántico personaje de las obras de su padre, le seguirá, ciega, hasta allí. Su familia no se opone y financia su viaje, tal vez porque cree o quiere creer que al llegar va a contraer matrimonio tal como ella ha asegurado. Pero hay un pequeño detalle con el que no contábamos, lo que para Adèle es el gran amor de su vida, su razón de existir, para el oficial es una aventura sin más trascendencia, e incluso enseguida, enfadosa.  
 
 

 Adèle, heroína de novela romántica, está dispuesta a seguirle al fin del mundo; él, ya la ha olvidado cuando llega a destino. A partir de ahí su vida será un calvario. Tampoco el teniente Pinson se encuentra cómodo con la insólita persecución a que se ve sometido; la rechaza una y otra vez, la ignora, escapa como puede a sus requerimientos, pero su sólo estar obstaculiza el libre desarrollo de su vida. Cambia de destino, tratando de alejarse de su persecutoria presencia, pero Adèle no ceja, sin duda irá tras él, ahora a las Barbados. Los años pasan; sus pretensiones no avanzan, pero no concibe su existir de otro modo que no sea correr tras su oficial hasta rendirlo. Está desesperada. Él no la acepta y sigue con su vida, alejándose cada vez más, si no en el espacio al menos emocionalmente. 

La razón de Adèle se va deteriorando. Por su parte, la familia ha perdido ya su pista, o tal vez prefiere ignorar las vicisitudes de esta hija estrafalaria. En cualquier caso llega un momento en que un alma piadosa, compadecida del deterioro mental y físico que ella va manifestando, escribe a los Hugo e inmediatamente la regresan a Francia. Adèle es internada en un manicomio. Morirá muchas décadas después, en 1915 en París, a la edad de 85 años. 

Angustia el aislamiento y el desamparo de Adèle, niña bien a quien la vida parecía reservar un destino fácil, sumergida en semejante infortunio. El relato que de sus amarguras hace esta mujer en su diario, es lo que recrea la película de Truffaut, La historia de Adèle H., estrenada en 1975. Truffaut lo refleja tan sin concesiones que asusta su desmesura. E Isabel Adjani, encarnando al personaje de Adèle, implica sabiamente al espectador en la historia, haciéndole sufrir con su infelicidad y conmoviéndole. La cámara persigue a esta perseguidora, imagen de la desolación, sumergida en su radical soledad, ajena a ese mundo lleno de exotismo que la rodea, incapaz como es de percibir realidades, ciega a todo lo que no sea alcanzar ese paraíso imposible de sus sueños. 

Es una película hermosa, trágica, extremada. Desde la sentimentalidad de hoy puede incluso parecer exagerada; algunos quizá, molestos, responden con risas ante la estampa absurda y sorprendente de Adèle, su descabellada tenacidad, su infortunio, tan rotundo, tan increíble; no nos engañemos, es el miedo que produce semejante desventura. Porque Truffaut recrea sus avatares sin ahorrar emociones, mostrando descarnadamente a esa mujer en toda su perturbación; sola en el mundo, en tierra extraña, aferrada a una mentira, dominada par su obsesión. Su familia, o le ha perdido la pista o respira aliviada, desentendida de sus cuitas; descargada de la tozudez de este ser indómito, tan ajeno a las conveniencias y tan tenaz. Bien es verdad, que después de tantos rechazos llegará un momento en que olvide hasta su razón de existir. Y entonces vagará por la calles, cruzándose con el objeto de su amor, sin siquiera reconocerle... Se ha desentendido ya hasta de sí misma, es tan solo una figura patética, caminando sin rumbo; lo que daba sentido a su existir se ha desvanecido.

Dos vidas destrozadas las de Swann y Adèle. Swann, que parecía prometer éxitos y brillo social, se irá apagando entre engaños, hundiéndose cada vez más en el gozo masoquista del sufrimiento y oscureciéndose en ese ámbito familiar cada vez más ajeno y estrecho. Adèle, heroína romántica persiguiendo el amor más allá de la vida, frente a todo y frente a todos, irá enajenándose hasta perderse en la locura y la sinrazón. Dos formas entre tantas de destrucción: el tormento de los celos en Swann; en Adèle, el desgarro del desamor.