1951. Una noticia en la prensa
conmociona a la sociedad occidental, y muy particularmente a los británicos: Dos altos
cargos de la clase dirigente del Reino Unido, Donald McLean y Guy Burguess, dos
diplomáticos con destino en Estados Unidos, han desertado de sus puestos y
pedido refugio en la Unión Soviética.
Alan Bates como Guy Burgess en An Englishman Abroad |
Insólito. La
sociedad británica no salía de su asombro, pero la noticia no dejaba lugar a
dudas y en la atmósfera de guerra fría que permeaba todas la capas y estratos
sociales del llamado mundo libre esto era una enormidad todavía mayor que la
traición a la patria, ya de por sí monstruosa; era una bofetada a todo un estilo de vida, el de la Europa occidental y la
América anglosajona.
Tras las primeras
investigaciones enseguida quedó claro cómo había estallado el escándalo: las indagaciones
que se estaban llevando a cabo en el proyecto Venona, una colaboración secreta
de las agencias inglesa y americana de espionaje en la descodificación de
documentos cifrados, estaban casi a punto de desenmascarar a Donald McLean, y éste,
avisado a tiempo, se dio a la fuga junto a Guy Burguess.
La huida de Guy Burgess,
en estrecha colaboración hasta entonces con Kim Philby, con quien vivía en
pareja, colocaba también a éste bajo sospecha. Y Philby ocupaba nada menos que el cargo de Jefe
de la Sección Antisoviética en esa red de espionaje de la postguerra. ¿Sería
Philby el verdadero tercer hombre?...
Dos años antes, en
1949, se había estrenado con gran éxito la película de Carol Reed El tercer hombre, sobre un guión de Graham Greene, antiguo agente secreto y
amigo personal de Philby. Graham Greene no puede eludir la pregunta con que le van a acosar los periodistas, y aunque él siempre negará, a la postre muchos dudaron de si
no habría abandonado su oficio para no tener que delatar a su amigo, de quien seguramente
tendría sobrados motivos para sospechar.
En cualquier caso
y aunque todo le acuse, no aparecen pruebas convincentes en aquellos momentos.
Ni tampoco un año después, cuando caiga John Cairncross, también amigo personal
del trío desde su época de estudiantes en Cambridge. Kim Philby, que hábilmente
ha conseguido mantener la confianza de sus jefes, logra capear el temporal y sostenerse
en la cuerda floja durante once años más, hasta 1962.
Estaba entonces
destinado en Beirut y, después de un primer interrogatorio porque habían aparecido
nuevas pruebas que ahora sí le incriminaban, se daría a la fuga, huyendo probablemente
a Odesa en un buque ruso.
Nuevo escándalo:
el Foreign Office tiene que profundizar en ese grupo de agentes enrolados tanto
tiempo atrás cuando eran recientes sus lazos de amistad, y, encuentra un quinto
sospechoso, Anthony Blunt, en aquel momento experto crítico de arte, que había
abandonado hacía años el servicio secreto y ya no estaba en activo, pero del
que no quedaba claro ni cuándo ni hasta qué punto se había desvinculado
totalmente de estas actividades. Y para colmo llevaba casi dos décadas ocupando
el cargo de asesor artístico nada menos que de la reina, y estaba en posesión
del título de Sir desde 1956.
El espionaje
británico no sabe ya por dónde tirar. Su prestigio, más que tocado, va a quedar
bajo mínimos cuando se haga pública la condición de espía de Sir Anthony Blunt,
ese tipo exquisito tan cercano a la cúpula del poder político de su país. Se
establece entonces que no hay pruebas suficientes que demuestren su deslealtad y,
para bien de todos, se sella un pacto de silencio. El asunto se tapará hasta
1979 en que Margaret Thatcher, contraria a semejante componenda, desmienta la
inexistencia de pruebas, revele que es más, que él mismo confesó su culpa, y lo destituya
de su cargo de conservador de la Pinacoteca Real, cargo que desempeñaba desde
1945. La reina por su parte le retira el título de sir.
Sorprendente, sí,
pero irrefutable; estos amigos, conocidos después como Los cinco de Cambridge, fueron los responsables de una de las
mayores redes de espionaje del siglo XX.
Nos cuenta cómo
acaecieron estos hechos una muy exitosa y premiada serie inglesa de la BBC: Cambride Spies, (Los cinco de Cambridge, 2003),
escrita por Peter Moffat y dirigida por Tim Fywell.
Sobre la figura
de Kim Philby, la más tratada, la BBC había emitido en 1971, Traitor (Traidor), un film también muy
premiado de Alan Bridges. En 1977 aparecía
Philby, Burgess y Maclean, de Gordon Fleming; en 1983 y en 2004, el
film A different loyalty, (Tercera
identidad), de Marck Kanievska, protagonizado
por Sharon Stone y Rupert Everett.
Sobre la juventud
de Guy Burguess había alcanzado ya veinte años antes un gran éxito Another country, (1984), también dirigida
por Marck Kanievska y protagonizada por dos jovencísimos Rupert Everett y Colin
Firth.
Allan Benett, que
se ha ocupado de estos individuos en distintas ocasiones, realizó para la BBC
un retrató sobrio y desesperanzado de
Burgess en Moscú en su soberbia An
Englishman Abroad, interpretada magistralmente por Alan Bates.
Y sobre Blunt,
también para la BBC y también Allan Benett, dirigió en 1991 A question of Attribution, que repasaba la vida de Blunt como
guardián de las pinturas de la reina.
Hay además otro drama para televisión, que arrasó en el Reino Unido, Blunt, el cuarto hombre, con Anthony Hopkins como Guy
Burgess y Ian Richardson como Anthony Blunt.
Por su parte, las
películas basadas en novelas de John le Carré nos ayudan asimismo a entender esta
historia, porque aunque no lo traten de una manera declarada, sí nos consta que
Le Carré, espía como Greene, también como él había conocido a Kim Philby. De
hecho su novela Tinker
Tailor Soldier Spy, llevada a la pantalla en 2011 por Tomas Alfredson y titulada en España El topo, hace aflorar en su protagonista perfiles que retratan a este espía real. Pero sobre todo las novelas de Le Carré, como las de Greene, nos
desvelan ese mundo en que se mueven estos agentes infiltrados por escenarios
donde nunca está claro quién es quién y donde cualquiera puede ser otro, personajes
que, si no sirven para entender sus motivaciones, sí sugieren al menos su complejidad psicológica.
Y a vueltas con
sus motivaciones, ¿por qué estos niños bien, en la cima de la pirámide y
teniéndolo todo, tratan de destruir ese mundo que a ellos precisamente,
miembros de la clase dominante, les dispensa un trato tan de favor? ¿Es que no
era como destruirse a sí mismos?...
Para tratar de comprenderlas
hay que ponerse en su piel en aquellos años treinta de su juventud estudiantil. El
crack de la bolsa de Nueva York en 1929 había dado al traste con la economía
mundial y acabado también con el equilibrio político y social de Occidente.
En Europa y por tanto en Gran Bretaña,
la sociedad está sufriendo una crisis económica brutal, y, agravados y potenciados
por la crisis, unos procesos de cambio que los políticos no están sabiendo
afrontar.
Ellos son jóvenes
con fuerte espíritu crítico y enemigos de esa sociedad gazmoña y débil, rígida
en las costumbres e ineficaz en lo político para dar respuesta a todo lo que
está pasando. Están asistiendo al auge vertiginoso de los fascismos en Italia,
en Alemania, en España… y sus gobiernos miran para otro lado sin resolverse a
enfrentarlo. Sólo la Unión Soviética parece plantar cara a esta amenaza. Estos
jóvenes se indignan con sus políticos ineptos, incapaces de reaccionar ante el
peligro, pero también con esas normas sociales, severas y trasnochadas, que
tiranizan la vida sexual de los individuos con convencionalismos estúpidos. Y
parece que en este aspecto en el partido comunista de entonces también se goza
de más libertades. O al menos esa es su percepción cuando participan en Viena
de unos encuentros con asociaciones comunistas. Este será otro punto a favor,
no sólo para los homosexuales del grupo, asfixiados en una sociedad que
considera delito su opción sexual, sino para todos ellos, absolutamente hostiles
al envarado puritanismo inglés.
Por otro lado la
imagen que proyecta entonces la Rusia de Stalin, la única en ayudar a la República
Española a luchar contra la agresión que está sufriendo, fortalece aún más su
convencimiento de que allí y solo allí se está dando un movimiento activo en
defensa de la democracia. De hecho más de uno vendrá a España como corresponsal
de guerra, Blunt por ejemplo. Y Philby también, éste al parecer enviado por los
rusos con la misión de asesinar a Franco, proyecto abandonado luego por Stalin,
pero que a él le trajo a nuestra guerra bajo el disfraz de cronista a favor del
bando rebelde y, paradojas del destino, aquí fue distinguido con una medalla
que el propio Franco le impuso. Pero esta es otra historia.
A Philby le
habíamos dejado en Odessa en 1962. Sin duda él esperaba un gran recibimiento en
la Unión Soviética y desde luego fue acogido con honores, pero muy por debajo
de sus expectativas. Creía que le concederían rango oficial de la KGB, y sin
embargo las autoridades soviéticas ni lo han considerado. En realidad nunca se
habían fiado demasiado de estos británicos, motivo por el cual nunca sacaron
todo el partido que sus talentos prometían. Le aseguraron sí, un pasar, bastante
gris y tampoco demasiado confortable. Es
de suponer que se sentiría muy defraudado tanto en lo personal como en cuanto a
la realidad soviética, muy por debajo sin duda de la soñada. Parece que los
primeros años en su nuevo hogar fueron duros y difíciles, aunque más adelante
lograra recomponer su figura y al morir en 1988 fuera enterrado con todos los
honores por el gobierno ruso, más dispuesto ya a reconocer los servicios que este
ciudadano había prestado a la Unión Soviética.
Su amigo Guy
Burgess jamás aprendería ruso, seguiría encargando su ropa a su sastre inglés
de Savile Road, se mantendría apegado a sus gustos británicos e iría
incrementando su dependencia del alcohol. Moriría a los 52 años, sin llegar a
adaptarse a su nueva vida.
Donald Maclean
por el contrario se convirtió en un respetado ciudadano soviético hasta 1983 en
que murió.
Anthony Blunt,
que al quedar en evidencia se retiró discretamente de la vida social, pasó sus
últimos años oscurecido, muriendo de infarto en 1985, todavía en posesión de
dos honrosas distinciones del gobierno del Reino Unido: Caballero Comendador de la Real Orden Victoriana y
Comendador de la Legión de Honor.
Y por último John
Cairncross, que jamás confesaría su condición de espía doble, murió en el Reino
Unido en 1995.
Desde aquellos
primeros años treinta en que se fueron enrolando como espías lo arriesgaron
todo. Al principio seguramente en total armonía con sus ideales, pero cuando,
todavía en los años de la guerra, los líderes occidentales empezaron a mirar
con desconfianza a su aliado soviético, y, sobre todo, cuando el estallido en
la inmediata postguerra de la llamada guerra fría agravó aún más el significado
de sus acciones, la presión de llevar una doble vida tuvo que resultar
tremendamente insoportable y más conociendo la gravedad del castigo que
sus actos podrían acarrearles, pero sin duda, quisieran o no, era ya tarde para
volverse a atrás.
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