La misoginia ha proporcionado a la literatura y al cine unos estupendos tipos de mujer malvada, casi siempre coprotagonista del relato, que ejerce irresistible fascinación sobre sus víctimas y sobre todos los lectores o espectadores.
Cruella de Vil en 101 dálmatas
Pérfidas que no se detienen ante nada, capaces de las mayores tropelías. Y sus dianas en general son individuos nobles y atractivos, valientes y habilidosos que caen en sus garras sin poder evitarlo y acaban convertidos en juguetes rotos o peor si finalmente no logran sustraerse a su influjo. O sea, unas verdaderas brujas, como Cruella de Vil, como Maléfica.
No hay que olvidar que también las había en papeles secundarios, no especialmente guapas y
que destilaban veneno contra la chica
buena como la Emma de Mercedes McCambridge
en Johnny Guitar (Nicholas Ray, 1953) o
la terrorífica ama de llaves de Rebecca
(Hitchcock, 1949), que adquirían verdadero resalte en la trama, con frecuencia empalideciendo a la actriz principal. O alguna hipocritona ambiciosa que
escondía sus verdaderas intenciones bajo aparente devoción hacia su rival, como
la creada por Anne Baxter en Eva al
desnudo (All About Eve,
Mankiewicz, 1950). Y a veces también, pero pocas, la mala de película era una
madre feroz que ejercía su influjo devastador sobre el hijo, un
desalmado grotescamente sometido a su dominio (Al rojo vivo, White Heat,
Raoul Walsh 1949).
Pero en general ellas eran jóvenes, guapas y protagonistas, como Gene Tierney en Que el cielo la juzgue, (Leave Her to Heaven, John M. Sthal, 1945), Linda Darnell en Ángel o diablo (Fallen Angel, Preminger, 1945), Gloria Grahame en Deseos Humanos (Human Desire, Fritz Lang, 1954) o Jean Simmons en Cara de ángel (Angel Face, Otto Preminger, 1952). Y ellos, pobres tipos enredados en sus intrigas.
Escenas de Forajidos, Niágara, La dama de Shanghai, Que el cielo la juzgue, Retorno al pasado, Cara de ángel, El cartero siempre llama dos veces, Desvío
El cine negro es el que más y mejor ha trabajado ese perfil femenino tirando de obras que ya rezumaban misoginia, como las novelas de James McCain, donde la mujer era siempre un mal bicho, tal como sucedía en El cartero siempre llama dos veces, versionada sucesivamente por Visconti (1943), Tay Gardner (1946) y Bob Rafelson (1981). O en Pacto de sangre, adaptada por Billy Wilder bajo el título Double indemnity, (Perdición) en 1944. Otras películas excepcionales como La carta (The Letter, William Wyler, 1940), Perversidad (Scarlet Street, Fritz Lang, 1945) o El extraño amor de Marta Ivers (The Strange Love of Martha Ivers, Milestone, 1946) parten también de relatos que nos ofrecen igualmente una variada gama de mujeres sin escrúpulos, falsas y manipuladoras.
Y luego están aquellas chicas del gánster, algunas sólo muñecas bonitas como la Jean Harlow de El enemigo público (The public Enemy, William Wellmann, 1931) o la Marilyn de La jungla del asfalto (The Asphalt Jungle, Huston, 1950); otras más complejas como la Ava Gardner de Forajidos, (The Killers, Robert Siodmak, 1946) y otras que resultan ser tan malvadas o más que sus parejas, como la que encarna Peggy Cummins en El demonio de las armas, (Deadly Is the Female, Lewis, 1950) o la Bonnie de Faye Dunaway en Bonnie and Clyde (Arthur Penn, 1967)… todas tentadoras y muy capaces de poner al protagonista, si no lo está ya, al borde del abismo y del crimen.
Estupendas
femmes fatales viven en tantas
películas magníficas, seres como la que nos ofrece Ann Savage en Desvío (Detour, Ullmer, 1945), hosca y mal encarada; la que recrea Jane
Greer en Retorno al pasado (Out of the Past, Tourneur, 1947), las que encarnan Rita Hayworth en La dama de Shanghai, (The Lady from Shanghai, Orson Welles,
1947), o Marilyn Monroe en Niagara
(Henry Hathaway, 1953), ambiciosas y crueles todas. Son personajes que se
abandonarían en un rincón durante décadas para volver después, aggiornadas y con cuentagotas, pero con el mismo marchamo de chicas
peligrosas, como las que compondrían Faye Dunaway en Chinatown (Polanski, 1974), Kathleen Turner
en Fuego en el cuerpo (Body Heat, Kasdan, 1981), Linda
Fiorentino en La última seducción (Dahl,
1994) o Kim Bassinger en L.A.
Confidential (Curtis Hanson, 1997) para que volviéramos a gozar de esas
malas estupendas, mujeres misteriosas y perversas, hipócritas y calculadoras, frías y traidoras,
que tanto color y emoción le daban a aquellas historias, dominando la narración
en un género pensado para el lucimiento de los varones. Y allí se colaban ellas
dando la vuelta al relato y recordando a los hombres que la chica no siempre es
mansa y amoldable a sus deseos, un dulce ser pasivo puesto ahí para querer y
cuidar con devoción de su dueño, como marcaba el ideal de mujer al uso; hay que
estar alerta, porque puede que esconda otras intenciones.
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