martes, 1 de diciembre de 2020

Malas de película

La misoginia ha proporcionado a la literatura y al cine unos estupendos tipos de mujer malvada, casi siempre coprotagonista del relato, que ejerce irresistible fascinación sobre sus víctimas y sobre todos los lectores o espectadores. 

                                                              Cruella de Vil en 101 dálmatas

Pérfidas que no se detienen ante nada, capaces de las mayores tropelías. Y sus dianas en general son individuos nobles y atractivos, valientes y habilidosos que caen en sus garras sin poder evitarlo y acaban convertidos en juguetes rotos o peor si finalmente no logran sustraerse a su influjoO sea, unas verdaderas brujas, como Cruella de Vil, como Maléfica.

Pero estas chicas resultan más carnales, desprenden vida, deseos, ambición y una fuerte determinación para lograr sus objetivos. Cierto que este perfil resulta hoy algo desfasado así que para disfrutar de su atractivo conviene remontarse a tiempos pasados.

Buscando sus orígenes encontramos ya su imagen hecha mito en la novela de Pierre Loüys La mujer y el pelele (La femme et le patin), publicada en 1898. Y en cine en El ángel azul (Der blaue Engel, 1930), película de Josef Von Sternberg, sobre la novela de Heinrich Mann El profesor Unrat, (1905) con prototipos semejantes a la anterior. Marlene Dietrich interpretando allí a la seductora Lola Lola, inició con este personaje todo un rosario de vampiresas encarnadas tanto por ella misma como por la Garbo y otras bellezas del momento, que se paseaban por la pantalla dejando cierto perfume de peligro, aviso para valientes en todo tipo de aventuras.

Pero quizá es en el cine de los años cuarenta y cincuenta, producto de una sociedad donde la superioridad del hombre frente a la mujer era moneda corriente y no discutida, en el que encontramos más ejemplos y mejor acabados de este espécimen transgresor que desmiente el ideal de mujer de la sociedad del momento, seres adorables que había que respetar, proteger y venerar: la madre, la novia, la hermana, la amiga… entes casi angelicales y consecuentemente nunca o casi nunca percibidos como si se tratara de un igual. Claro que en ese jardín de bella perfección a veces se colaba la mala hierba, esa con la que el cine componía perfiles tan jugosos de mujeres nada dóciles.

Recordemos a algunas malas de película: por cierto, a menudo determinantes en la historia, casi siempre bellísimas y siempre dispuestas a manipular a los hombres a su antojo

No hay que olvidar que también las había en papeles secundarios, no especialmente guapas y que destilaban veneno contra la chica buena como la Emma de Mercedes McCambridge en Johnny Guitar (Nicholas Ray, 1953) o la terrorífica ama de llaves de Rebecca (Hitchcock, 1949), que adquirían verdadero resalte en la trama, con frecuencia empalideciendo a la actriz principal. O alguna hipocritona ambiciosa que escondía sus verdaderas intenciones bajo aparente devoción hacia su rival, como la creada por Anne Baxter en Eva al desnudo (All About Eve, Mankiewicz, 1950). Y a veces también, pero pocas, la mala de película era una madre feroz que ejercía su influjo devastador sobre el hijo, un desalmado grotescamente sometido a su dominio (Al rojo vivo, White Heat, Raoul Walsh 1949).

Pero en general ellas eran jóvenes, guapas y protagonistas, como Gene Tierney en Que el cielo la juzgue, (Leave Her to Heaven, John M. Sthal, 1945), Linda Darnell en Ángel o diablo (Fallen Angel, Preminger, 1945), Gloria Grahame en Deseos Humanos (Human Desire, Fritz Lang, 1954) o Jean Simmons en Cara de ángel (Angel Face, Otto Preminger, 1952). Y ellos, pobres tipos enredados en sus intrigas.

Escenas de Forajidos, Niágara, La dama de Shanghai, Que el cielo la juzgue, Retorno al pasadoCara de ángel, El cartero siempre llama dos veces, Desvío

El cine negro es el que más y mejor ha trabajado ese perfil femenino tirando de obras que ya rezumaban misoginia, como las novelas de James McCain, donde la mujer era siempre un mal bicho, tal como sucedía en El cartero siempre llama dos veces, versionada sucesivamente por Visconti (1943), Tay Gardner (1946) y Bob Rafelson (1981). O en Pacto de sangre, adaptada por Billy Wilder bajo el título Double indemnity, (Perdición) en 1944. Otras películas excepcionales como La carta (The Letter, William Wyler, 1940),  Perversidad (Scarlet Street, Fritz Lang, 1945) o  El extraño amor de Marta Ivers (The Strange Love of Martha Ivers, Milestone, 1946)  parten también de relatos que nos ofrecen igualmente una variada gama de mujeres sin escrúpulos, falsas y manipuladoras.

Escenas de La jungla del asfalto, El extraño amor de Marta Evers, Los sobornados

Y luego están aquellas chicas del gánster, algunas sólo muñecas bonitas como la Jean Harlow de El enemigo público (The public Enemy, William Wellmann, 1931) o la Marilyn de La jungla del asfalto (The Asphalt Jungle, Huston, 1950); otras más complejas como la Ava Gardner de Forajidos, (The Killers, Robert Siodmak, 1946) y otras que resultan ser tan malvadas o más que sus parejas, como la que encarna Peggy Cummins en El demonio de las armas, (Deadly Is the Female, Lewis, 1950) o  la Bonnie de Faye Dunaway en Bonnie and Clyde (Arthur Penn, 1967)… todas tentadoras y muy capaces de poner al protagonista, si no lo está ya, al borde del abismo y del crimen.

Escenas de Perversidad y El demonio de las armas

No es que ellos fueran unos angelitos, que algunos han personificado la maldad y la violencia con un talento fuera de serie que nos hacía estremecer: inolvidable aquel malo con el que Richard Widmarck nos helaba la sangre en El beso de la muerte (Kiss of death, Henry Hathaway, 1947), empujando escaleras abajo la silla de ruedas de la anciana paralítica y sonriendo luego satisfecho de su hazaña. O el sádico que componía Lee Marvin en Los sobornados (The Big Heat, Fritz Lang, 1953), quemando con café hirviendo la cara de su chica, una espléndida Gloria Grahame en sus mejores momentos. Y también impactaban al máximo aquellos tipos crueles y rabiosos que James Cagney encarnaba con desbordante energía en El enemigo público (The Public Enemy, William Welmann, 1931), Los violentos años veinte (The Roaring Twenties, Raoul Walsh, 1939) o  la ya mencionada Al rojo vivo, (White Heat, Raoul Walsh, 1949, pero en fin, con eso se contaba, porque el hombre no tenía adjudicada la dulzura y la bondad como características propias, así que siempre resultaba más escandaloso y censurable ser mala que malo.

Estupendas femmes fatales viven en tantas películas magníficas, seres como la que nos ofrece Ann Savage en Desvío (Detour, Ullmer, 1945), hosca y mal encarada; la que recrea Jane Greer en Retorno al pasado (Out of the Past, Tourneur, 1947), las que encarnan Rita Hayworth en La dama de Shanghai, (The Lady from Shanghai, Orson Welles, 1947), o Marilyn Monroe en Niagara (Henry Hathaway, 1953), ambiciosas y crueles todas. Son personajes que se abandonarían en un rincón durante décadas para volver después, aggiornadas y con cuentagotas, pero con el mismo marchamo de chicas peligrosas, como las que compondrían Faye Dunaway en Chinatown (Polanski, 1974),  Kathleen Turner en Fuego en el cuerpo (Body Heat, Kasdan, 1981), Linda Fiorentino en La última seducción (Dahl, 1994) o Kim Bassinger en L.A. Confidential (Curtis Hanson, 1997) para que volviéramos a gozar de esas malas estupendas, mujeres misteriosas y perversas, hipócritas y calculadoras, frías y traidoras, que tanto color y emoción le daban a aquellas historias, dominando la narración en un género pensado para el lucimiento de los varones. Y allí se colaban ellas dando la vuelta al relato y recordando a los hombres que la chica no siempre es mansa y amoldable a sus deseos, un dulce ser pasivo puesto ahí para querer y cuidar con devoción de su dueño, como marcaba el ideal de mujer al uso; hay que estar alerta, porque puede que esconda otras intenciones.

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