Con frecuencia una película resulta tal exitazo que sus realizadores enseguida se plantearán prolongarla con nuevas entregas. De alguna forma ese es el caso de la trilogía del dólar que Sergio Leone realizara en los años sesenta en torno a un pistolero, un hombre sin nombre, en busca de aventuras por el Oeste americano, que nos dejó las famosas Por un puñado de dólares (Per un pugno di dollari), La muerte tenía un precio (Per qualche dollaro in più) y El bueno el feo y el malo (Il buono, il brutto, il cattivo).
Es
el caso también de la trilogía de El
padrino sobre las vivencias de una saga familiar de mafiosos que nos contara
Francis Ford Coppola con altísima brillantez. En otras ocasiones la cosa no
para en tres entregas sino que genera numerosas nuevas películas como sucede con
los personajes de Antoine Doinel o de James Bond. Respecto del primero Truffaut
desarrolló un buen número de sus películas utilizándolo como alter ego. El segundo protagoniza
decenas de títulos de diferentes directores que se valieron de la fama de este
espía creado por Ian Fleming para volver una y otra vez sobre sus aventuras.
Tanto el primer caso, la trilogía, como el segundo, el rosario de entregas, son
fenómenos que se producen con frecuencia en el cine, espoleados sus
realizadores por la esperanza de que se vuelva a repetir el éxito de la primera
vez, lo que a menudo no sólo se produce sino que incluso se supera.
Esto
sucede con la trilogía nacional de Luis García Berlanga: La escopeta nacional, Patrimonio nacional y Nacional III,
espléndidas las tres, pero destacable sobre todas la segunda. Una trilogía por
otra parte que iba para tetralogía, proyecto que se frustró básicamente por la
muerte de Luis Escobar quien encarnaba con verdadera brillantez a uno de los
personajes fundamentales de la trama, el marqués de Leguineche, patriarca de una
impresentable familia de aristócratas, cuyas vicisitudes le sirven al director
como punto de partida para transmitirnos su particular mirada, tierna y feroz a
la vez, sobre la realidad social de la España de aquel momento, la del cambio
de régimen de la dictadura a la democracia. Y lo hace desplegando toda su
enorme capacidad de ingenio satírico, su estupenda habilidad para manejar un
sinfín de personajes en escena, su destreza en la creación de climas
disparatados e hilarantes y, en fin, su enorme e indiscutible talento, ya para
entonces ampliamente demostrado.
La
primera de la serie, La escopeta nacional,
estrenada en 1978, se ambientaba en el final del franquismo y nos daba su
visión de la época a través de un divertimento tradicionalmente atribuido como
un cliché a la clase dominante de entonces: una cacería. Ésta, financiada por
un industrial catalán que esperaba establecer así lucrativo encuentro con un importante
capitoste político, se celebra en la finca de nuestro marqués, el marqués de
Leguineche, y la película nos muestra las diferentes peripecias de los
asistentes al festejo, componiendo un divertido y ácido retrato de las clases
empresarial y política del tardofranquismo, con el añadido de una pincelada vitriólica sobre la aristocracia, implacable mirada en la que abundaría a lo
largo de las siguientes entregas.
Escena de La escopeta nacional
Canivell, fabricante catalán de porteros automáticos; Álvaro, el ministro de industria saliente; la estrafalaria familia del marqués, con sus criados y capellán; secretarias, amantes, maestro de ceremonias y parte del nuevo equipo de gobierno entrante, son los individuos que componen en una desordenada madeja la hilarante fauna que puebla la película.
En
1981 se estrena la segunda de la serie: Patrimonio
Nacional, otra estupenda película coral, pero ahora gravitando todo en
torno a la figura del marqués de Leguineche, uno de los muchos personajes de la escopeta nacional, que se convierte aquí
en el centro de la trama. Y es que su intérprete, Luis Escobar, marqués él
mismo (marqués de las Marismas del Guadalquivir, para más señas), y verdadero
prodigio escénico, resultó un descubrimiento. Siempre cercano a las tablas,
había desempeñado importantes cargos en la cinematografía del período anterior
desde fechas tan tempranas como 1938 en que fue nombrado Jefe de la Sección de
Teatro dependiente de la Jefatura de Propaganda del Ministerio del Interior.
Dueño después de un teatro, director de otro, dramaturgo con varias comedias en
su haber… había incluso realizado también dos películas, pero cuando a fines de
los años setenta Berlanga le propuso participar en La escopeta nacional, resultó toda una revelación en su faceta
interpretativa y supuso para él el principio de una tardía carrera de actor,
que seguiría desarrollando hasta su muerte. Como individuo pertenecía al grupo
de Neville, Tono, Miura… que pasaron a la historia como la otra generación del
27, y que animaron con su ingenio, gracia y creatividad el clima severo de aquellos
años. Él, con su gran sentido del humor, su rapidez de respuesta, su
espontaneidad y originalidad podría ser considerado uno más de aquella
estimulante promoción. Muy conscientes de su hallazgo, tanto Berlanga como Azcona,
su coguionista, le sitúan en el centro de las siguientes películas que componen
la trilogía.
En Patrimonio nacional (1981) la acción comienza tras la inmediata desaparición del régimen anterior. Aquí el marqués ha regresado a Madrid, poniendo fin con la democracia a su retiro campestre, que él pretende ahora vender como exilio voluntario sufrido en señal de callada protesta por la dictadura. En su destartalado palacio de Madrid donde sigue viviendo su esposa, fanática franquista, sueña con reiniciar vida de cortesano y hace planes con su hijo sobre cómo amasar fortuna en esta nueva y esperanzadora situación política que supone la restauración monárquica. Sus afanes por eludir a Hacienda y figurar en la corte alcanzando privilegios y prebendas por su condición de aristócrata; sus desencuentros con la marquesa y las delirantes aventuras que esto provoca; todo el mundo anacrónico, estrafalario y desternillante que envuelve a este personaje y a los que le rodean, constituye el alimento de esta parodia divertida y sarcástica.
En
la tercera parte Nacional III (1982),
la historia comienza con el golpe de estado del 23 de Febrero de 1982. El
marqués ha vendido su palacio y se ha instalado en un piso con familia, criados
y capellán. Su nuera ha heredado y vendido también su finca de Extremadura,
aquella que fuera escenario de cacerías en la primera parte, y, ante la
inminente llegada de los socialistas al poder, la familia solo piensa en el
modo de repatriarse con toda su fortuna. Como era de esperar, cada elemento en la historia, sus miedos, sus afanes, sus
planes, todo, resulta dislocado y sainetesco. Y los soberbios actores que dan
vida a los personajes, siempre los mismos en las diferentes entregas, llevan la
trama con gracia y desenvoltura a altos niveles de comicidad, componiendo tipos
geniales, como ese cura trabucaire con que nos obsequia Agustín González, por
citar alguno inolvidable.
Se
cumplen ahora cien años del nacimiento de Berlanga, este singular y magnífico
cineasta, y es de esperar que lluevan los homenajes, aunque la maldita pandemia
que estamos sufriendo desluzca las diferentes y numerosas iniciativas que sin
duda se producirán. Es posible en este contexto que televisión española nos
programe alguna de sus películas (¿Plácido?, ¿El verdugo?...) o incluso un generoso ciclo sobre su obra. Si
es así no hay que perdérselo porque sin duda se trata, si no del más grande,
que tal vez, de uno de los gigantes de nuestro cine, alguien que nos enseñó a
reírnos de nosotros mismos y a reflexionar
sobre las grandezas y miserias de la condición humana.
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