Siempre resultan fascinantes las películas sobre robos, así que asuntos de ladrones han sido muy tratados y retratados por el cine. Ladrones de todo tipo, hábiles o patosos, cosmopolitas o lugareños, actuando en grupo o solitarios… y, entre todos, uno de estos tipos resulta especialmente atractivo, el ladrón de guante blanco, que presenta unas constantes muy bien definidas que le singularizan.
Para empezar se trata de individuos extremadamente
habilidosos que ejecutan sus planes limpiamente, sin sangre ni violencias.
Inteligentes, astutos, ingeniosos y observadores preparan cuidadosamente sus
golpes, sin dejar nada al albur. Y mucho menos el destino del botín, que es
fundamental darle correcta salida para que la operación resulte exitosa,
brillante y redonda. Audaces en la acción suelen ser elegantes y sutiles en sus
maneras, sigilosos en sus movimientos, ágiles, atléticos y de estampa atractiva.
De
inclinada querencia por las joyas, los diamantes y el dinero son sus metas más
codiciadas y sus motivaciones se reducen a dos, el afán de enriquecerse por el
gusto de la buena vida y tal vez también cierto vértigo por el peligro. Ejercen
su oficio con deportividad, como si se tratara de un juego y nunca pierden su
sangre fría.
Las aventuras de Arsenio Lupin (Hacht ichi san, Mizoguchi, 1923)
Arsenio
Lupin, personaje literario creado por Maurice Leblanc a partir por lo visto de
un individuo real, responde muy bien a este prototipo. Nacido en un cuento de 1904,
el personaje impactó tanto que su fabulador volvería sobre él con frecuencia,
publicando sobre sus aventuras unas veinte novelas más. En cine lo hemos visto
en diferentes ocasiones: en Hachi ichi
san (1923) de Kenji Mizoguchi; en Les
aventures d’Arsène Lupin (1956) de Jacques Becker; en Arsene Lupin (2004) de Jean Paul Salomé, y más recientemente en Lupin, (Georges Kay y François Uzan),
serie de la televisión francesa estrenada en Netflix el 8 de enero
de 2021.
Y
nada que envidiar a los anteriores el Simon Demott que Peter O’Toole compone en
Como robar un millón y… (How to Steal a Million, William Wyler,
1966) para ayudar a una Audrey Hepburn, metida en la piel de Nicole, estafadora
de raigambre que pretende sacar de un apuro a su padre, falsificador de oficio.
Y, con aires todavía más sesenteros que la anterior, ese millonario aburrido,
metido a ladrón para divertirse, que nos ofreció Steeve McQween en El caso de Thomas Crown (The Thomas Crown Affaire, Norman
Jewison, 1968), película que contó con un remake en 1999 protagonizado por
Pierce Brosnan y Rene Russo.
Pero
tal vez ninguno tan redondo como Herbert Marshall en la genial película de
Ernst Lubitsch Un ladrón en la alcoba (Trouble in Paradise, 1932).
Herbert
Marshall como Gaston Monescu, el ladrón de esta historia, está espléndido en su
cometido: elegante, seductor y con un dominio extraordinario de la escena. Sólo
que aquí no es el único del oficio, que Lily, la falsa condesa víctima de
sus planes inmediatos, se dedica a lo mismo y alberga idénticas intenciones
para con él. Desde muy pronto nuestro ladrón se percata de ello y en una cita
romántica, (góndola veneciana, cena en reservado con velitas...), desvelan cada uno
la condición del otro en unas escenas de gran comicidad donde la agudeza de los
diálogos rivaliza con la gracia de la imagen.
Almas
gemelas enseguida se enamoran y se asocian para trabajar en comandita. Abandonan
Venecia, el lugar de su encuentro inicial y se dirigen a París donde enseguida
dispondrán de un nuevo blanco para sus flechas, Madame Colet (Kay Francis), una riquísima y
bellísima viuda para quien Gaston Monescu consigue trabajar como secretario.
Claro está que su objetivo es seducirla y desvalijarla luego, pero entre ambos
la seducción es mutua y aparece el inevitable conflicto cuando Lily, consciente
de la evolución del trabajo en curso, no se conforme con asumir la peor parte
del juego. La
espinosa situación se acabará resolviendo con un derroche de ingenio y desenfado,
es decir a la manera ocurrente y divertida propia de Lubitsch.
Película
espléndida donde la trama fluye con ritmo y elegancia; los actores brillan con
luz propia, todos, porque los secundarios rivalizan en gracia con los
protagonistas, y éstos, Herbert Marshall sobre todo, pero también Miriam
Hopkins, consiguen aquí tal vez sus mejores interpretaciones. Los decorados y
los objetos, como suele ocurrir en las películas de Lubitsch, adquieren además un marcado protagonismo: puertas que se abren o se cierran, escaleras que se
suben o se bajan, relojes que hablan marcando las horas, bolsos, joyas… todos ellos
se cargan de simbolismo cuando la cámara los elige con intención y nos cuentan
lo que la palabra calla.
Lubitsch,
como acostumbra, recrea aquí todo un mundo despreocupado, alegre y libre llenando
la escena de gracia y encanto y logrando una espléndida comedia sofisticada,
frívola, e ingeniosa donde la condición de ladrones de sus protagonistas no es
más que un pretexto para hacernos reír con situaciones ingeniosas, cómicas y
picantes; un derroche de frivolidad e inteligencia, contado con toda
la desenvoltura y saber hacer de que este genial director era capaz. No estaba
todavía en vigor el código Hays con sus estrictas normas censoras, por eso no afectó a su ejecución. Sí en cambio a su difusión, ya que acabo siendo
prohibida durante años y años por una moral que no le veía la gracia a su
erotismo atrevido y provocador. Por fortuna el tiempo rescató esta joya para
nosotros.