Si hay un ámbito atractivo para que el cine desarrolle en él sus historias éste es el tren. Había nacido unas décadas antes y es la moderna tecnología que muestran los Lumière en una de sus primeras filmaciones: La llegada del tren a la estación de La Clotat. Exhibida en 1896 en una de sus primeras funciones, cuenta la leyenda que el público de la sala se levantaba de los asientos para salir huyendo de esa enorme locomotora que se les acercaba sin remisión y parecía que les fuera a caer encima.
Buster Keaton en 1926 le dará un gran protagonismo al
tren en su película El maquinista de La
General, (The General), que,
aunque fracasó en su estreno, acabaría adquiriendo status de obra de culto. Y
en tren viajarán también los hermanos March rumbo al Oeste, (Go West, 1940), quienes, precisamente
por su experiencia en aquel film, contratarían a Keaton como asesor para las
escenas del ferrocarril. Por su parte Agatha Christie, infatigable viajera y
narradora de delitos, ambienta en sus vagones más de un crimen: uno tan versionado
como el que cuenta en Asesinato en el
Orient Express y otros en novelas no tan famosas pero también adaptadas a
la pantalla, grande o pequeña, como El misterio
del tren azul, de su serie de Poirot, en el que una rica heredera es
estrangulada en el trayecto Paris-Niza; o
El tren de las 4,50, de la de Miss Marple, donde una viajera presencia un
asesinato desde su compartimento al cruzarse su tren con el que venía en dirección
contraria, en el momento exacto en que en el vagón frontero al suyo el asesino
remataba a su víctima.
Del mismo modo, Hitchcock vuelve reiteradamente a sus
interiores para ambientar allí algunas de sus tramas. Citamos al menos tres: la primera,
Alarma en el expreso, (Lady vanishes,1938), entretenida y enrevesada historia,
que transcurre casi toda ella en ese ámbito, en el que una anciana desaparece y
una joven que acababa de hablar con ella, la busca con denuedo implicando a
otros viajeros en sus pesquisas. Vendría luego, en 1951, Extraños en un tren. Allí un
encuentro fortuito con un perturbado será origen de acontecimientos de
pesadilla para nuestro protagonista, un famoso deportista que se ve envuelto a
su pesar en peligrosos enredos. Y por último, Con la muerte en los talones (North
by Nortwest, 1959), donde sería imposible no recordar a ese elegante ejecutivo (Cary Grant), confundido con Mr. Kaplan, dejándose proteger por la rubia
misteriosa (Eva Marie Saint) que oportunamente le esconde en su vagón privado.
Y en tren escapan también ese par de músicos que, disfrazados debidamente de mujeres, Billie Wilder esconde en una orquesta de señoritas en Con faldas y a lo loco (Some Like It Hot, 1959), una pareja aterrorizada porque ha presenciado casualmente la matanza del día de San Valentín y sabe que los mafiosos que la ejecutaron no los dejarán seguir con vida si los atrapan.
Son ejemplos todos que cualquiera tiene in mente. Y
ello por no hablar de la infinidad de atracos al tren que en tantas ocasiones nos
contó el cine del oeste. Sin ir más lejos: El
tren de las 3,10 (3,10 to Yuma, Delmer Daves, 1957, y remake de Mangold,
2007); El hombre del Oeste, (Man
of the West, Anthony Mann, 1958); El
último tren a Gun Hill (Last Train from Gun Hill, Preston Sturges, 1959); Hasta que llegó su hora (C’era una volta
il West, Sergio Leone, 1968); Ladrones
de trenes, (The Train Robbers, Burt
Kennedy, 1973)… la lista podría
resultar interminable.
También son numerosas las historias ambientadas en las
guerras mundiales donde en mayor o menor medida figuran los trenes, como en
aquellas dos estupendas de David Lean que se desarrollan en cada una de ellas: El puente sobre el río Kwai, (1957), puente decididamente ferroviario, o Lawrence de Arabia, (1962); así como en tantas otras y variadas
historias que se han contado de la segunda:
El tren, (The Train, Frakenheimer, 1964); Trenes
rigurosamente vigilados, (Ostre
Sledované Vlaki, Menzel, 1966); Anna
Kaufmann, (Le train, Granier
Deferre, 1973)…
Luego están aquellas otras en que sus personajes son
ferroviarios como sucede en la excelente Deseos
humanos (Human Desire, 1954) de Fritz
Lang, o en su versión anterior, La bestia
humana (La bête humaine, 1938) de
Jean Renoir, asimismo remarcable. En otros casos se trata de suicidas que se
arrojan sobre las vías a su paso, como ocurre con la protagonista de la novela
de Tolstoi, tantas veces llevada con éxito al cine, Anna Karenina, (1914, 1915, 1935, 1948, 1953, 1967, 1974, 1985, 1997,
2007, 2012) donde la infortunada Ana termina así sus días. O el medio que
encuentran los asesinos para desembarazarse de sus víctimas, como sucede en El quinteto de la muerte (The Ladykillers, Mackendricks,
1955), donde los muertos que produce el quinteto van cayendo sobre los vagones
del tren conforme éste se aleja de King’s Cross.
De igual manera están las que nos muestran
inquietantes juegos infantiles de niños que se tumban sobre los rieles desafiando
la proximidad de su llegada, como sucede en El
espíritu de la colmena, (Víctor Erice, 1973) o en El Bola, (Achero Mañas, 2000). O nos cuentan cosas todavía peores
como la muerte de otro niño, Buddy, arrollado por un tren en la escena más
dramática de Tomates verdes fritos (Fred Green Tomatoes, John Avnet, 1991).
A veces el tren sólo nos acerca o nos aleja del
escenario de lo narrado y nos son los andenes de las estaciones más familiares
al relato que el propio tren. Esto pasa en Breve
Encuentro (Brief Encounter, David
Lean, 1945) y en Estación Términi (Stazione
Termini, De Sica, 1953) donde se
citan y despiden los infortunados amantes, protagonistas de dolorosas historias
de ruptura, bien contadas y por lo mismo inolvidables.
Hay películas en las que el tren solo aparece en un episodio puntual de la trama como en Amantes (Vicente Aranda, 1991) o en Pim Pam Pum… ¡fuego! (Pedro Olea, 1975), dos magníficas historias ambientadas en la inmediata postguerra española. Pero en otras, todo o una buena parte del argumento sucede en su interior. Este es el caso de Testigo accidental.
En Testigo accidental,
dos veces versionada (The Narrow
Margin, Richard Fleischer, 1952 y remake de Hyams, 1990), un agente de
policía se ocupa de proteger a una mujer en su viaje en tren a Los Ángeles,
adonde ésta acude para testificar porque ha presenciado un crimen. Pero son
muchos los interesados en que no llegue viva a destino, que su testimonio
resultaría duro golpe para la mafia local y ésta es organización que no se para
en barras. Constreñidos al limitado ámbito del tren, la trama adquiere insólitos
tintes de angustia, estupendamente explotados por Fleischer en su primera
versión y algo menos en la de Peter Hyams, a pesar de contar con un actor tan
espléndido como Gene Hackman en el papel del policía protector.
La vida en un hilo (Neville, 1945)
Y entre los miles de ejemplos, todavía otro, una historia que no discurre en el tren pero desde sus vagones se cuenta, La vida en un hilo (Neville, 1945). Sucede en ella que tras la muerte de su marido, una joven viuda regresa a Madrid y en el tren de vuelta conoce a una vidente que le adivina no sólo su pasado cercano sino el que pudo ser de haber sido otra su elección de pareja: un hombre con quien se cruzó a la vez que con el elegido para marido y en quien no reconoció a su verdadera media naranja. Durante toda esa noche de trayecto, mecidas por el tracatrá del tren, asistimos con la interesada al despliegue de las dos vidas, la que fue y la que pudo haber sido, que la pitonisa le cuenta. Cuando el tren llega a destino al punto ella reconoce, en el primer desconocido que la aborda, a su amor perdido . Y ahora sí, algo más viejos, comenzarán una esperanzadora vida en común, que esta vez ella no lo dejará marchar. Divertida y encantadora comedia, tuvo también una nueva versión bajo el título Una mujer bajo la lluvia (Gerardo Vera, 1991) que como pasa con frecuencia no logró superar la estupenda obra de Neville, fresca, desenvuelta y un punto sofisticada. La vida en un hilo rodó sus escenas ferroviarias en la madrileña estación de Delicias, hoy Museo del Ferrocarril.