jueves, 15 de julio de 2021

El tren en el cine

Si hay un ámbito  atractivo para que el cine desarrolle en él sus historias éste es el tren. Había nacido unas décadas antes y es la moderna tecnología que muestran los Lumière en una de sus primeras filmaciones: La llegada del tren a la estación de La Clotat. Exhibida en 1896 en una de sus primeras funciones, cuenta la leyenda que el público de la sala se levantaba de los asientos para salir huyendo de esa enorme locomotora que se les acercaba sin remisión y parecía que les fuera a caer encima.



               La llegada del tren a la estación de La Clotat, (Lumière,1897)

Buster Keaton en 1926 le dará un gran protagonismo al tren en su película El maquinista de La General, (The General), que, aunque fracasó en su estreno, acabaría adquiriendo status de obra de culto. Y en tren viajarán también los hermanos March rumbo al Oeste, (Go West, 1940), quienes, precisamente por su experiencia en aquel film, contratarían a Keaton como asesor para las escenas del ferrocarril. Por su parte Agatha Christie, infatigable viajera y narradora de delitos, ambienta en sus vagones más de un crimen: uno tan versionado como el que cuenta en Asesinato en el Orient Express y otros en novelas no tan famosas pero también adaptadas a la pantalla, grande o pequeña, como El misterio del tren azul, de su serie de Poirot, en el que una rica heredera es estrangulada en el trayecto Paris-Niza; o El tren de las 4,50, de la de Miss Marple, donde una viajera presencia un asesinato desde su compartimento al cruzarse su tren con el que venía en dirección contraria, en el momento exacto en que en el vagón frontero al suyo el asesino remataba a su víctima.

Del mismo modo, Hitchcock vuelve reiteradamente a sus interiores para ambientar allí algunas de sus tramas. Citamos al menos tres: la primera, Alarma en el expreso, (Lady vanishes,1938), entretenida y enrevesada historia, que transcurre casi toda ella en ese ámbito, en el que una anciana desaparece y una joven que acababa de hablar con ella, la busca con denuedo implicando a otros viajeros en sus pesquisas. Vendría luego, en 1951, Extraños en un tren. Allí un encuentro fortuito con un perturbado será origen de acontecimientos de pesadilla para nuestro protagonista, un famoso deportista que se ve envuelto a su pesar en peligrosos enredos. Y por último, Con la muerte en los talones (North by Nortwest, 1959), donde sería imposible no recordar a ese elegante ejecutivo (Cary Grant), confundido con Mr. Kaplan, dejándose proteger por la rubia misteriosa (Eva Marie Saint) que oportunamente le esconde en su vagón privado.

Y en tren escapan también ese par de músicos que, disfrazados debidamente de mujeres, Billie Wilder esconde en una orquesta de señoritas en Con faldas y a lo loco (Some Like It Hot, 1959), una pareja aterrorizada porque ha presenciado casualmente la matanza del día de San Valentín y sabe que los mafiosos que la ejecutaron no los dejarán seguir con vida si los atrapan.


 Con faldas y a lo loc (Some Like it Hot, Wilder, 1959)

Son ejemplos todos que cualquiera tiene in mente. Y ello por no hablar de la infinidad de atracos al tren que en tantas ocasiones nos contó el cine del oeste. Sin ir más lejos: El tren de las 3,10 (3,10 to Yuma, Delmer Daves, 1957, y remake de Mangold, 2007); El hombre del Oeste, (Man of the West, Anthony Mann, 1958); El último tren a Gun Hill (Last Train from Gun Hill, Preston Sturges, 1959); Hasta que llegó su hora (C’era una volta il West, Sergio Leone, 1968); Ladrones de trenes, (The Train Robbers, Burt Kennedy, 1973) la lista podría resultar interminable.

También son numerosas las historias ambientadas en las guerras mundiales donde en mayor o menor medida figuran los trenes, como en aquellas dos estupendas de David Lean que se desarrollan en cada una de ellas: El puente sobre el río Kwai, (1957), puente decididamente ferroviario, o Lawrence de Arabia, (1962); así como en tantas otras y variadas historias que se han contado de la segunda: El tren, (The Train, Frakenheimer, 1964); Trenes rigurosamente vigilados, (Ostre Sledované Vlaki, Menzel, 1966); Anna Kaufmann, (Le train, Granier Deferre, 1973)… 

Luego están aquellas otras en que sus personajes son ferroviarios como sucede en la excelente Deseos humanos (Human Desire, 1954) de Fritz Lang, o en su versión anterior, La bestia humana (La bête humaine, 1938) de Jean Renoir, asimismo remarcable. En otros casos se trata de suicidas que se arrojan sobre las vías a su paso, como ocurre con la protagonista de la novela de Tolstoi, tantas veces llevada con éxito al cine, Anna Karenina, (1914, 1915, 1935, 1948, 1953, 1967, 1974, 1985, 1997, 2007, 2012) donde la infortunada Ana termina así sus días. O el medio que encuentran los asesinos para desembarazarse de sus víctimas, como sucede en El quinteto de la muerte (The Ladykillers, Mackendricks, 1955), donde los muertos que produce el quinteto van cayendo sobre los vagones del tren conforme éste se aleja de King’s Cross.

De igual manera están las que nos muestran inquietantes juegos infantiles de niños que se tumban sobre los rieles desafiando la proximidad de su llegada, como sucede en El espíritu de la colmena, (Víctor Erice, 1973) o en El Bola, (Achero Mañas, 2000). O nos cuentan cosas todavía peores como la muerte de otro niño, Buddy, arrollado por un tren en la escena más dramática de Tomates verdes fritos (Fred Green Tomatoes, John Avnet, 1991).

A veces el tren sólo nos acerca o nos aleja del escenario de lo narrado y nos son los andenes de las estaciones más familiares al relato que el propio tren. Esto pasa en Breve Encuentro (Brief Encounter, David Lean, 1945) y en Estación Términi (Stazione Termini, De Sica, 1953) donde se citan y despiden los infortunados amantes, protagonistas de dolorosas historias de ruptura, bien contadas y por lo mismo inolvidables.

Hay películas en las que el tren solo aparece en un episodio puntual de la trama como en Amantes (Vicente Aranda, 1991) o en Pim Pam Pum… ¡fuego! (Pedro Olea, 1975), dos magníficas historias ambientadas en la inmediata postguerra española. Pero en otras, todo o una buena parte del argumento sucede en su interior. Este es el caso de Testigo accidental.

En Testigo accidental, dos veces versionada (The Narrow Margin, Richard Fleischer, 1952 y remake de Hyams, 1990), un agente de policía se ocupa de proteger a una mujer en su viaje en tren a Los Ángeles, adonde ésta acude para testificar porque ha presenciado un crimen. Pero son muchos los interesados en que no llegue viva a destino, que su testimonio resultaría duro golpe para la mafia local y ésta es organización que no se para en barras. Constreñidos al limitado ámbito del tren, la trama adquiere insólitos tintes de angustia, estupendamente explotados por Fleischer en su primera versión y algo menos en la de Peter Hyams, a pesar de contar con un actor tan espléndido como Gene Hackman en el papel del policía protector.


                                                        La vida en un hilo (Neville, 1945)


Y entre los miles de ejemplos, todavía otro, una historia que no discurre en el tren pero desde sus vagones se cuenta, La vida en un hilo (Neville, 1945). Sucede en ella que tras la muerte de su marido, una joven viuda regresa a Madrid y en el tren de vuelta conoce a una vidente que le adivina no sólo su pasado cercano sino el que pudo ser de haber sido otra su elección de pareja: un hombre con quien se cruzó a la vez que con el elegido para marido y en quien no reconoció a su verdadera media naranja. Durante toda esa noche de trayecto, mecidas por el tracatrá del tren, asistimos con la interesada al despliegue de las dos vidas, la que fue y la que pudo haber sido, que la pitonisa le cuenta. Cuando el tren llega a destino al punto ella reconoce, en el primer desconocido que la aborda, a su amor perdido . Y ahora sí, algo más viejos, comenzarán una esperanzadora vida en común, que esta vez ella no lo dejará marchar. Divertida y encantadora comedia, tuvo también una nueva versión bajo el título Una mujer bajo la lluvia (Gerardo Vera, 1991) que como pasa con frecuencia no logró superar la estupenda obra de Neville, fresca, desenvuelta y un punto sofisticada. La vida en un hilo rodó sus escenas ferroviarias en la madrileña estación de Delicias, hoy Museo del Ferrocarril.

miércoles, 7 de julio de 2021

Películas míticas: Vacaciones en Roma

En los años 50 algunos cineastas estadounidenses se animan a rodar en Europa. Italia les ofrece los estudios de Cinecittà, ya reconstruidos tras los desastres de la guerra, y unos precios de producción más que competitivos. Su belleza nacional, artística y paisajística, la amabilidad y simpatía de sus gentes, su clima, tal vez fueran también atractivos añadidos pero sobre todo está la libertad que recuperaban en Italia, porque la caza de brujas del senador McCarthy había convertido su lugar habitual de trabajo en algo irrespirable.


El caso es que Cinecittà va a vivir en los años cincuenta una edad de oro con estos ricos americanos. Todo comenzó con el rodaje de Melvin Le Roi de Quo Vadis (1950) y seguiría luego por mucho tiempo con otros títulos de leyenda, como Ben Hur o Cleopatra, hasta el extremo de que hasta mediados de los sesenta Hollywood parecía haberse trasladado al Trastévere. Roma se llenó de estrellas que derrochaban dólares y fascinación en sus bares y discotecas. La posguerra, difícil de superar, no se resuelve en dos días y estas producciones americanas aportaban un granito de arena: daban trabajo, glamour a la ciudad, brillo a la noche romana y un cierto espejismo de alegría. Todo positivo para un país que se levantaba esforzado pero trabajosamente de sus ruinas.

En este contexto nace Vacaciones en Roma (Roman Holiday), primera comedia de un cineasta, William Wyler, ya más que consagrado en otros géneros como el melodrama (La herederaEl coleccionista...).  

Esta es también la atmósfera que años después y con tintes amargos reflejará Fellini en su La dolce vita (1960); es lo que se respira en el  deambular del periodista  Marcello Rubini (Mastroiani), casi contrafigura del nuestro, por las terrazas de Vía Veneto entre un enjambre de paparazzi (Paparazzo se llama su compañero de fatigas) a la caza de imágenes de los famosos del mundo de la farándula. Un retrato amargo, en su primera película no neorrealista de una sociedad, la moderna, que sale de la escasez para caer en el consumismo y la superficialidad. En cierta medida es como un reverso del argumento de la nuestra, cuento de hadas inocente y tierno, donde, aunque sus protagonistas se escondan las verdades, no existen pretensiones moralistas ni deliberadamente de denuncia social. Y aquí acaba el paralelismo porque Vacaciones en Roma se realiza en 1953; esa sociedad moderna de que habla Federico Fellini esta apenas despuntando y otra es la historia que William Wyler, su director, se trae entre manos, una en la que Roma es el escenario hermoso para las aventuras de sus protagonistas, por lo demás, ni siquiera italianos. Eso sí, Vacaciones en Roma pudo ser para Fellini un punto de partida de su película. 


Volviendo a lo nuestro, William Wyler, no sólo va a utilizar los platós de Cinecittà, sino que, a la manera de la nouvelle vague francesa, va a rodar también en las calles. Y las calles de una ciudad tan espectacular como Roma ofrecen innumerables atractivos. Hoy, acostumbrados como estamos a viajar, es difícil hacerse una idea de lo mucho que significaba entonces descubrir esas ciudades en las películas, pero ellas nos acercaron sus bellezas y sin duda a medio plazo potenciaron el turismo.


Vacaciones en Roma es una comedia agridulce, una bonita historia de amores imposibles entre una princesa y un periodista. El azar va a facilitar a los productores una baza insospechada cuando la prensa aborde con todo interés una historia de la vida real, la relación amorosa de la princesa Margarita y el teniente Peter Townsend, en serias dificultades entonces porque la monarquía inglesa no admitía matrimonio tan desparejo. Y ello sucede tan al tiempo que la exhibición de la película se ve potenciada por ese drama doblemente real (de realidad y de realeza) de manera fortuita, pero publicitariamente decisiva.

También la película potenciaría a su vez otra realidad ajena: la de la vespa, invento italiano que llevaba ya varios años circulando, pero que se vio lanzada al estrellato cuando William Wyler la adoptó como carroza en que pasear a su princesa por las calles de Roma. De ello nos habla la reciente película de Humberto Marino: Enrico Piaggio, un sogno italiano (2019), que narra la reconversión de la empresa aeronáutica de Piaggio, destrozada por los bombardeos de la guerra, y reflotada en la postguerra con un nuevo producto de diseño propio más acorde con los tiempos: la vespa.

Escena de Vacaciones en Roma

En cuanto a la princesa, se había pensado en Liz Taylor o Jean Simmons, pero definitivamente la elegida fue una joven poco conocida todavía, Audrey Hepburn, una belga afincada en Gran Bretaña, bailarina y modelo, que había hecho ya sus pinitos en el cine británico y en las tablas de Broadway protagonizando Gigi. Pero Vacaciones en Roma será su salto a la fama. Alta, extremadamente delgada, cuello de cisne y un aire muy personal, resaltado por un innovador y estiloso corte de pelo, aporta sin duda una imagen que va a resultar rompedora. Así lo intuyó Gregory Peck, su partenaire en la historia quien, gratamente impresionado con su persona, propuso que figurara a la par que él en los títulos de crédito, renunciando a encabezar en solitario, con el habitual de presentando a…, porque estaba segurísimo de que ella sería una gran revelación. El tiempo le dio la razón.


Tampoco él iba a ser el periodista de la historia, que entonces para comedia lo prioritario era pensar en Cary Grant, pero éste rechazó el papel y Gregory Peck resultó perfecto. Como pareja de esta nueva actriz desde el principio funcionó la química entre ambos y Audrey confesaba haber aprendido mucho de su oponente. Peck contaba además la anécdota de haberle dado la idea a Wyler para la escena de la Boca de la Verdad, de rodarla sin explicarle a Audrey Hepburn la broma pensada. Y afirma que resultó buena idea porque su reacción de sorpresa fue tal que no hubo que repetir toma.


El tercer protagonista es la propia ciudad: el vagabundeo por la Fontana de Trevi, el helado en las escaleras de la Piazza de Spagna, y aquellos trepidantes paseos en la vespa, convertida ésta en verdadero icono de la película, resultan momentos entrañables. Porque la extraordinaria belleza del lugar acentúa el encanto de la trama, una fábula romántica plagada de mentiras: ella miente, él miente y nosotros estamos desde el principio en el secreto. El guion, perfecto, con una leve crítica de lo que aborda; la monarquía, y ahí un toque sutil a sus convencionalismos; la prensa, y ahí una miradita sobre sus malas prácticas; y la mentira, y ahí la pareja, inventándose ambos falsas identidades. Pero se trata de una comedia tierna y amable que sólo pretende hacernos sonreír, dejando en el aire un muy ligero toque de tristeza. Un encuentro fortuito; ella, una princesa que ha escapado de su jaula de oro porque añora vivir una vida anónima; él, un periodista, bohemio y desenfadado en busca del éxito profesional. Ella esconde su identidad para vivir su sueño; él esconde la suya para conseguir una exclusiva. Y la aventura en común por las calles de Roma hará que surja el enamoramiento, condicionándolo todo. Así el resultado será una historia deliciosa sin final feliz, que el paso del tiempo ha convertido en un clásico indiscutible.

Dalton Trumbo, su guionista tuvo que firmarla bajo seudónimo, ya que, represaliado por el Comité de Actividades Antiamericanas,  le estaba vetado su trabajo, (por ahí asoma de nuevo la realidad asfixiante del macartismo), y, premiado con un Oscar al mejor guion del año, no podrá recoger personalmente el premio.  Por lo demás, la película, dirigida con mano maestra por William Wyler, se alzó con dos premios más de la Academia: el de mejor vestuario y el de mejor actriz. Y no fueron los únicos, que aquel año le llovieron los galardones: los globos de oro, los BAFTA, el de los Críticos de Nueva York… todos parecían haberse puesto de acuerdo para premiar esta película y a su protagonista femenina, de manera que bien puede decirse que Audrey Hepburn entró en el cine por la puerta grande.