Un
joven al volante de una furgoneta por la ciudad de Londres; conduce pendiente
de algo que hay en las aceras. En seguida nos percatamos de que está siguiendo
a una mujer: una estudiante de arte que vemos saliendo de su escuela y
caminando por la calle. Su intención, raptarla.
Terence Stamp y Samanta Eggar en El coleccionista (William Wyler, 1965) |
Sus motivos: se ha obsesionado con ella y confía en
que teniéndola a su merced, aislada de su mundo, logrará enamorarla; al menos
es lo que él intentará hacerle creer y nosotros lo sabremos cuando la película
avance y ella sea su infortunado rehén.
La víctima es una bonita joven, cultivada, de posición
desahogada. Él es un hombre tímido e introvertido, de bajo nivel económico hasta
entonces y escasa preparación cultural. Solitario, pasaba sus ratos libres
coleccionando mariposas y los ocupados trabajando en un banco donde era, o al
menos se sentía, despreciado por sus compañeros. Un golpe de suerte le hace
rico y a partir de ese momento se marca un único objetivo, raptar a esa mujer
que le fascina. Se ha comprado una bonita casa de campo donde la esconderá
confortablemente. Esta es la trama de El coleccionista.
La película nos va mostrando la trastornada
personalidad de este individuo, la tenacidad y firmeza de su proyecto, su temperamento
obsesivo, sádico y minucioso. Y paralelamente las reacciones de la víctima, el
miedo, la sorpresa, la confusión. Los esfuerzos que hace por comprender a su
agresor, las varias tentativas de escapar, siempre frustradas… en suma, su
impotencia y desesperación. Y en sus intentos de aproximación al verdugo, la
dificultad de esa relación desigual entre ellos, agravada por sus diferencias
culturales. Ella no puede creer lo que le está sucediendo y pasará por toda la
gama de comportamientos frente a su raptor. Lo intentará todo, porque sabe que
nunca saldrá de ese agujero si no es por sus propios medios.
El actúa a piñón fijo, más amable cuando la percibe
más dócil y más furioso cada vez que constata que jamás hablarán el mismo
lenguaje, pero siempre desconfiado, sin bajar la guardia: lo que está claro es
que nunca la soltará. La quiere ahí, sujeta en ese zulo de lujo, como las múltiples
mariposas pinchadas en sus cajas y exhibidas en las paredes de su hermosa casa.
Terence Stamp en El coleccionista (William Wyler, 1965) |
El
coleccionista, está basada en una novela publicada por John
Fowles en 1961 y la dirigió en 1963 William Wyler, uno de los grandes del cine
clásico, autor de obras redondas extremadamente diferentes entre sí (La
heredera, Vacaciones en Roma, Ben Hur…). Se le reprochaba que no
tenía estilo y el cineasta se defendía diciendo que el estilo era la película.
Y ciertamente así es, que cada una de las suyas es un verdadero ejercicio de
estilo, porque sin duda era un maestro en el arte de contar historias radicalmente
distintas rematadamente bien.
Daría pie a otras películas con tramas parecidas
como Átame (Almodóvar, 1989), aunque ésta, más frívola, discurre por
sendas bastantes amables y acaba contándonos una historia de amor. El coleccionista
no habla de amor, habla de atropello y torpeza, de una mente perturbada, la
de un sádico que sólo sabe destruir aquello que ansía, de la desgracia de una
pobre chica en manos de un loco y de la pulsión de ese loco en perseverar en su
idea fija, y mantener a su víctima controlada y quieta, otro objeto inmóvil
para su colección.
El
coleccionista asustaba con lo amenazador del asunto que desvelaba,
tan bien contado que ya no se olvida, pero siendo una historia brutal, con
excepción de lo fundamental, la privación de libertad, no vemos más violencia
explícita que la imprescindible para el desarrollo del relato; el escondite es
cómodo y confortable, los deseos de la víctima, excepto claro el de libertad,
le son concedidos y ese loco perturbado que se ufana de respetarla inspira
lástima en su incapacidad para ser amado y amar. Por otra parte es una película romántica, donde por momentos no es difícil sentirse presa del síndrome de Estocolmo, lo que la hace aún más compleja y ambigua, de manera que la maldad del hecho gravita
sobre las imágenes sin apenas tocarlas. Otras historias son más desoladoras, más
negras y desbordan fealdad a lo largo de toda su exposición.Richard Fleischer en El estrangulador de Rillington Place (Fleischer, 1972) |
Ese es el caso de El estrangulador de Rillington Place (10 Rillington Place), inolvidable también por el daño
que hace el horror que desprende su acertado realismo. La dirigió Richard
Fleischer en 1972 y la interpretaron magistralmente Richard Attenborugh y John
Hurt en sus dos papeles principales: el asesino y el condenado. Está basada en
un hecho real, la ejecución de un inocente que condujo a la abolición de la pena
de muerte en el Reino Unido en 1965. La película es extraordinaria, y existe
además un remake reciente, una serie con el mismo título producida en 2018 por
la BBC. Por descontado, excelente, como todas las que produce esta entidad
británica, así que ambas realizaciones merecen un visionado, en especial la
primera, que roza la perfección.
Los hechos suceden en el Londres de la postguerra, en
un barrio entonces pobre, de viviendas sórdidas, con baños compartidos y
aspecto descuidado. El propietario, el asesino, que allí vive, en la planta terrera, con su mujer.
El piso de arriba lo alquilará una pareja joven con una niña pequeña. Discuten
los nuevos inquilinos, se gritan, a veces hay bronca entre ellos. Andan mal de
dinero, claro, así que el nuevo reciente embarazo de la mujer les complica la vida. Y
aceptan la ayuda del vecino arrendador, que dice saber de medicina, para deshacerse de su
acuciante problema. Claro que el aborto está legalmente prohibido y socialmente
muy condenado, así que hay que hacerlo en el máximo secreto. Solo que no habrá
tal. Cuando el marido de la joven embarazada regresa a casa, inexplicablemente se
tragará las imposibles razones del falso cirujano que ha estrangulado a
su mujer. Aterrado con la enormidad de la situación, incapaz de hacer frente a lo
que se le viene encima, ciego de pánico, lo deja todo en manos de ese vecino
comprensivo y experimentado, el asesino, incluso a su hija, que éste le ha
prometido colocar con unos conocidos. El hombre es egoísta, ignorante, crédulo,
está terriblemente asustado, no razona; sólo
piensa en librarse de este drama que le supera. Y escapa.
Cuando el doble crimen, que la niña también aparece muerta, sale a la luz nadie le cree inocente. Procesado como principal sospechoso, será condenado a la pena capital y ahorcado. Corre el año de 1950. El asesino, testigo de cargo en el juicio, seguirá matando. Y la mujer del monstruo seguirá viviendo a su lado, sin duda sabedora, ¿desde cuándo?, de la condición atroz de su marido. Sin denuncias, sin ni siquiera escapar, mirando para otro lado mientras él cava tumbas en el jardín o empareda en casa a las víctimas. Hasta el día en que la siguiente víctima es ella, consentidora de alguna manera, incluso de su propia muerte. Y todo continuará en esa macabra realidad cotidiana hasta que aquella vivienda de Rillington Place cambia de dueño. Cuando el nuevo propietario inicia algunas obras en la casa comienzan los macabros hallazgos. El asesino será entonces detenido, juzgado y ajusticiado.
10 Rillington Place |
Impecable
en su ritmo narrativo, todo es sórdido en la película de Fleischer, todo tétrico, lúgubre, deprimente. La luz que baña cada escena, la soledad, la indefensión, el
desamparo que trasluce; todo impregnado del horror de lo narrado. No era la
primera vez que se acercaba a hechos reales espeluznantes, había realizado ya La muchacha del trapecio rojo, (The Girl in the Red Velvet Swing, 1955), Impulso criminal (Compulsion, 1959) y El
estrangulador de Boston (The Boston
Strangler, 1968) pero es en esta claustrofóbica película donde revalida su merecidísimo
título de maestro de la crónica negra.
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