En los años 50 algunos cineastas estadounidenses se animan a rodar en Europa. Italia les ofrece los estudios de Cinecittà, ya reconstruidos tras los desastres de la guerra, y unos precios de producción más que competitivos. Su belleza nacional, artística y paisajística, la amabilidad y simpatía de sus gentes, su clima, tal vez fueran también atractivos añadidos pero sobre todo está la libertad que recuperaban en Italia, porque la caza de brujas del senador McCarthy había convertido su lugar habitual de trabajo en algo irrespirable.
Volviendo a lo nuestro, William Wyler,
no sólo va a utilizar los platós de Cinecittà, sino que, a la manera de la nouvelle vague francesa, va a rodar
también en las calles. Y las calles de una ciudad tan espectacular como Roma ofrecen
innumerables atractivos. Hoy, acostumbrados como estamos a viajar, es difícil
hacerse una idea de lo mucho que significaba entonces descubrir esas ciudades
en las películas, pero ellas nos acercaron sus
bellezas y sin duda a medio plazo potenciaron el turismo.
Vacaciones en Roma es una comedia agridulce, una bonita historia de
amores imposibles entre una princesa y un periodista. El azar va a facilitar a
los productores una baza insospechada cuando la prensa aborde con todo interés
una historia de la vida real, la relación amorosa de la princesa Margarita y el
teniente Peter Townsend, en serias dificultades entonces porque la monarquía
inglesa no admitía matrimonio tan desparejo. Y ello sucede tan al tiempo que la
exhibición de la película se ve potenciada por ese drama doblemente real (de realidad
y de realeza) de manera fortuita, pero publicitariamente decisiva.
También la película potenciaría a
su vez otra realidad ajena: la de la vespa, invento italiano que llevaba ya
varios años circulando, pero que se vio lanzada al estrellato cuando William
Wyler la adoptó como carroza en que pasear a su princesa por las calles de
Roma. De ello nos habla la reciente película de Humberto Marino: Enrico Piaggio, un sogno italiano
(2019), que narra la reconversión de la empresa aeronáutica de Piaggio, destrozada
por los bombardeos de la guerra, y reflotada en la postguerra con un nuevo
producto de diseño propio más acorde con los tiempos: la vespa.
En cuanto a la princesa, se había
pensado en Liz Taylor o Jean Simmons, pero definitivamente la elegida fue una
joven poco conocida todavía, Audrey Hepburn, una belga afincada en Gran
Bretaña, bailarina y modelo, que había hecho ya sus pinitos en el cine
británico y en las tablas de Broadway protagonizando Gigi. Pero Vacaciones en Roma
será su salto a la fama. Alta, extremadamente delgada, cuello de cisne y un
aire muy personal, resaltado por un innovador y estiloso corte de pelo, aporta
sin duda una imagen que va a resultar rompedora. Así lo intuyó Gregory Peck, su
partenaire en la historia quien, gratamente impresionado con su persona,
propuso que figurara a la par que él en los títulos de crédito, renunciando a encabezar
en solitario, con el habitual de presentando
a…, porque estaba segurísimo de que ella sería una gran revelación. El
tiempo le dio la razón.
Tampoco él iba a ser el periodista de la historia, que entonces para comedia lo prioritario era pensar en Cary Grant, pero éste rechazó el papel y Gregory Peck resultó perfecto. Como pareja de esta nueva actriz desde el principio funcionó la química entre ambos y Audrey confesaba haber aprendido mucho de su oponente. Peck contaba además la anécdota de haberle dado la idea a Wyler para la escena de la Boca de la Verdad, de rodarla sin explicarle a Audrey Hepburn la broma pensada. Y afirma que resultó buena idea porque su reacción de sorpresa fue tal que no hubo que repetir toma.
El tercer protagonista es la propia ciudad: el vagabundeo por la Fontana de Trevi, el helado en las escaleras de la Piazza de Spagna, y aquellos trepidantes paseos en la vespa, convertida ésta en verdadero icono de la película, resultan momentos entrañables. Porque la extraordinaria belleza del lugar acentúa el encanto de la trama, una fábula romántica plagada de mentiras: ella miente, él miente y nosotros estamos desde el principio en el secreto. El guion, perfecto, con una leve crítica de lo que aborda; la monarquía, y ahí un toque sutil a sus convencionalismos; la prensa, y ahí una miradita sobre sus malas prácticas; y la mentira, y ahí la pareja, inventándose ambos falsas identidades. Pero se trata de una comedia tierna y amable que sólo pretende hacernos sonreír, dejando en el aire un muy ligero toque de tristeza. Un encuentro fortuito; ella, una princesa que ha escapado de su jaula de oro porque añora vivir una vida anónima; él, un periodista, bohemio y desenfadado en busca del éxito profesional. Ella esconde su identidad para vivir su sueño; él esconde la suya para conseguir una exclusiva. Y la aventura en común por las calles de Roma hará que surja el enamoramiento, condicionándolo todo. Así el resultado será una historia deliciosa sin final feliz, que el paso del tiempo ha convertido en un clásico indiscutible.
Dalton Trumbo, su guionista tuvo
que firmarla bajo seudónimo, ya que, represaliado por el Comité de Actividades Antiamericanas, le estaba vetado su trabajo, (por ahí asoma
de nuevo la realidad asfixiante del macartismo), y, premiado con un Oscar al
mejor guion del año, no podrá recoger personalmente el premio. Por lo demás, la película, dirigida con mano
maestra por William Wyler, se alzó con dos premios más de la Academia: el de
mejor vestuario y el de mejor actriz. Y no fueron los únicos, que aquel año le
llovieron los galardones: los globos de oro, los BAFTA, el de los Críticos de
Nueva York… todos parecían haberse puesto de acuerdo para premiar esta película
y a su protagonista femenina, de manera que bien puede decirse que Audrey
Hepburn entró en el cine por la puerta grande.
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