Moira Shearer en Las zapatillas rojas |
La película, con un tratamiento visual exquisito, resultó un espectáculo deslumbrante capaz de ejercer enorme fascinación en los espectadores de entonces, recién salidos de una espantosa guerra.
Esta
cita de uno de sus directores refleja muy bien el estado de ánimo en que podría
encontrarse su público cuando la obra se estrenó y, por lo mismo, explicar en
parte su excelente acogida. Pero
sin duda su éxito se debió a algo más:el exquisito tratamiento visual (impagable
la fotografía de Jack Cardiff); las fastuosas composiciones de Brian Easdale; las
brillantes coreografías de
Robert Helpmann y Leonide Massine, que actúan también como bailarines; y dos espléndidas bailarinas, Ludmilla
Tcherina y Moira Shearer. Esta última, la protagonista, que, tras algunas vacilaciones por temor a destruir
con ello su carrera profesional debutaba entonces en el cine,
acabaría contribuyendo con su decisión, a divulgar en gran manera el gusto por
el ballet.
La obra, un drama musical sin canciones
donde las emociones se expresan a través de la danza, mezcla baile y melodrama
en un todo tan bien integrado que dota al conjunto de una dimensión
cinematográfica ensoñadora y de un poder de sugestión que permanece en el
espectador, haciendo del espectáculo algo inolvidable. El argumento del ballet, un cuento de Andersen, gira en torno a unas zapatillas
embrujadas que obligan a su dueña a bailar infinitamente hasta la extenuación;
la historia para el cine empuja a la joven a elegir entre el placer del arte y
el de la vida, exigencia imposible que la llevará al desastre.
Moira Shearer en Los cuentos de Hofmann |
Victoria Page, una joven bailarina que sólo vivía para su arte se enamora de un compositor, y anuncia su decisión de contraer matrimonio, levantando con ello las iras de su empresario, quien la obliga a elegir entre su vida amorosa y su vida profesional. Y todo el conflicto evoluciona alrededor de un ballet que Victoria ansía interpretar: las zapatillas rojas. La película desarrolla esta historia donde se despliegan en paralelo el argumento del cuento y las vivencias de la bailarina hasta desembocar en un trágico final.
Las zapatillas rojas supuso para sus directores la culminación formal de una colaboración iniciada en 1943 en la realización de numerosas películas de diferentes géneros, muchas de ellas memorables. Sólo después de este gran éxito se atreven a abordar de nuevo el musical, llevando al cine en 1951 la ópera de Jacques Offenbach y Jules Barbie Los cuentos de Hoffmann (The Tales of Hoffman), repitiendo en gran parte equipo (Moira Shearer, Leonide Massine; Robert Helpmann, Ludmila Tcherina…) y de nuevo con excelentes resultados.
También pudo influir en el éxito abrumador de estas películas el lugar privilegiado que el ballet había alcanzado en consideración social, gracias a la compañía de Ballets Rusos de Sergei Diaghilev, que en las primeras décadas del siglo había catapultado esta disciplina a primer plano dentro del mundo del arte y de la cultura. Porque Diaghilev en 1909 había fundado en París los Ballets Rusos, compañía que aglutinó a los mejores bailarines y coreógrafos (Balanchine, Fokine, Karsavina, Massine, Nijinska, Nijinsky), pintores (Bakst, Benois, Braque, Derain, Matisse, Picasso) y compositores (Debussy, Falla, Prokofiev, Ravel, Satie, Strauss) del momento. Y con esos mimbres, como era de esperar, logró unos espectáculos asombrosos que entusiasmaron al público.
De
aquella compañía, extinguida en 1929 con la muerte de Diaghilev, y de su
continuación, la de los Ballets Rusos de Montecarlo, saldrían, pues, numerosos
coreógrafos, bailarinas y bailarines que acabarían trabajando en el cine,
primero en Europa, en América después, y haciendo que el ballet fuera un éxito
en ese medio. Europa, en guerra desde 1939, no era el mejor escenario para
vivir y América se mostraba como tierra de esperanza.
Leónidas Massine, que encontramos en estos musicales de Powell y Pressburger, había sido entre 1915 y 1921 el coreógrafo principal de la Compañía de Sergei Diaguilev. Por su parte, bailarinas que harían carrera en el celuloide como Tamara Toumanova y Ludmilla Tcherina darían también sus primeros pasos en los Ballets Rusos de Montecarlo. E incluso Cyd Charisse fue en los inicios de su carrera, fines de los años 30, integrante de los Ballets Rusos de Nijinski, trabajando con Leónidas Massine y Michael Fokine, miembros regulares que habían sido todos ellos de los ballets de Diaghilev como ya avanzamos.
A Tamara Toumanova
(1919-1996) la llevaría a los Ballets rusos de Montecarlo George Balanchine en 1932. En el cine debutaría, junto a un principiante Gregory Peck, en una película de Jacques Tourneur, Días de Gloria (Days of Glory), de 1943, en plena Guerra Mundial. Y volvería a aparecer en la pantalla diez años después con Tonight we sing, un musical de Mitchell Leisen. Stanley Donen la dirigiría al año siguiente, en Deep in my heart y dos años más tarde Gene Kelly en Invitación a la danza (Invitation to the dance). En 1966, Toumanova aparecerá en un thriller de Hitchcock, Cortina rasgada (Torn Curtain) y en 1970 participará en su último film, La vida privada de Sherlock Holmes (The Private life of Sherlock Holmes), de Billy Wilder.
En cuanto a Ludmila Tcherina
(1924-2004), debuta en el cine en 1946 con Un
revenant, de Christian-Jaque,
pero su aparición más famosa llegaría en 1948, junto a Moira Shearer en nuestras
comentadas Las zapatillas rojas (The Red
Shoes). Con su primer marido, un bailarín de los Ballets de Montecarlo, aparecería
en películas como Fandango (1949), La Nuit s’achève (1950) o La Belle que voila (1950). En 1951
Tcherina participó también en una película española, Parsifal, codirigida por Carlos Serrano de Osma y Daniel Mangrané, y ese mismo año, al igual que la
Shearer, repetiría éxito con Powell y Pressburger en Los cuentos de Hoffmann (The Tales of Hoffman). La opereta de esta
misma pareja, Oh… Rosalinda (1955), y Luna de miel (1959), sólo de Michael
Powell, serían sus últimas películas. Luna
de miel, por cierto, rodada en España con Antonio el bailarín, Leónidas
Massine, y música de Falla y Teodorakis. Durante la década de los sesenta y los
setenta, Tcherina participó ocasionalmente en telefilmes franceses, pero
prácticamente abandonó el cine, dedicándose a su carrera en los escenarios, a
la pintura, la escultura y la literatura.
Massine,
Balanchine, Fokine y tantos otros coreógrafos de gran talento acabarían
recalando en América, porque el éxito del musical en Hollywood abriría para
cualquier profesional del ballet todo un mundo de posibilidades. Cyd Charisse siempre afirmó
que su sólida formación de ballet le había hecho fácil su adaptación a
cualquier tipo de baile, y, desde luego, su técnica clásica asoma siempre en
sus movimientos.
Tula Ellice Finklea, que así se llamaba este prodigio de la danza, nace en Amarillo, Texas, el 8 de marzo de 1922. Se forma como bailarina de ballet y como tal comienza su carrera profesional. A principios de los cuarenta da también su salto al cine apareciendo en una película de 1943 y en 1947 logrará su primer papel protagonista. Hasta mediados de los sesenta florece el musical de Hollywood, y allí estará frecuentemente Cyd Charisse para mayor gloria del género.
En 1962 vuelve propiamente al ballet filmado en Black tights, película de Terence Joung, coreografiada por Roland Petit con decorados de Salvador Dalí y trajes de Yves Saint Laurent. Allí va a coincidir con Moira Shearer. Moira, la elegancia de la escuela inglesa y Cyd, la elegancia del musical americano, en una estupenda vuelta a sus raíces. A mediados de los sesenta, una década que había nacido con obras de este género tan extraordinarias como West Side Story (1961), asistimos al declive del musical, y Cyd Charisse continuaría en el mundo del cine, demostrándonos sus estimables dotes de actriz, pero su memoria estará para siempre ligada a la danza, su verdadero reino. Moira Shearer, prácticamente retirada de la pantalla desde mediados de los cincuenta, e incluso casi del ballet, seguiría desempeñando muchas actividades públicas: conferencias, radio, periodismo… pero su recuerdo irá siempre asociado a esas zapatillas rojas embrujadas que obligarían a Victoria Page a danzar hasta morir.
Los años setenta registran todavía algunos musicales con éxito de público, como el excelente Cabaret, de Bob Fosse en 1972, pero cada vez son menos en número y en brillantez. Corazonada (One from de Heart), de Coppola en 1982 o Todos dicen I love you (Everyone Says I Love You), de Woody Allen, de 1996, son quizá los más destacados intentos en las últimas décadas del siglo por volver al género, que sigue languideciendo inexorablemente.
En 2003 el excelente Chicago, de Rob Marshall, nos ilusionó con la idea de que el musical se recuperaba. No fue así. Pero hoy día el interés despertado por una película con el ballet como tema central, Cisne Negro (Black Swan), de 2010, y sobre todo el sorprendente éxito de un musical tan flojito como La la land, (2016), nos hace concebir de nuevo esperanzas de que renazca el cine musical en su antiguo esplendor.
Cuentan que Las zapatillas rojas fueron la causa en su momento de un florecer de vocaciones en torno al ballet. No tendría nada de extraño que este Dancing Beethoven despertara de nuevo el deseo de emular a esos soberbios artistas a los que vemos tan enamorados de su trabajo.
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