Hay películas que nos cuentan una vida memorable desde el principio hasta
el final; otras se centran en los momentos fundamentales por los que el
personaje es recordado y hay otras que se detienen en un acontecimiento en
particular y nos dan así una visión del
famoso a través de un solo episodio de su vida, a manera de simple
pincelada, que parece en su oportunidad retratar por entero al personaje o, al
menos, complementar la idea que de él teníamos. Y este enfoque resulta
particularmente enriquecedor porque, al no ambicionar abarcarlo todo, permite
ahondar en la historia y sugerir nuevos matices, no necesariamente los más
conocidos, en la personalidad del biografiado.
Esto es precisamente lo que hace con la figura de Tolstoi (1828-1910) la película de Mitchael Hoffman La última estación, (The last station, 2009), una coproducción germano-ruso-británica, basada en la novela del mismo título de Jay Parini y protagonizada por Christopher Plummer como León Tolstoi y una impagable Hellen Mirren como su esposa Sofía Andreyevna.
León Tostoi y Sofía Andreyevna |
El director
define el tema como una historia de amor, y, de hecho, la pelea con la esposa nos
sitúa en ese vaivén entre amor y desamor no infrecuente en la vida de las
personas. El titulo, La última estación,
juega con un doble significado, el metafórico, porque alude al último estadio
de la vida del genio, y el literal, ya que su fin se produce en una estación de
ferrocarril, la de Astapovo, a donde ha llegado el anciano en una loca huida no
se sabe si en pos de la utopía o de su propia muerte.
También
en un episodio de su vida se centra la película de la alemana Magarethe von
Trotta, Hannah Arendt, realizada en
2012, para narrarnos los cuatro años (1961-1965)
que la escritora empleó en elaborar y publicar su famoso informe Eichmann en Jerusalem, que tanto
alboroto produjo en sus días.
Hannah Arendt |
Estamos en 1961, Hannah
Arendt, (1906-1975), a petición propia, es enviada a Israel por The New Yorker para cubrir el juicio que
contra el criminal de guerra Adolf Eichmann, uno de los máximos responsables
del genocidio judío, está a punto de celebrarse en Jerusalén.
Ella, judía alemana exiliada
durante la Segunda Guerra Mundial en Estados Unidos, es a la sazón profesora
universitaria, periodista y pensadora
de reconocido prestigio. Se trata, pues, cuando asume esta tarea, de una
intelectual conocida y respetada y de algún modo se espera de ella una defensa ciega
del pueblo judío, pero Hannah Arendt responde con una reflexión profunda y un
análisis detallado del proceso y de la personalidad del asesino que produjeron entonces
sorpresa y desagrado en gran parte de la opinión pública.
Sus conclusiones,
expuestas primero en varios artículos y publicadas cuatro años después del
proceso en forma de libro, escandalizaron a muchos, porque la filósofa no
reconoce en la figura del nazi al monstruo de crueldad que todos esperaban sino
algo aún más inquietante, pero que en aquel momento no es comprendido, un
burócrata al servicio del mal. Porque llega al convencimiento de que para
ejercer tal grado de maldad no es imprescindible ser un monstruo, basta con que
se dé la confluencia y fusión de dos factores terribles: inhibición de la
capacidad de pensar y obediencia ciega a las órdenes recibidas, una amalgama
que puede convertir a un individuo mediocre pero no necesariamente perverso en
sumiso y diligente ejecutor de las mayores aberraciones. Y afirma que aquel
fenómeno se produjo en el caso de Eichmann y en el de tantos otros individuos que
sin presentar perfiles de malvados psicópatas ejecutaron las mayores
atrocidades. Es lo que llamó la banalidad del mal, término que acabó
convirtiéndose en tópico, pero que subraya algo que hasta entonces había pasado
desapercibido, el peligro de renunciar a pensar.
La reflexión profunda
es que la falta de criterio que generan en la sociedad las ideologías
totalitarias nos coloca en serio riesgo, porque frente a ellas muchos
individuos optan por renunciar a pensar, aceptando de manera indiscriminada los
conceptos que la moral social dominadora les imponga, por muy aberrantes que estos sean. La maldad no está solo en
las mentes diabólicas que proyectan planes infernales, está también en esas
masas carentes de juicio, que, incapaces para la reflexión, pueden volverse
incluso diligentes ejecutoras de esos planes.
Para más inri Hannah
Arendt señaló también en el informe la responsabilidad que tuvieron en el
magnicidio los Consejos Judíos que, como dirigentes de su pueblo, en muchos
casos se comportaron como cómplices de la destrucción, porque en su
pusilanimidad adoptaron la misma diligencia burocrática en facilitar los planes
nazis que los propios verdugos en ejecutarlos. Y esta denuncia escandalizó
también a gran parte de la comunidad judía que no quería enfrentarse a
revelación tan dolorosa.
En definitiva que su informe
Eichmann en
Jerusalén cayó como una
losa, generando en los sesenta todo un vendaval de opiniones enfrentadas y una
fuerte condena de la escritora señalada por muchos como traidora a los suyos. Isaiah Berlin y Saul
Bellow se contaron entre sus adversarios.
La película de
Von Trotta nos vuelve a poner frente a esa profunda reflexión moral de la
pensadora y nos recrea con seriedad el conflicto de Hannah Arendt, que, enfrentada
a una opinión pública frecuentemente hostil a sus conclusiones, tuvo que sufrir
la incomprensión de propios y extraños, muchos de los cuales le manifestaron un
odio que la abocaba a la soledad del proscrito.
Margarethe
von Trotta, pareja del cineasta Volker Schlöndorff, representantes ambos de
lo que se llamó el nuevo cine alemán junto con Wim Wenders o Rainer Fassbinder, vuelve a
ocuparse aquí de dos temas de su interés, el peso de las mujeres en la sociedad
y la mirada autocrítica sobre la Alemania del siglo pasado, que ella tocó en
diferentes ocasiones y aspectos, desde la pesadilla nazi al terrorismo de extrema
izquierda de los años 70.
Había
recreado ya varias historias de mujeres como la figura de Hildegarda de Binden, una
de las más influyentes de la Baja Edad Media o la de Rosa Luxemburgo, teórica y
activista revolucionaria de proyección mundial. La de Hannah Arendt a
continuación, le sirve para volver de nuevo sobre el horror del holocausto y
sobre otra de las voces femeninas con fuerte presencia en el pensamiento
universal.
El
asunto que aborda está contado sin extremismos, sin gritar, con miradas agudas
y acertadas sobre la personalidad de la mujer que se esconde detrás de esta
gran filósofa independiente, criticada e incomprendida en su época, pero valorada
después.
La
utilización de flashbacks para aludir a su paradójico pasado como amante de
su maestro el gran filósofo Heidegger, indiscutiblemente pronazi; el enriquecedor
empleo en la trama de escenas reales del juicio de Eichman, la atinada recreación
de ese confortable entorno universitario norteamericano en que transcurre su
vida de exiliada… Todo resulta acertado, descrito con habilidad, eficacia y
sobriedad. Y Barbara Sukowa con su brillante interpretación de la conocida
pensadora consiguió por su parte deslumbrar a crítica y público.
La
historia además no ha perdido actualidad y nos invita también a reflexionar, haciéndola extensiva a nuestro tiempo, tan totalitario en muchos aspectos, sobre los peligros derivados de la
ausencia de valores, la falta de criterio o la incapacidad de razonar,
frecuentes también en nuestros días, porque la comodidad de aceptar sin
analizarlas las premisas morales que nos vengan impuestas nos convierte en
seres sin principios, individuos sin alma, fácilmente manipulables y en consecuencia
instrumentos pintiparados para realizar el mal.