Miedo, que no
terror: sin monstruos imaginarios, ni zombies, ni apariciones fantasmagóricas,
ni gore. Sin rituales satánicos, ni casas encantadas o espíritus endemoniados.
Sin proyecciones astrales o entidades paranormales. Es decir, sin necesidad de
recurrir a truculentos horrores ancestrales para llevarnos al límite; asustarnos
sin desbordar las fronteras de la realidad cotidiana. Eso hacen las películas
de miedo.
Dorothy McGuire en La escalera de caracol (The Spiral Staircase, 1945, Siodmak) |
El cebo,
Belinda, La escalera de caracol, La noche del cazador, Psicosis… cuánto miedo hemos pasado con títulos como estos,
sobre todo si los vimos en la infancia y la adolescencia. Será que hemos
perdido la inocencia o que estamos más resabiados y detectamos el truco y lo vemos
venir, el caso es que hace tiempo que parece difícil sentir miedo en el cine.
Miedo
que no espanto, porque esas historias tremebundas en que un loco asesino mata y
mata frenético y se levanta resucitado cuando ya lo dabas por muerto, sin el
más mínimo respeto por la verosimilitud de la trama, para seguir matando y
matando… esas, no dan miedo; eso es otra cosa. Esas son películas en que los
realizadores parecen querer llevarnos al paroxismo, porque no les basta con
asustar, quieren sacarnos de quicio, pero nos pierden por el camino, porque
dejamos de creérnoslas. En su afán de seguir asustando rizan tanto el rizo que
se rompe la confianza otorgada por el espectador y logran lo contrario, su distanciamiento
irónico ante lo pueril del engaño.
También
de lo inverosímil de sus tramas parten casi todas las que llamamos películas de
terror en tanto que sin los seres que pueblan el mundo de las pesadillas difícilmente
existirían. Así que nos asustan entrando en la convención, es decir aceptando
que son fantasías que en la vida real no suceden, garantía de que por mucho que
nos horroricen ahí queda el alivio del susto pasajero, la falsa amenaza, la
conciencia de que ha sido solo un juego.
Pero el
miedo es una experiencia más persistente y más honda, no sirve que te lleven al
borde de la histeria, es algo interno y contenido, que hace temblar pero te
deja mudo y te paraliza; se te queda en el cuerpo.
Doris Day en Un grito en la niebla (Midnight Lace, 1960, Miller) |
Miedo
es lo que pasaba Doris Day en Un grito en
la niebla (Midnight Lace, 1960, David Miller), aquella
película en que alguien la amenazaba y no podía probarlo y ni la policía ni su
marido la creían. O Audrey Herpburn en Sola en la oscuridad (Wait until dark, Terence Young, 1967) donde ella,
ciega, tenía que defenderse en desigual pelea y a solas en su casa de unos
peligrosos malvados. Belinda (Jean Negulesko, 1948) no es ciega, pero es
sordomuda, lo que también acentúa su indefensión. Y Helen, la protagonista de La
escalera de caracol (The Spiral Staircase, Robert Siodmak, 1946), es muda también, y el desalmado
que la amenaza un psicópata como el de Psicosis, que tanto nos aterró.
En El cebo (Es geschah am
hellichten Tag, Ladislao Vadja,
1958) es una niña la víctima, víctima de un asesino en serie como pasaba en M.,
el vampiro de Düsseldorf (M., Fritz Lang, 1931), otro
infanticida.
Robert Mitchum, Billy Chapin y Sally Jane Bruce en La noche del cazador, (The Night of the Hunter, Laughton, 1953) |
Y niños son también aquellos a quienes persigue el
siniestro personaje de La noche del cazador (The
Night of the Hunter, Charles Laughton, 1953) después de haber matado a su madre.
El hecho de que las víctimas sean niños o mujeres
con algún defecto físico acentúa el grado de indefensión y hace más dolorosa la
historia. Que el asesino sea un psicópata las convierte en más aterradoras en
la medida en que éstos, al actuar sin móvil, resultan impredecibles. La
combinación de ambas cosas nos hace fluctuar entre la identificación con la
víctima o el susto ante el verdugo.
Anthony Perkins en Psicosis (Psycho, Hitchcock, 1960) |
El asesino de Psicosis (Hitchcock, 1960) nos
inquieta y nos asusta cuando le vemos espiar a la joven, a solas en su cuarto: es
un voyer, o quizá algo más y peor… Nos paraliza de miedo en la escena de
la ducha o al aparecer ante el detective en la escalera. Nos deja petrificados
de espanto, como a sus víctimas. La indefensión de todos ellos, desconocedores
de aquello a lo que se enfrentan, sin tiempo para reaccionar, nos traslada a
nosotros, además de ese susto, brutal en su inmediatez, el miedo que ellos
sentirían de haber sabido…
Los niños de La noche del cazador saben. Y
Belinda y Helen también, pero no pueden pedir ayuda y sufrimos con ellos como
si fuéramos parte de su indefensión.
El cebo ( Es geschah am hellichten Tag,, Ladislao Vadja, 1958) |
En El vampiro de Düsseldorf y en El cebo
son los asesinos los que impactan en nosotros tanto o más que las víctimas, que
ya han sido o no son conscientes del peligro. Sufrimos con ellas, pero sobre
todo nos asusta el perfil de esos personajes turbios, insondables en su negrura.
Todos títulos señeros del cine de siempre,
películas que habremos tenido tantas ocasiones de ver, pasadas una y otra vez
en TV, perdida su actualidad para salas comerciales. O rescatadas por las
filmotecas y cineclubs en ciclos monográficos. O que ya podemos recuperar
nosotros mismos sin ayuda de nadie, porque están al alcance de cualquiera.
Películas que son, como los cuentos de la niñez, relatos escalofriantes que
forman parte de nuestra vida y nuestro imaginario colectivo. Casi todos las
hemos visto y los que no lo hayan hecho no saben lo que se pierden, porque nos
las contaron individuos geniales con todo el talento y la habilidad que se
requiere para desarrollar una buena historia que no deje frío al que la recibe.
Y lo pasamos muy bien con ellas, pasándolo tan mal. Así que quien no las haya
visto y quiera que le cuenten una buena historia de miedo ahí tiene para elegir
unas cuantas de las que no defraudan.
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