No hay nada que guste tanto como que alguien
con su ingenio haga saltar la risa, pero tampoco hay nada más difícil, que si se
pasa o no llega la cosa ya no tiene gracia. Es más fácil conmover hasta las
lágrimas con un buen dramón. Y eso es algo que también gusta, siempre que sean
tristezas de otros y no propias las que originen el llanto. Por eso una buena
historia que toque la fibra sensible y remueva los más profundos sentimientos
será un éxito seguro.
Tiempo de amar, tiempo de morir (A Time to Love and a Time to Die, Douglas SIrk, 1958) |
Los muy sentidos llorarán
a moco tendido y los algo más duros lucharán para que las lágrimas no lleguen a
resbalar por las mejillas, pero en ambos casos todos saldrán aliviados después
de haber sufrido un buen rato con penas ajenas, orgullosos de la capacidad de
empatía demostrada y felices de saberse ajenos a ese drama que se acaba de
vivir de refilón.
Alemania año cero (Germania, anno cero, Rosellini,1948) |
Por eso hay tantas
historias empeñadas en hacer sufrir al espectador: interesan, entretienen,
emocionan y descargan de esa necesidad de experimentar intensa compasión… sin
pagar precio por ello. Amores no correspondidos, enfermedades que matan,
injusticias del destino…, cualquier desgracia que a un ser humano le pueda sobrevenir
es buena para una historia que acongoje. Claro que hay muchos tipos de dramas, tanto
colectivos como individuales. Entre los primeros, que más que dramas son
verdaderas tragedias, abundan los de catástrofes naturales, (Lo imposible, 2012, Bayona, o, Tsunami, 2005, Oelsner); accidentes tecnológicos (Aeropuerto, 1970, Seaton, o, Titanic,
1997, Cameron), desastres de la guerra (Adios
a las armas, Borzage, 1932, o, Tiempo
de amar, tiempo de morir 1956, Sirk)…
Aunque en estos casos de grandes cataclismos, abrumados por la enormidad del suceso,
el individuo en su pequeñez apenas parece contar. A veces se da una mezcla de ambos casos:
sufrimientos del individuo singular en esos contextos de daños colectivos. En Europa,
el cine de postguerra contó historias desgarradoras producidas en esas
situaciones. Lo llamaron neorrealismo y trataba de lo difícil que era salir
adelante en aquel mundo en ruinas en que había que sobrevivir a tanta
destrucción y tanta ira. Era complicado no conmoverse con esas historias de
Rossellini (Alemania, año cero -Germania,
anno zero- 1948), De Sica (Ladrón de bicicletas -Ladri di biciclette-
1948) y tantos otros, verdaderas tragedias más que dramas, donde el peso de
lo colectivo abrumaba al desamparado ciudadano.
Y en otras ocasiones la
desventura se circunscribe a la intimidad del individuo, encajado desde luego
en su contexto histórico, pero enfocando prioritariamente su vivir cotidiano,
donde el dolor busca algún respiro, cierto confort para el espíritu, entornos
más amables, momentos dulces mezclados con la desgracia que nos cuentan… El
personaje podrá estar viviendo una experiencia dolorosa, un amor desgraciado,
una enfermedad o cualquier otra pena personal, que le hunda en su soledad, pero
no tendrá todo en contra, el mundo no estará necesariamente derrumbándose a sus
pies: es el melodrama, quizá dentro de este género el subgénero que más títulos
ha venido dando y más sigue emocionando.
En el Hollywood de los
años dorados vivió momentos muy felices. Lo hizo a manos de directores como
Douglas Sirk, quien ostentó durante años el título de incontestable maestro del
melodrama. Danés, nacionalizado alemán y huido a Estados Unidos en 1937,
realizaría en las siguientes dos décadas un montón de historias que harían
llorar a muchas gentes Obsesión (Magnificent Obsesion, 1954), Solo el cielo lo sabe (All that Eaven Allows, 1955), Escrito sobre el viento (Written of the Wind, 1956), Imitación a la vida (Imitation of Life, 1959)… No sería el
único en conmover con eficacia; seguía la senda de John Stahl, un ruso
tempranamente llegado a Estados Unidos, más de un cuarto de siglo antes,
experto también en emocionar al personal con historias parecidas e incluso las
mismas, Sublime obsesión (Magnificent Obsesion 1935), Que el cielo la juzgue (Leave Her to
Heaven, 1945), Débil es la
carne (The Foxes of Harrow, 1947).
Y detrás, delante y alrededor, claro, tantos y tantos de todos los lugares y
nacionalidades narrando con eficacia historias conmovedoras.
Películas como Breve encuentro (Brief Encounter, 1945) de David Lean; Vivir (Ikiru, 1952) de
Akira Kurosawa; Esplendor en la hierba
(Splendor in the Grass, Elia Kazan, 1961); La linterna roja (Da hong Deng long Gao gao Gua, 1991 Zhang Yimou); Kolya (Jan Sverak, 1996); La buena
estrella, (1997, Ricardo Franco);
Manchester frente al mar (Manchester
by the Sea, Lonergan, 2016), tratan el drama individual en su
infinita variedad y desde bien diferentes sensibilidades y culturas, mostrando
mundos más o menos lejanos, hasta remotos a veces, y que sin embargo no parecen
ajenos, porque es fácil la identificación con los protagonistas en sus
desdichas, vivir sus vidas y sufrir con ellos. Se crece hacia dentro con sus
historias.
Y precisamente porque son
tantas y tan variadas sus temáticas es difícil poner el foco en alguna en
particular. O demasiado fácil; basta quizá con pararse en una de tantas que haga
surgir las lágrimas. De niños pudo ser Bambi la primera película en despertar
esa emoción con el desgarro que el dolor de ese tierno cervatillo en su
orfandad transmitía. O Marco, aquel chiquillo desamparado y solo, viajando de
Italia a la Argentina en busca de su madre. Pero viniendo más cerca otras
muchas pueden llenar de desconsuelo. Infinidad de títulos habría para elegir,
algunos más desatados, otros más contenidos pero todos capaces de emocionarnos
profundamente. Con frecuencia se trata de relaciones de parejas cuya felicidad
se ve truncada por desencuentros o enfermedades.
Un ejemplo del primer
caso Tal como éramos (The Way We Were, 1973, Sidney Pollack),
nos muestra el enamoramiento entre dos estudiantes. Ambos se atraen, se
admiran, se quieren. Inician una estrecha relación cargada de promesas pero
enseguida chocan sus diferentes formas de ver la vida hasta obligarlos a romper
para seguir sus caminos, tan distantes. Ella, activista política hondamente
comprometida con sus ideales; él, en el otro extremo de la balanza, en paz con
su medio y por completo ajeno a inquietudes políticas. Al deslumbramiento
inicial seguirán los desencuentros, las rupturas, las reconciliaciones hasta
que se impone la realidad de que, por muy profundamente enamorados que estén,
sus ideologías, radicalmente opuestas, hacen inviable su día a día en común. Aunque
nunca dejaran de amarse, su amor es imposible.
Robert Redford y Barbara Streisand nos lo cuentan conmoviéndonos en una película de Sidney Pollack de 1973, un drama romántico muy exitoso en sus días y que ha envejecido muy bien.
Un ejemplo del segundo
caso puede ser Iris, película de
Richard Eyre de 2001, también muy emotiva, sobre la historia de Iris Murdoch. En
ella se cuenta la vida de la famosa escritora irlandesa desde la óptica de su
marido, partiendo del momento en que se conocen, también cuando estudiantes, en
plena juventud, y hasta sus días de dolor, cuando el mal de Alzheimer le vaya
arrebatando cruelmente a la esposa la conciencia de sí misma y hasta el
recuerdo de las palabras, esos símbolos que tanto y tan conscientemente
significaron en su vida de escritora. Kate Winslet y Hugh Bonneville
interpretan con acierto y calor a la pareja en sus momentos juveniles; Jim
Broadvent y Judy Dent, dos genios de la escena inglesa, lo harán de mayores con
tal sabiduría y sensibilidad que logran transmitir el drama en toda su hondura.
Richard Eyre, desde luego, conduce la historia por terrenos sobrios, muy
apartados de la blandenguería por donde se deslizan con frecuencia muchos de
estos relatos y el resultado es magnífico.
La fuerza de los actores
potencia extraordinariamente una historia bien contada por un cineasta, cuyo
talento hasta entonces había brillado quizá más en las tablas de los teatros
que en el cine y que en esta ocasión logra conmovernos intensamente.
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