El cine de aventuras nos ha dado
estampas de héroes, que, valientes y decididos, salen airosos de las más
peligrosas peripecias. Seres nimbados con un aura de leyenda, que hunden sus
raíces en sagas mitológicas y que, defensores del bien cual caballeros
andantes, arrostran todo tipo de peligros a lo largo del ancho mundo, por mares
y por tierras, en selvas o en desiertos, e incluso en los espacios siderales.
John Huston (1906-1987) era ya muy famoso cuando la rodó en 1950; contaba en su haber con al menos una decena de títulos, algunos tan célebres y exitosos como El halcón maltés (1940), Cayo Largo (1948), El tesoro de sierra madre (1948) o La jungla del asfalto (1950). Y después de esta aventura africana nos daría varias decenas más, algunas francamente interesantes (Moulin Rouge, 1952; Moby Dyck, 1958; Los que no perdonan -The unforgiven-, 1960; La carta del Kremlim, 1970…) hasta cerrar su carrera con esa obra de arte que fue Dublineses en 1987.
Por aquellas fechas, John Huston, harto del ambiente de Hollywood enrarecido con las persecuciones del senador McCarthy, y con muchas ganas de vivir una aventura, pensó en trabajar lo más lejos posible de esa atmósfera y tomó la decisión de hacerlo en África con la película que se traía entre manos. Cierto que la historia sucedía allí, pero por aquellos años no era usual rodar en localizaciones reales, así que las malas lenguas decían que el verdadero motivo era que Huston, aventurero empedernido, lo que quería era cazar un elefante. Y algo de eso habría cuando cambió las localizaciones al entonces Congo Belga (hoy Zaire), porque en Kenia, primer emplazamiento elegido, estaba prácticamente prohibida esa caza.
El caso es que una vez convencidos los
protagonistas, enseguida lo llevó a cabo, de manera que los retrasos y
problemas surgidos en el desarrollo del proyecto no estarían originados por rígidos
burócratas de oficinas de producción, sino por lo peligroso del entorno donde
las enfermedades propias del lugar estaban a la orden del día. Y de hecho, el
equipo de trabajo (unas cuarenta personas) definiría a posteriori la
experiencia vivida como un infierno tropical, en que campaban a su aire cocodrilos,
hormigas, escorpiones, mosquitos… Hay que recordar que varios de ellos enfermaron de disentería o de malaria, como Katharine Hepburn, a quien Lauren Bacall, que
acompañaba a su marido en el rodaje, cuidó solícita en lo que sería el inicio
de una larga amistad. Huston y Bogart, que no probaban el agua, quizá vacunados
por el mucho alcohol que ingerían, salieron ilesos.
En fin, el rodaje fue tan accidentado y
penoso que Peter Viertel, el último de sus guionistas, acabaría escribiendo una
novela para contar como lo vivió, Cazador
blanco, corazón negro, (White Hunter Black Heart) a partir de la cual Clint Eastwood rodó en
1990 una interesante aunque nada exitosa película con el mismo título.
Y
a pesar de constituir un trabajo tan accidentado y penoso, La reina de África resultó un film brillante: una historia
entrañable, fotografiada en el mejor technicolor y por lo tanto bellísima
visualmente, e interpretada con tal grado de sabiduría y complicidad entre sus
actores, con tanta gracia e ingenio, que es un verdadero disfrute asistir a ese
mano a mano entre Bogart y la Hepburn. Humphrey Bogart nunca estuvo mejor y de
hecho le valió el Oscar de 1952 al mejor actor; por su parte Katharine Hepburn
fue también tan convincente que tendría que repetir personaje en más de una ocasión
y al menos con la misma penetración y talento. Así lo hizo poco después en Locuras de verano (Summertime, David Lean, 1955), encarnando a la perfección a una puritana
americana de vacaciones en Venecia.
El
punto de partida de la trama es el siguiente: Primera Guerra Mundial, algún
lugar de África bañado por el Ulanga, y una misión saqueada y destruida por el
ejército alemán. El pastor, un misionero británico, muere a consecuencia del
ataque y su hermana, Rosie Sayer, una piadosa y envarada solterona, se
encuentra, por la fuerza del azar y las circunstancias, a bordo de un barco cochambroso,
The African Queen, y con la única
compañía de Charlie Allnut, un marino de mediana edad, tosco y borrachuzo, en
las antípodas de todo lo que ella pueda representar, navegando río abajo,
empeñados ambos en una misión que se han propuesto: volar la cañonera Louisa, el barco enemigo que patrulla
las aguas del Ulanga. Y este objetivo
nos dará ocasión de ir conociendo los caracteres de cada uno y los cambios que
las sucesivas peripecias por las que pasan van introduciendo en esta extraña
pareja de solitarios, en su evolución anímica, en el progresivo acercamiento de
sus personalidades que se irán acoplando gradualmente. Y les vemos rejuvenecer por
efecto de esa atracción mutua que les transforma y acerca sus almas al punto de
parecer que sus miradas se acariciasen.
La película gustó tanto que alguien llegó
a decir: ”Le financiaron un safari y salió
una obra maestra”. Y
ciertamente tuvo tanto éxito que se
pusieron de moda las aventuras exóticas y a lo largo de la década se acabarían
rodando unas cuantas más: Mogambo, Las
nieves del Kilimanharo, Cuando ruge la marabunta, Sólo Dios lo sabe… con
gran aceptación por parte del público. Ésta, La reina de África, nos sigue haciendo
disfrutar hoy a casi setenta años
de su estreno.
John Huston, que
tantas aventuras nos había contado, se despidió de todos con una historia
sosegada y algo melancólica, Dublineses
(The dead), adaptación de un cuento
de Henri James, donde la acción se reduce a acudir a una fiesta familiar. Una
película coral e intimista que refleja en conversaciones, miradas, gestos y
pequeños detalles, sentimientos y reencuentros con personas más o menos
queridas, cierta hipocresía y aceptación de las convenciones, y recuerdos
abandonados en un rincón de la memoria que afloran inesperados e inoportunos,
tal vez convocados por la nostalgia. Nada que ver con la aventura, si no es
estrictamente la aventura de vivir, lo que significa esta aportación grandiosa,
seguramente la mejor obra de un aventurero empedernido.
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