Llegó pronto el invento de los Lumière a Japón y llegó con una cámara fabricada por Gaumont con la que ya en 1899 se están filmando escenas de gheisas. En el primer cuarto del siglo XX se cuentan a miles los cortometrajes que allí se realizan y durante la década de los treinta se registra también una fuerte producción cinematográfica, coexistiendo entonces ambas opciones, el mudo y el sonoro.
En este último, ya entonces destacan las aportaciones de Kenzi Mizoguchi, que acabará convirtiéndose en uno de los directores más influyentes del siglo veinte: Las hermanas de Guion (Gion no shimai, 1936), o La historia del último crisantemo (Zangiku monogatari, 1939) pertenecen a este período de su creación. Su cine, atento tanto a la historia de su país como fascinado por el universo femenino, a menudo gira en torno a la problemática social de la mujer ambientada en el Japón de tiempos pasados.
En los años cuarenta se estrenan las primeras obras tanto de Akira Kurosawa, (La leyenda del gran Judo, -Sanshiro Sugata- 1943) como de Yasuhiro Ozu (Primavera tardía, -Banshun- 1949) aunque la difusión mundial de ambos sólo comenzaría en la siguiente década, que por lo demás constituye la época dorada del cine japonés. Rashomon (1950), óscar a la mejor película extranjera de aquel año, lanza a Kurosawa, su director, al estrellato mundial y abre las puertas del cine japonés a los mercados de América y Europa. Las siguientes películas de Kurosawa (Vivir –Ikiru- 1952 y Los siete samuráis – Shichinin no samurái- 1954); de Ozu (los cuentos de Tokio -Tokyo monogatari-, 1953 y Buenos días –Oahyo- 1959); de Kobayashi, (Trilogía de la condición humana -1958/1961-) o de Mizoguchi (Cuentos de la luna pálida -Ugetsu monogatari-, 1953 y El intendente Sansho -Sansho Dayu-, 1954) se cuentan entre lo más destacable de lo que, procedente de Japón, iba llegando a nuestras pantallas, obras todas de altísimo nivel que sitúan la filmografía nipona en lugar de preferencia en la estima de Occidente.
En lo que atañe a Kurosawa siempre se le ha tenido por el más occidental del cine oriental, como parecen subrayarlo incluso su afición por Shakespeare (dos de sus películas están inspiradas en sus obras Trono de Sangre (1957) en Macbeth, y Ran (1980) en El rey Lear; su devoción por Dashiell Hammett, y la declarada influencia en sus realizaciones del cine de Ford, que expresamente señaló y que resulta fácilmente rastreable en las conexiones de sus samuráis con los tipos duros del western. La cuidada estética de sus películas, sus atrevidas soluciones de montaje que cambian el ritmo de la narración, la variedad de su temática que parece abarcar todo lo que afecta al ser humano, desde lo más cotidiano a lo más épico… son rasgos de su cine que explican su general aceptación y aprecio.
El de Ozu es otro mundo,
un ámbito costumbrista e íntimo de emoción contenida y resignada aceptación de
lo cotidiano. Sus personajes, que apenas exteriorizan sus sentimientos, más que
estar en escena parecen tener vida propia y el espacio en que se mueven,
gracias a ese original recurso suyo de colocar la cámara a ras del suelo,
adquiere una dimensión distinta. Y de esta manera nos acerca a pequeños
detalles del día a día que desvelan la condición humana. Cine contemplativo y
relajado, donde se respira y palpa el tiempo, que se abre al espectador para
dejarle mirar y escuchar en silencio.
Kobayashi por su parte ocupa también un lugar relevante en la cinematografía japonesa. El se definía como soldado pacifista y desde luego su cine denuncia con frecuencia las terribles consecuencias que la segunda guerra mundial, que sin duda le marcó en lo personal, acarreó al conjunto de la sociedad nipona. Y tanto en estos que nos hablan de la guerra, como en cualquier otra de sus obras, sea cual sea su temática, es manifiesta su denuncia de la opresión y su resistencia al poder establecido.
En Mizoguchi lo más
patente es su postura siempre a favor de los más necesitados. Hizo un cine
riguroso y contenido que subraya la dignidad del ser humano común y corriente,
personajes humildes con los que empatiza y a los que defiende contra viento y marea.
Feminista en un mundo donde ser mujer supone una enorme dificultad añadida, su
cine expresa claramente su compromiso a favor de esta mitad del género humano,
tan postergada a lo largo de la historia.
La segunda mitad del
siglo nos trae nuevas figuras. En coincidencia con el free cinema británico o la
nouvelle vague francesa, surge también allí un nuevo modo de abordar el
cine, la nueva ola japonesa. Sus
representantes son entre otros, Imamura, (Nippon
Konchuki, 1963), el propio Kobayashi (Kwaidan) y sobre todo Oshiba, que en
la década siguiente causaría sensación en Occidente con El imperio de los sentidos (1972) película de fuertes tintes
eróticos. Prohibida por ello en las salas japonesas durante décadas, pero
estrenada en Francia primero y exhibida
después enseguida en diversos países de Europa, causó en ellos un fuerte impacto
tanto de crítica como de público. En los ochenta Kurosawa, cuya fama parecía irse
apagando, volvería a primer plano con otros títulos exitosos de difusión
mundial como Ran (1982), de nuevo
Oscar de Hollywood, y en la última década comienza Miyazaki con sus películas
de animación, la más famosa de las cuales El
viaje de Chihiro, ya de 2001, consiguió el top de taquilla del cine japonés.
En la actualidad nuevos
realizadores logran mantener en Occidente con esfuerzo el listón del cine
japonés a la altura alcanzada, aunque sólo con cuentagotas van llegando a este
mercado sus nuevas realizaciones. Hoy en día el más conocido entre nosotros sea
probablemente Takesi Kitano, pero otros nacidos después van cogiendo ya el
relevo como Kiyoshi Kurosawa (Tokyo Sonata, 2008), Tetsuya Nakashima (Confessions – Kokuhaku - 2010), Gen Takahashi (Confessions
of a dog -Pochi no Kokuhaku-, 2006) o Hirokazu Koroeeda.
De ellos el más conocido en Occidente quizá sea Hirokazu
Koroeeda que nos ofrece un cine complejo en su contenido pero no complicado de
seguir; delicado y contundente a la vez, un cine de emociones y afectos,
profundo y sentimental, pero nunca sensiblero. Historias que a menudo giran en
torno a los niños en particular y a la vida familiar en general y que tratan de
afectos, rencores, añoranzas… emociones que su cine nos muestra mezclando drama
y humor y manteniendo la necesaria distancia para no resbalar jamás por la
pendiente de la sensiblería empobrecedora. Kiseki:
Milagro (2011), De tal padre tal hijo,
(2013), Nuestra hermana pequeña
(2015), Un asunto de familia (2018)
son algunos de los títulos de este cineasta que venimos viendo en nuestras pantallas.
Escena de Nuestra hermana pequeña
Aunque él no parece reconocer influencia de Ozu en su manera de hacer, sin embargo sus películas sí nos recuerdan las historias intimistas que caracterizaban a aquel director. Porque, aunque sin el lirismo del cine de Ozu, el de Koroeeda nos introduce también en intimidades cotidianas, en asuntos familiares donde a menudo se esconden heridas del alma.
Y de algunos más nos van llegando ejemplos
destacables de su cine como pasa con ciertas películas de Kinji Fukasaku (Battle Royale -Batoru Rowaiaru-, 2000);
de Yojiro Takita ( Departures –Okuribito-
2008); de Sion Sono (Exposición de amor -Love
Exposure- 2008 o Cold Fish -Tsumetai nettaigyo-, 2010); de Yoji
Yamada (El ocaso del samurái -Tasogare
seibei-, 2002); de Yuya Ishii, (Sawako
decides -Kawa no soko kara konnichi wa-, 2010); creaciones todas ellas
destacables que confirman la calidad del cine japonés.
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