Los intrincados caminos recorridos por el término "libertino" para acabar significando hombre de costumbres depravadas han enredado la madeja sin necesidad, porque este sentido estaba ya latente en el vocablo desde su aparición. Libertino era el nombre que Roma había dado al hijo del liberto o esclavo manumitido, y desde sus comienzos ya quería señalar al que no sabe usar la libertad de que goza.
En el discurrir de los tiempos el término va engrosando su contenido semántico y cargándose de matices y a partir del siglo XVI en su significado predominan ya, confundidos, dos conceptos: libertino es el impío, el ateo, el incrédulo; y también, el depravado, el licencioso, el disoluto. A lo largo del XVIII se va abriendo paso cierta concepción hedonista de la vida, que convierte el goce sensual en valor preferente, y esa moral se irá afirmando conforme nos acerquemos a 1789, cuando la Revolución Francesa liquide el sistema de valores sociales y religiosos del Antiguo Régimen.
Entonces, en medio de una atmósfera de carpe diem, frente a un mundo que se derrumba (caos económico, deterioro de la imagen del poder, rechazo del orden constituido...) y a la entronización de nuevos valores, (razón, naturaleza, libertad), el libertino, en su doble vertiente de incrédulo y depravado, se irá descargando en gran medida de su rebeldía religiosa para enaltecer su búsqueda del placer, nuevo dios y única meta de la existencia.
Se trata de una atmósfera moral que al principio se insinúa solamente en Versalles, pero que lentamente va a ir salpicando a toda la sociedad, francesa primero y europea después. Y en este contexto se mueven los personajes de la novela que nos ocupa, deudora, claro, de su tiempo y su reflejo.
El autor de la obra, Choderlos de Laclos, (1741-1803) es un militar, frustrado en su carrera, tal vez también en su vida amorosa y fracasado además en su actividad como escritor, hasta que le llega el éxito con la publicación en 1782 de esta joya. La estampa que nos ofrece de una aristocracia frívola y egocéntrica, ajena y despreocupada de las miserias de su entorno, paseando su vida ociosa por lujosas villas y palacios rococós, fue juzgada con severidad por sus superiores, que, conscientes enseguida del contenido incendiario de la obra, sancionaron al autor. Pero la novela obtuvo desde el primer momento un éxito abrumador y rescató definitivamente del olvido a su creador.
Echemos un vistazo a sus principales personajes, a sus andanzas y fechorías: El vizconde de Valmont, un libertino que pulula en ese ambiente prerrevolucionario, uno de tantos si no se tratara de un antiguo amante de la Marquesa de Merteuil a quien ésta enredará en un juego peligroso; y, la propia marquesa, una especie de Casanova femenino, diabólica, maquiavélica y astuta, poseída por una avasallante obsesión erótica y una ira contenida que desfoga corrompiendo tiernas e inocentes jovencitas; Valmont será el instrumento oportuno para su cínico ejercicio, una marioneta en sus manos.
La lectura de las cartas que ambos se cruzan desvela sus intrigas y su voluntad corruptora. En ellas brilla, nítida, la figura de sagaz y malvada de la marquesa, su mente racionalista, la frialdad de su carácter, su autodominio, el análisis lúcido y distante de sus más íntimos impulsos, dominando abrumadoramente la narración.
El perfil de su contrapunto, Valmont, es el de un profesional del erotismo dieciochesco, vanidoso, mas depravado que malo y con un punto de inconsciente ingenuidad. Valmont, a quien ella persuade y obliga a entrar en su pérfido juego, con la misión de seducir y corromper a la incauta doncella blanco de su venganza, que venganza parece su afán de corromperla y despojarla de la inocencia tan valorada en esa sociedad que ella desprecia y secretamente burla, tras una hipócrita apariencia de sumisión a sus valores.
Esta pareja despliega sus artes del disimulo, moviéndose con elegancia y aparente honestidad por ese mundo, mientras urden sus maquinaciones y se lanzan sobre sus inexpertas víctimas, conscientes de que sus privilegios de cuna les garantizarán un alto grado de impunidad.
El cine y la televisión se han interesado con frecuencia en recrear esta novela e incluso hay una composición operística, The dangereous liasons de Conrad Sousa, estrenada en San Francisco en 1994. En televisión la historia ha sido objeto de diferentes series : una colombiana, estrenada en 1998, bajo el título de Perro amor, y dos francesas, con el mismo de la novela, Las relaciones peligrosas; la primera dirigida por Claude Barma en 1980 y la segunda por Josée Dayan en 2003, con Catherine Deneuve, Rupert Everett y Nastassja Kinski en sus papeles principales.
Y en cuanto al cine propiamente dicho existen al menos cinco versiones en los últimos cincuenta años. La más lejana en el tiempo, una adaptación titulada, Las relaciones peligrosas, realizada en 1959 por Roger Vadim, con un grande de la escena francesa, Gérard Philipe, en el papel del vizconde.Ya había asumido este inolvidable actor la apariencia de un personaje dieciochesco en la deliciosa Si Versalles pudiera hablar (1952), de Sacha Guitry, todo un icono del cine francés. Y reencarnó también con arte y asombroso parecido físico la figura de Modigliani en una delicada versión que de su vida efectuara Jacques Bécquer, en 1957, Montparnasse 19. Inolvidable además en otras muchas, su interpretación de Valmont constituyó su penúltima aparición ante las cámaras, ya que desgraciadamente moriría, en plena juventud, a poco de terminar el rodaje de La Fièvre monte al Pao en 1959.
Volviendo a las amistades peligrosas y sus adaptaciones al cine, las más recientes son Scandal (2003) de Je Yong Lee, versión muy libre de la obra, y Crueles intenciones (1999), que Roger Kumble, siguiendo en lo esencial su línea argumental, traslada al Nueva York de hoy, ambientando la historia en un círculo de jóvenes adinerados. Su película, entretenida, fue bien recibida por crítica y público. Pero sería en la década de los ochenta cuando el cine lograra sus más brillantes adaptaciones de esta penetrante novela epistolar, en sendas películas que se estrenan casi a un tiempo: Las amistades peligrosas, (1988), del inglés Stephen Frears, y Valmont, (1989), del checo Milos Forman. Se trata en ambos casos de dos estupendas recreaciones de la novela bien contadas, bien ambientadas y bien interpretadas. La de Milos Forman cuenta desde luego con dos actores de primerísima fila, Anette Bening y Colin Firth, y, sin duda, es una buena película. Pero la de Frears en particular no sólo convence y emociona, porque se trata de una obra redonda, sino que acierta de lleno al recurrir además a dos monstruos del cine para dar vida a estos dos pérfidos: Glenn Close como la marquesa, y John Malkovich como Valmont, y ambos consiguen realizar un trabajo de altos vuelos, alcanzando niveles interpretativos de una profundidad y riqueza más que notables. También Michelle Pfeiffer, reencarnando a la devota y virtuosa señora de Tourvel, inocente víctima de sus intrigas, estuvo a la altura de las circunstancias, consiguiendo con ello consolidar su carrera que ya se anunciaba exitosa.
Si hubiéramos de quedarnos con una sola de entre tantas versiones, sin duda recomendaríamos la de Stephen Frears, tan fiel al espíritu de la obra de Choderlos de Laclos. Pero como no es el caso animamos a ver además la de Milos Forman, que constituye asimismo un disfrute. Eso sí, no se pierdan la novela; si no la han leído todavía, no lo demoren más, que es lectura que te atrapa y no te suelta hasta el final.