lunes, 14 de marzo de 2011

Las amistades peligrosas: una mirada libertina

Los intrincados caminos recorridos por el término "libertino" para acabar significando hombre de costumbres depravadas han enredado la madeja sin necesidad, porque este sentido estaba ya latente en el vocablo desde su aparición. Libertino era el nombre que Roma había dado al hijo del liberto o esclavo manumitido, y desde sus comienzos ya quería señalar al que no sabe usar la libertad de que goza.

En el discurrir de los tiempos el término va engrosando su contenido semántico y cargándose de matices y a partir del siglo XVI en su significado predominan ya, confundidos, dos conceptos: libertino es el impío, el ateo, el incrédulo; y también, el depravado, el licencioso, el disoluto. A lo largo del XVIII se va abriendo paso cierta concepción hedonista de la vida, que convierte el goce sensual en valor preferente, y esa moral se irá afirmando conforme nos acerquemos a 1789, cuando la Revolución Francesa liquide el sistema de valores sociales y religiosos del Antiguo Régimen.
Entonces, en medio de una atmósfera de carpe diem, frente a un mundo que se derrumba (caos económico, deterioro de la imagen del poder, rechazo del orden constituido...) y  a la entronización de nuevos valores, (razón, naturaleza, libertad), el libertino, en su doble vertiente de incrédulo y depravado, se irá descargando en gran medida de su rebeldía religiosa para enaltecer su búsqueda del placer,  nuevo dios y única meta de la existencia.
Se trata de una atmósfera moral que al principio se insinúa solamente en Versalles, pero que lentamente va a ir salpicando a toda la sociedad, francesa primero y europea después. Y en este contexto se mueven los personajes de la novela que nos ocupa, deudora, claro, de su tiempo y su reflejo.
El autor de la obra, Choderlos de Laclos, (1741-1803)  es un militar, frustrado en su carrera, tal vez también en su vida amorosa y fracasado además en su actividad como escritor,  hasta que le llega el éxito con la publicación en 1782 de esta joya. La estampa que nos ofrece de una aristocracia frívola y egocéntrica, ajena y despreocupada de las miserias de su entorno, paseando su vida ociosa por lujosas villas y palacios rococós, fue juzgada con severidad por sus superiores, que, conscientes enseguida del contenido incendiario de la obra, sancionaron al autor. Pero la novela obtuvo desde el primer momento un éxito abrumador y rescató definitivamente del olvido a su creador.
Echemos un vistazo a sus principales personajes, a sus andanzas y fechorías: El vizconde de Valmont, un libertino que pulula en ese ambiente prerrevolucionario, uno de tantos si no se tratara de un antiguo amante de la Marquesa de Merteuil a quien ésta enredará en un juego peligroso; y, la propia marquesa, una especie de Casanova femenino, diabólica, maquiavélica y astuta, poseída por una avasallante obsesión erótica y una ira contenida que desfoga corrompiendo tiernas e inocentes jovencitas; Valmont será el instrumento oportuno para su cínico ejercicio, una marioneta en sus manos.
La lectura de las cartas que ambos se cruzan desvela sus intrigas y su voluntad corruptora. En ellas brilla, nítida, la figura de sagaz y malvada de la marquesa, su mente racionalista, la frialdad de su carácter, su autodominio, el análisis lúcido y distante de sus más íntimos impulsos, dominando abrumadoramente la narración.
El perfil de su contrapunto, Valmont, es el de un profesional del erotismo dieciochesco, vanidoso, mas depravado que malo y con un punto de inconsciente ingenuidad. Valmont, a quien ella persuade y obliga a entrar en su pérfido juego, con la misión de seducir y corromper a la incauta doncella blanco de su venganza, que venganza parece su afán de corromperla y despojarla de la inocencia tan valorada en esa sociedad que ella desprecia y secretamente burla, tras una hipócrita apariencia de sumisión a sus valores.
Esta pareja despliega sus artes del disimulo, moviéndose con elegancia  y aparente honestidad por ese mundo, mientras urden sus maquinaciones y se lanzan sobre sus inexpertas víctimas, conscientes de que sus privilegios de cuna les garantizarán un alto grado de impunidad. 

El cine  y la televisión se han interesado con frecuencia en recrear esta novela e incluso hay una composición operística, The dangereous liasons de Conrad Sousa, estrenada en San Francisco en 1994. En televisión la historia ha sido objeto de diferentes series : una colombiana, estrenada en 1998, bajo el título de Perro amor, y dos francesas, con el mismo de la novela, Las relaciones peligrosas; la primera dirigida por Claude Barma en 1980 y la segunda por Josée Dayan en 2003, con Catherine Deneuve, Rupert Everett y Nastassja Kinski en sus papeles principales.

Y en cuanto al cine propiamente dicho existen al menos cinco versiones en los últimos cincuenta años. La más lejana en el tiempo, una adaptación titulada, Las relaciones peligrosas, realizada en 1959 por Roger Vadim, con un grande de la escena francesa, Gérard Philipe, en el papel del vizconde.Ya había asumido este inolvidable actor la apariencia de un personaje dieciochesco en la deliciosa Si Versalles pudiera hablar (1952), de Sacha Guitry, todo un icono del cine francés. Y  reencarnó también con arte y asombroso parecido físico la figura de Modigliani en una delicada versión que de su vida efectuara Jacques Bécquer, en 1957, Montparnasse 19. Inolvidable además en otras muchas, su interpretación de Valmont constituyó su penúltima aparición ante las cámaras, ya que desgraciadamente moriría, en plena juventud, a poco de terminar el rodaje de La Fièvre monte al Pao en 1959.  

Volviendo a las amistades peligrosas y sus adaptaciones al cine, las más recientes son Scandal (2003) de Je Yong Lee, versión muy libre de la obra, y Crueles intenciones (1999), que Roger Kumble, siguiendo en lo esencial su línea argumental, traslada al Nueva York de hoy, ambientando la historia en un círculo de jóvenes adinerados. Su película, entretenida, fue bien recibida por crítica y público. Pero sería en la década de los ochenta cuando el cine lograra sus más brillantes adaptaciones de esta penetrante novela epistolar, en sendas películas que se estrenan casi a un tiempo: Las amistades peligrosas, (1988), del inglés Stephen Frears, y Valmont, (1989), del checo Milos Forman. Se trata en ambos casos de dos estupendas recreaciones de la novela bien contadas, bien ambientadas y bien interpretadas. La de Milos Forman cuenta desde luego con dos actores de primerísima fila, Anette Bening y Colin Firth, y, sin duda, es una buena película. Pero la de Frears en particular no sólo convence y emociona, porque se trata de una obra redonda, sino que acierta de lleno al recurrir además a dos monstruos del cine para dar vida a estos dos pérfidos: Glenn Close como la marquesa, y John Malkovich como Valmont, y ambos consiguen realizar un trabajo de altos vuelos, alcanzando niveles interpretativos de una profundidad y riqueza más que notables. También Michelle Pfeiffer, reencarnando a la devota y virtuosa señora de Tourvel, inocente víctima de sus intrigas, estuvo a la altura de las circunstancias, consiguiendo con ello consolidar su carrera que ya se anunciaba exitosa.   

Si hubiéramos de quedarnos con una sola de entre tantas versiones, sin duda recomendaríamos la de Stephen Frears, tan fiel al espíritu de la obra de Choderlos de Laclos. Pero como no es el caso animamos a ver además la de Milos Forman, que constituye asimismo un disfrute. Eso sí, no se pierdan la novela; si no la han leído todavía, no lo demoren más, que es lectura que te atrapa y no te suelta hasta el final.

martes, 1 de marzo de 2011

La Tía Tula: de Unamuno a Picazo

La tía Tula constituye un relato íntimo, estremecido y penetrante donde el autor nos presenta con profundidad y riqueza una serie de personajes entre los que resalta la figura de Tula: "esos ojazos de luto que se le meten a uno en el corazón" nos señala enseguida Unamuno. Y sólo con esa pincelada avisa ya de su magnetismo y su fuerza de carácter, que luego irá desvelando, ahondando en su alma, con una prodigiosa economía de medios y sobria eficacia. 



En 1964 Miguel Picazo, partiendo de esta historia, consiguió realizar una espléndida película que figura entre lo más importante de la producción cinematográfica de la España de entonces. Que aquella década no fué sólo la de las películas de Marisol, los spaghetti western o las superproducciones de Samuel Bronston; fue también la de una serie de creaciones interesantes y singulares, como las extraordinarias El verdugo y Plácido de Berlanga; Viridiana y "Tristana" de Buñuel; Los Tarantos de Rovira Veleta; La caza de Saura o las refrescantes y minusvaloradas Solo para hombres o La venganza de don Mendo de Fernán Gómez, muchas de las cuales, casi todas en realidad, pueden competir en pie de igualdad con el mejor cine europeo de entonces.

La tía Tula de Picazo nos ofrece un retrato soberbio de la realidad cotidiana de aquella España de los 60, porque el primer gran acierto del director fue ambientar en su presente la narración. Unamuno la había publicado varias décadas atrás, concretamente en 1920 y, aunque como es habitual en sus ficciones no da noticias del paisaje exterior, todo cuanto ocurre en el ámbito de la novela es marcadamente español y característico de una clase media provinciana como aquella en la que el escritor vivía. Ahora bien, como la moral social que la dictadura de Franco impuso suponía tal retroceso en las costumbres, seguramente no fue demasiado difícil ese desplazamiento histórico; era la sociedad la que había vuelto al pasado y Picazo lo que hace es darnos, a través del desarrollo de su trama, una imagen de esa sociedad tal como está siendo, como él la está sintiendo vivir.


Películas como El espíritu de la Colmena (1973), de Víctor Erice, o La colmena (1982), de Mario Camus, recrean con brillantez la atmósfera de la postguerra española, dándonos una visión retrospectiva de aquella España que convence. Otras, en cambio, reflejan el momento histórico en que se realizaron, ofreciéndonos un testimonio vivísimo del mismo; es el caso de ¡Bienvenido Mr. Marshall! para la España de los '50; Plácido para la de los '60; La escopeta nacional, para la de los '70 o Mujeres al borde de un ataque de nervios para los '80... por citar algunos ejemplos de buen cine español, que proponiéndoselo o sin proponérselo nos dan visiones de España ajustadas al momento de su realización, incluso a través de la caricatura o la exageración. Así sucede también con esta "tía Tula", ejemplo soberbio en este caso de realismo crítico en un cine para mayor dificultad asfixiado por la censura, que, por si fuera poco, se empleó a fondo con ella. 

Dicho está que en su película Picazo actualiza el mundo de Tula, llevándolo a su propia época, y, al hacerlo, lo convierte en símbolo de la represión que la cultura oficial imponía a su sociedad. De modo que a lo largo de todo su desarrollo argumental nos va desvelando la forma de estar y conducirse de la protagonista en el ambiente que entonces se respiraba, el de unas gentes condicionadas por un sistema de valores familiares y religiosos rígido y estrecho, donde todos son a la vez víctimas y verdugos.

Y nos muestra este sistema desmenuzando con talento cada uno de los elementos que lo configuran, deteniéndose en aquellos comportamientos tan determinados por la moral social impuesta: las apariencias, (la mirada pendiente de lo que los vecinos puedan oír, ver o decir); la separación de sexos de un puritanismo gazmoño y trasnochado (las chicas con las chicas, los chicos con los chicos); la represión sexual (el pretendiente que ronda las esquinas y persigue a su dama sin osar acercarse y recurriendo además a la influencia de terceros); el aburrimiento pacato de provincias; la ñoñería (¡impagable esa fiesta de amigas!...) la "formalidad", el luto y las constantes visitas al cementerio...

Una moral impregnada además de un estrecho catolicismo agobiante y omnipresente que él nos hace ver lanzando su mirada sobre los objetos y rituales cotidianos de la religión: el rosario, el velo, el misal; la misa, la primera comunión que se pospone por el luto; los cánticos religiosos, el círculo parroquial, el ropero de los pobres, los escrúpulos de conciencia.. y que llega a nosotros aromado por el tufo nacional católico que configuraba la estética franquista de los años cincuenta y primeros sesenta, volcada en mantener las tradiciones más rancias a contracorriente de su momento histórico.

Por todo ese mundo nos lleva Tula, la Tula de Unamuno, a la que Picazo no traiciona: una mujer de fuerte personalidad abnegada, piadosa, maternal siempre dispuesta a sacrificarse por los suyos y también rígida, severa, autoritaria, de sólidas convicciones morales que impone y se impone sin vacilar. Unamuno nos señala su enérgica rebeldía. Tampoco la Tula de Picazo es dócil, no quiere que le manden, quiere elegir no ser elegida. La vemos desenvolverse dirigiéndolo todo, dominando su entorno, imponiendo su manera de hacer, controlando cada aspecto, cada situación; también sus emociones, refrenando sus sentimientos amorosos, escondidos en los recovecos de su alma, negándolos, apartándose arisca de cualquier acercamiento a los placeres sensoriales.

Las diferencia algún aspecto: Unamuno después de inventarla descubre en ella sus raíces quijotescas y teresianas, su soledad final es su soledad de siempre; su elección no puede ser otra. Tula es fiel a sí misma actuando como lo hace. Picazo, sin negarlos, al recrearla incide más en cómo su identificación con los valores dominantes, asumidos sin duda con absoluto convencimiento y fervor, la van a condenar a una vida estéril y acentúa esa soledad final como fracaso, mostrándola víctima de sus propias convicciones.

La película no nos cuenta toda la novela: su núcleo argumental gira en torno a las relaciones de Tula y su cuñado, a partir del momento en que habiendo enviudado éste, Tula se vuelca en la familia de su hermana, del gobierno de su casa y el cuidado de sus hijos y su viudo. Cuando el cuñado le muestra su interés en rehacer su vida con ella, Tula reacciona con horror ante este nunca asumido, aunque sí sugerido, objeto de deseo. Y la reserva de Tula, reforzada por el tabú de traicionar a la hermana muerta, por sus propios prejuicios y su afán de responder ejemplarmente a los exigentes patrones de la moral social imperante, la conducirán sin remedio a la soledad, a la renuncia y la pérdida de sus afectos.

Y el paisaje en que se desarrolla la historia es ese mundo íntimo del discurrir de lo cotidiano, con la mujer ocupándose de todo en el ámbito doméstico (la limpieza de la casa, la plancha, la costura, el cuidado de los enfermos, los niños...) donde el hombre es casi un intruso y con seguridad un inútil; intimidad del hogar casi claustrofóbica, reforzando con ello la aguda sensación de encierro que producen las relaciones sociales en ese medio provinciano ya de por sí hermético.

Y todo ello narrado con la mayor sobriedad y con un reparto excelente donde todos deslumbran: Tula, una Aurora Bautista espléndida en sus ansias de perfeccionismo; el cuñado, Carlos Estrada, en su mejor momento y su mejor papel; el cura, soberbio José María Prada; la amigas, Lali Soldevilla, siempre inmejorable; la Gutiérrez Caba, perfecta... todos nos convencen y nos transportan a la España de los años sesenta como si no fuera una película sino un pedazo de la realidad de entonces a la que nos has sido dado asomarnos en vivo desafiando al tiempo.

Una película de obligado visionado para quien no lo haya hecho antes y que quien ya la conozca puede volver a ver con el mismo interés del primer día, porque se mantiene fresca sin que el transcurrir de los días la haya lastimado.