jueves, 4 de agosto de 2016

Los Mann

Estrenando siglo XX Thomas Mann, hijo de un acaudalado empresario alemán, publica los Buddenbrook, donde en esencia nos cuenta la historia de su propia familia. La novela alcanza un éxito inmediato que rebasa fronteras, porque pronto otras burguesías europeas vieron también su propia alma reflejada en esta historia de prosperidad y desplome del espíritu empresarial. El mismo autor, que consideraba su obra como genuinamente alemana, confesó su sorpresa ante la proyección internacional de su fama.



Acababa de cumplir 25 años. Alemania, entonces en plena era guillermina, parece encontrarse en la cima de la prosperidad, bajo un bienestar material sólido y presumiblemente duradero. Él, por su parte, liquidada la empresa familiar tras la muerte de su padre, sucedida diez años antes, se había convertido en plena juventud en un hombre independiente, adinerado y ahora además famoso. Pocos años más tarde, en 1905, contrae matrimonio con una rica heredera judía, que será ya siempre su mayor apoyo en la vida, protegiéndole, gestionando los aspectos materiales de su actividad creadora, vigilando que ninguno de sus numerosos hijos perturbaran su paz, sufriendo en silencio su desafecciones, y en fin eliminando todo tipo de obstáculos que pudieran surgir en su camino.





Al contrario que Heinrich, su hermano mayor, conocido también en los círculos literarios alemanes, él se siente perfectamente identificado con los valores imperantes en su patria. Así, mientras avanza el siglo, su hermano se irá decantando hacia posturas de compromiso político y social muy críticas con el militarismo alemán y Thomas en cambio, ferviente admirador de todo lo germánico, se alineará ante la gran guerra con los partidarios de la contienda. Esto iba a distanciar a los hermanos durante años. Pero tras la derrota alemana en la gran guerra, nuestro autor revisaría su entusiasmo nacionalista, modificando posiciones y convirtiéndose en un destacado defensor de la república de Weimar. 

En lo material seguirá viviendo desahogadamente hasta que los bonos de guerra y la hiperinflación de 1923 reduzcan seriamente sus fondos, aunque incluso así, gracias a la fortuna de su mujer, su tren de vida no llegará a verse sustancialmente alterado. Además en esos años de la primera postguerra su fama ya era mundial y sus escritos no sólo le proporcionaban honores, sino también divisas; divisas y honores que culminarían en 1929 con la concesión del Nobel.

A lo largo de los años 20, conforme el nacionalsocialismo va tomando posiciones, la situación política se va volviendo irrespirable en Alemania y Thomas Mann, en abierto contraste con muchos intelectuales de tendencias conservadoras y nacionalistas como las suyas, deja desde muy pronto bien clara su oposición frontal al nazismo. Ya en 1921, cuando el movimiento estaba todavía en formación lo había calificado de «disparate con esvástica» y había denunciado como una infamia su antisemitismo. El ascenso de Hitler al poder en enero de 1933 le encuentra de gira por Europa. Ya no podrá volver. La situación le obliga como a tantos otros al exilio, fijando su residencia en Suiza. En Alemania, sus libros acabarán siendo prohibidos, su casa ocupada y sus bienes confiscados. Y, aunque al principio, tal vez para evitarlo, se resiste a pronunciarse públicamente contra el nuevo régimen, a partir del año 1936 desarrollará un infatigable activismo político que ya no abandonará hasta el final de la guerra. 

En 1938 se traslada a vivir a los Estados Unidos y continúa su lucha contra el nazismo. Era tan célebre que hasta los Roosevelt lo recibieron en la Casa Blanca en enero de 1941. En la difusión de sus ideas políticas sobre la guerra y sus consecuencias utiliza todos los medios a su alcance; de especial importancia fueron sus intervenciones radiofónicas en el programa de la BBC “¡Oyentes alemanes!” donde, desde fecha tan temprana como enero de 1942, no dejó de denunciar el proceso de exterminio de los judíos. Por su parte sus hijos varones, excepto el pequeño, demasiado joven aún, se alistan en el ejército de los Estados Unidos. El 23 de junio de 1944 Thomas Mann y Katia Pringsheim, su mujer, adquirieron la nacionalidad estadounidense. Ese mismo año apoya activamente a Roosevelt en la campaña para las elecciones presidenciales y sigue viajando e impartiendo conferencias desde posiciones cada vez más radicales. Parecían definitivamente asentados en aquel país los Mann, pero, a finales de la década de los 40, comienzan a sentirse incómodos. Se había desencadenado en los Estados Unidos la persecución macartista y los escritos más izquierdistas de Mann le hacían sospechoso de simpatizar con el comunismo. Todavía más preocupante era la situación de su hija mayor, Erika, mucho más radical que su padre, que había sido interrogada por el FBI acusada de ser miembro del partido comunista y posible agente a sueldo de Stalin. Así que, en julio de 1952, abandonan los Estados Unidos y se instalan en Suiza. El, tan alemán que gustaba de verse como un nuevo Goethe, sólo volvería a Alemania de visita, muriendo en Zurich en 1955.






En su obra encontramos una serie de constantes que se repiten con insistencia. Por señalar las más evidentes, el carácter fuertemente biográfico de sus escritos; su impronta acusadamente alemana: su famosa frase «Donde yo esté está Alemania», no sólo resume su actitud ante el exilio, refleja también su profunda identificación con su patria; y, entrando en terrenos más perturbadores para su alma puritana, su latente homosexualidad, sugerida en alguna de sus novelas (Tonio Kroger, La muerte en Venezia…) y puesta de manifiesto en sus diarios personales, hechos públicos en 1975. Por último, una extraña y oscura fascinación por la muerte que, por lo demás pareció perseguirle a lo largo de toda su vida (el suicidio de su hermana Carla en la casa familiar en 1910; el de su hermana Julia en el verano de 1927, el de su cuñada Nelly en Los Angeles en 1944; el de su hijo Klaus en Cannes en 1949…). Todos estos aspectos se filtran de alguna manera en sus obras, pero lo verdaderamente determinante, lo que le define como un escritor de primera fila es la densidad intelectual y psicológica que alcanza en sus escritos y su extraordinario dominio de la narración.

Heinrich Breloer, autor de interesantes docudramas sobre la Alemania del siglo XX, realiza en 2001 la serie Los Mann, la novela del siglo, (Die Manns. Ein Jahrhundertroman). Y en 2008 volvería a interesarse por Thomas Mann; en aquella ocasión para llevar a la pantalla la novela que le hizo mundialmente famoso, Los Buddenbrooks


En Los Mann nos aproxima de manera impecable a la vida de este premio Nobel: de la mano de su hija menor, Elisabeth Mann, entonces todavía viva, nos introduce en el hogar familiar, recreado con absoluto rigor y precisión; recurriendo a imágenes documentales de la época nos sumerge en el clima de la historia; apoyado en un inteligente guión nos permite intuir el alma atormentada de este personaje tan introvertido y adivinar sus demonios, mientras va desplegando ante nuestros ojos su discurrir cotidiano; sus difíciles relaciones familiares (con su esposa, con sus hijos, con su hermano…); diferentes momentos claves en su existir, o su compromiso político. La serie se centra en el protagonista, pero nos acerca también a los otros dos escritores de la familia, su hermano Heinrich y su hijo Klaus.

Heinrich, cinco años mayor que Thomas fue también un escritor de talento. Valorado en los medios intelectuales por sus obras literarias desde antes del cambio de siglo, su activismo político contra el militarismo prusiano le granjeó una gran notoriedad en los círculos antiautoritarios. Pero fueron sobre todo su ensayo sobre Zola y su novela El súbdito, (Der Untertan), editada en 1914, las que le otorgarían el reconocimiento social mantenido durante la época de la república de Weimar. En 1931, los nazis lo declararon persona non grata y a partir de ese momento se verá obligado a salir del país. Afincado en Marsella, la evolución de la guerra después le forzará a huir de nuevo, esta vez desde la Francia de Vichy, cruzando penosamente los Pirineos para pasar a España y llegar por fin, vía Lisboa, a Estados Unidos en 1940. Durante la década de los 30 y más adelante en el exilio americano, su carrera literaria fue declinando sin remisión. Sus dificultades para adaptarse al país de acogida, el alcoholismo de su segunda esposa y problemas de índole económica le fueron amargando la vida. Moriría en Santa Mónica, California en 1950.






El cine eligió su novela Professor Unrat, relato no exento de ciertos tintes biográficos, para hacer El ángel azul, (Der blaue Engel), enseguida considerada como una de las mejores películas alemanas del primer sonoro. La dirigió, en 1930, Josef von Sternberg y supuso la primera aparición de Marlene Dietrich, como una sensual cantante de cabaret, bastante alejada todavía de la imagen sofisticada que la haría famosa. Novela y película nos desvelan el proceso de degradación de un individuo dominado por una oscura pasión, la que siente por una cabaretera que le hará sufrir y le arrastrará hasta la pérdida de su dignidad. Una historia que escarba en las profundidades del derrumbe moral y que no acaba de envejecer porque aborda un tópico siempre vigente, el de la mujer y el pelele.

El otro escritor de la familia, su hijo mayor, Klaus Mann, brillante e inteligente, conoció una adolescencia rica en experiencias. A los dieciocho años ya ejerce como crítico teatral en un periódico de Berlín y a los diecinueve, en 1925, publica su primer libro de cuentos e interpreta en Hamburgo, junto a su hermana Erika y su futuro cuñado el actor Gustaf Gründgens, su primera comedia. En los años sucesivos viaja por el ancho mundo: Paris, Nueva York, Los Ángeles, Hollywood…, codeándose con famosos, mientras sigue escribiendo. El advenimiento del nazismo en 1933 dispersa a su familia, como a tantos escritores alemanes liberales o judíos. Así, mientras su padre se refugia en Suiza, él se mueve por Europa con André Gide, Aldous Huxley y su tío Heinrich, alentando activamente la oposición contra el régimen hitleriano. En 1936 emigra a Nueva York. Ese mismo año publica Mefistófeles y tres años después, El volcán, a su juicio su mejor obra. Cuando los Estados Unidos entran en guerra se alista en el ejército combatiendo en Roma. Antes había comenzado una autobiografía, que revisará en Italia y titulará El recodo. Y en sus páginas hará revivir a personajes como Cocteau, Greta Garbo, Richard Strauss o Stefan Zweig. Al término de la guerra no se siente feliz; la deriva de la inmediata postguerra hacia el enfrentamiento en nuevos bloques le defrauda. Por otra parte, hay que observar que, además de sus muchas cualidades, era también una personalidad atormentada; en temprano y sempiterno conflicto con el padre, adicto además a las drogas y homosexual declarado en una época tan profundamente homófoba, su vida fue resbalando por la pendiente hasta acabar suicidándose en Cannes en 1949. 

Aquella novela, Mefistófeles, que él compuso denunciando la evolución de su cuñado, un excelente actor alemán a su juicio manipulado por los nazis, sería llevada al cine por el prestigioso director húngaro István Szabó en 1981, consiguiendo con ella, en ese mismo año, el Oscar de Hollywood a la mejor película extranjera.

https://www.youtube.com/watch?v=Yvmaed1PDlI

Mefisto, como su título indica, es una alusión al tema del pacto con el diablo, de tanta tradición literaria y musical. Narra la lucha de un actor desde sus comienzos teatrales por alcanzar la gloria; cómo, tras un primer triunfo interpretando a Mefistófeles, el público asociará persona y personaje, y cómo, a punto de lograr sus aspiraciones, los nazis asumen el poder. Nada más opuesto a su pensamiento, pero, encerrándose en sí mismo y en su arte, nuestro protagonista no quiere ni pensar en abandonar Alemania. “Yo necesito de la lengua alemana, mi patria”, le dice a su mujer, ésta sí, obligada a marcharse por su ascendencia judía. Cuanto más famoso, más presionado por el poder que le manipula en función de sus intereses. Nuestro actor irá desempeñando brillantemente su labor de portavoz de un régimen en el que no cree, intentando compaginarlo con una discreta labor de auxilio a compañeros perseguidos, pero la situación se irá volviendo cada vez más opresora para el artista hasta acabar aplastándolo. ¿Acaso puede el hombre salvar su arte violentando sus más intimas convicciones?... O, dicho de otro modo, ¿acaso nuestro actor no ha vendido su conciencia a cambio de la gloria?...

Coronel Redl




El pasado 2014 ha sido el año del recuerdo de la primera guerra mundial, ese momento en que Europa empezó a suicidarse sin saberlo y cuyo primer resultado político supuso la desmembración del imperio austrohúngaro. 

Una película de István Szabó, Coronel Redl, nos asoma a la realidad política de ese imperio, a las interioridades de su ejecutivo en sus últimos momentos, y nos revela cómo sus propias fuerzas lo van socavando por dentro y esforzándose irresponsablemente por dinamitarlo.


El cine nos venía acostumbrando a contemplar Austría-Hungría desde sus ángulos más dulces: valses, sosiego, estabilidad. Desde las rosas biografías de la emperatriz Isabel (Sissi y toda su secuelas: El destino de Sissi, Sissi emperatriz...) a la mirada nostálgica, de paraíso perdido, de la Viena de Ophuls, (Amoríos, Carta a una desconocida, La ronda, De Mayerling a Sarajevo…) todo nos sugería un mundo amable, sonriente y seguro. Pero ese sólido existir, que parecía alcanzado ya para siempre, se derrumba de golpe, como castillo de naipes, sin motivo aparente y sin posible marcha a atrás.


Aquella Europa feliz y confiada, tan segura de sí misma y de su superioridad mundial ya no volverá. Con el imperio todo se ha venido abajo, no sólo el poderío austríaco, toda Europa se ha hundido, aunque tendrá que sufrir otro descalabro aún mayor, la segunda guerra mundial, para empezar a creérselo.


István Szabó, director de Coronel Redl, es un húngaro nacido en 1938 en Budapest y graduado en artes escénicas en 1961. En lo personal le ha tocado vivir la infancia bajo un duro y terrible estalinismo; ser testigo en su primera juventud de la revolución de 1956 y, en definitiva, estar siempre influido por sucesos políticos que le afectan de cerca: familia, vecinos o conocidos que han sufrido tragedias terribles, emigraciones forzosas… Profesionalmente ha crecido bajo la influencia del neorrealismo italiano primero y de la nouvelle vague francesa después. De Sica le ha desvelado desde muy pronto la sinceridad y la honestidad en el cine; los realizadores franceses de los años 60 por su parte le descubren la libertad de escribir con la cámara. Y ambos, franceses e italianos, lo importante que es hacer un cine personal.


Estos son los parámetros en que se mueve Itsván Szabó, cineasta introspectivo, siempre interesado por lo sucedido en su Europa en los últimos cien años: la primera guerra mundial, el período revolucionario, el nacionalista que llevó a la segunda...; experiencias recién vividas que él lleva a la pantalla no para juzgarlas, sino para ayudarnos a comprenderlas y no repetirlas.


Coronel Redl nos cuenta la historia de un personaje real, un oficial del ejército austrohúngaro, Alfred Redl, (1864-1913), ascendido hasta convertirse en coronel y ocupar el cargo de jefe de estado mayor del VIII Cuerpo (Praga). Destinado durante un tiempo a los servicios de contraespionaje, fue acusado de haber ejercido de espía ruso y haber entregado a diferentes potencias enemigas (Rusia, sobre todo, pero también Francia e Italia) secretos que incidirían decisivamente en el resultado de la contienda. La opinión pública, escandalizada, le odió como gran traidor, achacándole la pérdida de la guerra y de millones de vidas de sus compatriotas.


La versión de Szabó está inspirada en Un patriota para mi, (A patriot for me), pieza teatral del dramaturgo inglés John Osborne. Basada también en los hechos reales pero en las antípodas de la verdad oficial, nos sitúa al personaje realizando un impecable trabajo dentro de los servicios de contraespionaje y atribuye a su homosexualidad, que trata de mantener oculta, el detonante de su estrepitosa caída en desgracia. 


Para una mejor compresión del individuo y su medio, Szabó se detiene también en su infancia y adolescencia, enmarcada en un imperio muy liberal a su modo, donde el talento personal tiene oportunidad de logros sociales siempre que se acepten las rígidas normas del juego. Alfred Redl, educado para ser leal, asimila los valores imperantes y se identifica plenamente con ellos. Y sin embargo acabará contemplando con estupor cómo su vida ha resultado mal encaminada, no por su causa, sino por la propia sociedad, que ya no es leal a los valores que le había inculcado. El poder en la película significa traición y más traición. Nadie, excepto el anciano emperador, cree ya en la monarquía, ni siquiera el heredero al trono, que conspira como todos. El poder con mayúscula, el verdadero poder, utiliza a la gente de manera despiadada si es preciso. Y Redl está confuso, atrapado en un laberinto de intereses que no comprende y que le desborda, incapaz de escapar de esa pesadilla que sólo le deja un camino a seguir, un camino trágico.

La película fue muy bien recibida por la crítica, obteniendo además el Premio Especial del Jurado en el Festival de Cannes de 1985. Con la perspectiva del tiempo podemos englobarla junto con Mephisto (1981) y Hanussen (1988) como parte de una trilogía que reflexiona sobre la Europa del XX. No serían sus únicas aproximaciones al tema; en el año 1991 estrenaría El amanecer de un siglo (Sunshine), donde recrea la saga de una familia judía a lo largo del siglo XX y, con ella, la historia de Hungría que es su marco natural. Y todavía volvería a repensar desde nuevos ángulos el pasado próximo. 


El cine de István Szabo, intimista y sensible, elegante y descarnado, interesa y emociona. Desde los años sesenta y setenta en que realizó sus primeras cintas centradas en la historia reciente de su Hungría natal hasta alguna de sus últimas producciones, la tragedia europea del siglo XX casi siempre está presente, bien como núcleo de la historia o, al menos, como telón de fondo. Dos ejemplos más: En 2001, con Requiem por un imperio, (Taking sides), se detiene en la figura de Wilhelm Furwangler, (1886-1954), famoso director de orquesta de la Filarmónica de Berlín, reflexionando sobre su conducta durante el Tercer Reich. Y en su última película, Tras la puerta, (The door), realizada en 2012 con Hellen Mirren en el personaje principal, vuelve a ofrecernos un drama histórico ambientado en la ensombrecida Hungría de la segunda posguerra. 


Parece evidente que el director, en definitiva hijo de la segunda guerra mundial, siente la necesidad de explicarse su historia una y otra vez, ahondando a veces en los rincones más diabólicos o perversos; mostrando en otras la dureza de sobrevivir en un régimen con el que uno no puede identificarse; tratando siempre en definitiva de comprender. Y lo hace con tanta verdad y con tal maestría y diversidad de enfoques que nos aclara mucho las cosas, nos enriquece y nos hace pensar.