Desde aquella película inolvidable, La famiglia, (1987), en que Ettore Scola nos dibujó una típica familia burguesa romana para, a través de ella, contarnos el paso del tiempo en la Italia del siglo XX, hasta hoy, han transcurrido más de treinta años.
Scola nos
dejó en ella una visión de la familia que
trasciende lo romano e incluso lo italiano para reflejar un ámbito fácilmente
traspasable a cualquier país, al menos a grandes trazos, y particularmente cualquier
país del área latina. En aquel personaje, que encarnaba en su condición de
patriarca la columna vertebral de esa familia retratada, (maravillosamente
interpretado por Vittorio Gasmann, por cierto), era fácil reconocer los
condicionantes sociales que actuaban sobre él, los lazos familiares que le fijan
a la tierra, sus miedos, sus cobardías, sus realidades, sus renuncias, los
vínculos de sangre que le atan a los suyos, le cortan las alas y le dan solidez
y pertenencia. A través de su vida y en tanto que con él ensamblados, se barajan
sus parientes; varias generaciones de parientes formando una red espesa que los
mantiene unidos en un espacio común donde todos dependen de los demás y cada
uno es prisionero de su historia y sus particulares condicionamientos.
Cierto que no en todas partes es igual de fuerte la
institución familiar, pero a grandes rasgos funciona en casi todas las culturas
como factor de cohesión. Y en nuestro caso, europeos del sur, la sociedad ha
ido cambiando lo suficiente como para que esa visión que nos es tan cercana ya
no nos sirva para explicar el presente. Sí, el pasado; sí podemos reconocer en
ella la sociedad de nuestros mayores, con sus valores y sus miserias, pero la
nuestra ha cambiado en tantos elementos que ya no nos reconocemos plenamente en
esas realidades.
Juan Luis Galiardo con su singular parentela en Familia (1996) |
Cuando León de Aranoa nos propuso una década después en Familia, (1996), esa opción de familia
de pega, familia alquilada para rellenar la soledad radical del personaje que
por un día quiere, con cierta perversidad, hacerse la ilusión de no estar solo,
(y que al director le da pie para una lúcida crítica social y a Juan Luis Galiardo para componer un protagonista con brillantez), nos sorprendimos con la genial ocurrencia, precisamente por lo irreal de la propuesta. Pero hoy, veinte
años más tarde, ya sabemos que hay agencias encargadas de proporcionarte amigos
inexistentes para celebrar cumpleaños solitarios, consortes falsos para acudir
a fiestas sociales simulando matrimonios felices. Es decir, la familia reducida
a un puro convencionalismo, perdida en su realidad emocional y aceptando su
supervivencia exclusivamente formal. Ya no parece una ocurrencia, sino un toque
de atención, una lúcida visión de lo que le está pasando a ese pilar de la
sociedad.
Así que ese retrato tan bien articulado que nos ofrece Scola donde,
bajo un telón de fondo histórico social y político fluctuante, el sistema
perdura mientras los años pasan y se cruzan la vidas y cambian las
generaciones sin que la recia solidez de la institución familiar se inmute, ya
no resulta tan obvio ni tan creíble.
Hoy, cuando es bastante habitual que la gente se aleje de los
suyos al menos físicamente, necesitamos otras miradas sobre la realidad de la
familia.
Y en esa búsqueda de otras miradas se encuentra la que nos
ofrece La familia Savages, (2002), de
la directora Tamara Jenkins, apoyada en tres actores excepcionales que saben
cargar de profundidad y riqueza de matices a sus personajes, para convertirlos
en seres absolutamente creíbles.
La visión de Jenkins resulta interesante, lúcida y nada
tranquilizadora. De entrada nos sitúa en un momento de prueba moral para dos
hermanos, física y emocionalmente alejados entre sí y de un padre no demasiado
querido, pero aquejado ahora de demencia senil y necesitado por ello de su
ayuda. Dos personas estos hermanos que nunca sintieron que tenían familia,
obligados ahora por ética a hacer lo correcto y colocados así en una tesitura
difícil.
Por un lado está su lucha por vivir su vida cotidiana, con las habituales dificultades y desilusiones; por otro la exigencia de afrontar ese presente,
indeseado pero inevitable, manteniendo la autoestima. La reflexión sobre un
pasado que se presumía olvidado y que vuelve con todos sus sinsabores, el
recuerdo de la crueldad del padre, de las diferencias entre los hermanos que
saltan al primer contacto; su afecto, su ira, sus enconos que salen a relucir al
primer roce, demostrando lo mucho que se conocen bajo esa capa de aparente
distancia afectiva.
La película se ocupa de una moderna familia estadounidense,
de cultura occidental y burguesa como la italiana de Scola, pero sin duda de
una sociedad donde el desarraigo familiar ha calado antes y más hondo. Y sin
embargo hoy nosotros, europeos del sur, nos reconocemos casi más fácilmente en
sus presupuestos que en la italiana, convertida en agridulce mirada nostálgica
sobre un pasado ya no tan reciente. Así que nuestro mundo quizá se parece hoy
más a ese anglosajón que se distancia de sus mayores que al otro del que
veníamos.
Obligados ahora a convivir con la enfermedad del padre en una
posición molesta e indefinida, estos hermanos, que tienen necesariamente que
acercar posturas, compartir coyunturalmente techo, reconocer su vínculo de sangre y aceptarse a
pesar de sus rencores latentes, se nos muestran así, como son, sin dulcificar
sus conductas, y nos vemos a nuestro pesar reflejados en ellos, productos
también de una sociedad individualista donde prima el interés propio y que no
sabe cuando perdió su sentido del deber.
Es una película durísima, despiadada, desasosegante, cómica a
veces, que no renuncia al humor ni en situaciones dolorosas; tan conmovedora como desoladora.
Dando un paso más hacia el abismo, Sidney Lumet nos cuenta en Before the Devil Knows You're Dead, (Antes
de que el diablo sepa que has muerto, 2007), otro retrato de familia.
Terrible y brillante, Lumet nos pinta una historia de atracos sin salir del
marco familiar: dos hermanos de familia burguesa que acuciados por necesidades
materiales planean un golpe para conseguir dinero rápido. El mayor, un
ejecutivo adicto a la heroína, aparentemente seguro de sí mismo, pero secretamente acomplejado
por desamores y sentimientos de rechazo infantiles; el pequeño, débil y perdedor, atenazado
por responsabilidades familiares que no sabe afrontar. Hay también una hija,
lejana, viviendo en otra ciudad. Y los padres, que se supone que se quieren entre sí, pero
duros con los hijos, al menos el hombre, poco dado a expansiones afectivas. Y un negocio familiar. Esos son los elementos de una historia que arranca como
cine negro para desembocar en una tremebunda tragedia familiar.
Un drama duro y seco; una película formidable, sombría, lúcida y trágica
sobre el derrumbe de la familia, institución despojada de valores, minada como
está ya desde dentro por sus propios componentes.
Y siguiendo en esta línea de familias
burguesas, cómodamente instaladas en la sociedad e ignorantes del peligro al
que su nihilismo moral puede llevarles, está La cena (The dinner, Oren
Movermann, 2017), adaptación de la novela del mismo título del escritor
holandés Herman Koch, declarada en 2009 libro del año. El novelista confesó que el punto de partida
para su historia se lo dió un hecho repugnante sucedido en Barcelona (el apaleamiento de un mendigo),
hecho que le sirvió de base para idear un thriller familiar que Oren Movermann desarrollaría desde su controvertido enfoque.
La cena, su película, señala con ferocidad lo más negro y peor que la
familia puede ocultar. Se inicia con una cita de dos parejas en un elegante
restaurante. Ellos son hermanos; uno, un político de altos vuelos, el otro, un
profesor amargado y sarcástico, abandonado en las manos de una mujer dura y audaz.
La agresividad manifiesta entre los hermanos ya empieza a darnos las claves de
que no tratamos con una familia bien avenida y uno se pregunta qué hacen ahí
reunidos si destilan tanto odio y desprecio mutuo. Tardamos en saberlo y cuando se
nos descubre el motivo de la cita, la película ahonda aún más en las miserias y
mezquindades que los lazos familiares pueden llegar a tejer. Como el relato se demora
en revelar el meollo de la historia, no conviene entrar en el asunto que los
convoca, pero sí apuntar que los enfrenta a un terrible dilema ético y nos muestra
cómo en medio de esa sociedad permisiva y complaciente, esa familia que parece
tenerlo todo carece de lo fundamental, unos principios éticos que orienten sus
vidas. La institución familiar, ajena ya a su primitiva función de conformar
con valores sólidos ciudadanos de bien, se ha ido vaciando de sentido y sólo parece
quedar entre ellos el egoísmo más salvaje.
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