miércoles, 4 de abril de 2018

Familia



Desde aquella película inolvidable, La famiglia, (1987), en que Ettore Scola nos dibujó una típica familia burguesa romana para, a través de ella, contarnos el paso del tiempo en la Italia del siglo XX, hasta hoy, han transcurrido más de treinta años. 

Scola nos dejó en ella una visión de la familia que trasciende lo romano e incluso lo italiano para reflejar un ámbito fácilmente traspasable a cualquier país, al menos a grandes trazos, y particularmente cualquier país del área latina. En aquel personaje, que encarnaba en su condición de patriarca la columna vertebral de esa familia retratada, (maravillosamente interpretado por Vittorio Gasmann, por cierto), era fácil reconocer los condicionantes sociales que actuaban sobre él, los lazos familiares que le fijan a la tierra, sus miedos, sus cobardías, sus realidades, sus renuncias, los vínculos de sangre que le atan a los suyos, le cortan las alas y le dan solidez y pertenencia. A través de su vida y en tanto que con él ensamblados, se barajan sus parientes; varias generaciones de parientes formando una red espesa que los mantiene unidos en un espacio común donde todos dependen de los demás y cada uno es prisionero de su historia y sus particulares condicionamientos.

Cierto que no en todas partes es igual de fuerte la institución familiar, pero a grandes rasgos funciona en casi todas las culturas como factor de cohesión. Y en nuestro caso, europeos del sur, la sociedad ha ido cambiando lo suficiente como para que esa visión que nos es tan cercana ya no nos sirva para explicar el presente. Sí, el pasado; sí podemos reconocer en ella la sociedad de nuestros mayores, con sus valores y sus miserias, pero la nuestra ha cambiado en tantos elementos que ya no nos reconocemos plenamente en esas realidades.

Juan Luis Galiardo con su singular parentela en Familia (1996)
Cuando León de Aranoa nos propuso una década después en Familia, (1996), esa opción de familia de pega, familia alquilada para rellenar la soledad radical del personaje que por un día quiere, con cierta perversidad, hacerse la ilusión de no estar solo, (y que al director le da pie para una lúcida crítica social y a Juan Luis Galiardo para componer un protagonista con brillantez), nos sorprendimos con la genial ocurrencia, precisamente por lo irreal de la propuesta. Pero hoy, veinte años más tarde, ya sabemos que hay agencias encargadas de proporcionarte amigos inexistentes para celebrar cumpleaños solitarios, consortes falsos para acudir a fiestas sociales simulando matrimonios felices. Es decir, la familia reducida a un puro convencionalismo, perdida en su realidad emocional y aceptando su supervivencia exclusivamente formal. Ya no parece una ocurrencia, sino un toque de atención, una lúcida visión de lo que le está pasando a ese pilar de la sociedad.

Así que ese retrato tan bien articulado que nos ofrece Scola donde, bajo un telón de fondo histórico social y político fluctuante, el sistema perdura mientras los años pasan y se cruzan la vidas y cambian las generaciones sin que la recia solidez de la institución familiar se inmute, ya no resulta tan obvio ni tan creíble.  

Hoy, cuando es bastante habitual que la gente se aleje de los suyos al menos físicamente, necesitamos otras miradas sobre la realidad de la familia.

Y en esa búsqueda de otras miradas se encuentra la que nos ofrece La familia Savages, (2002), de la directora Tamara Jenkins, apoyada en tres actores excepcionales que saben cargar de profundidad y riqueza de matices a sus personajes, para convertirlos en seres absolutamente creíbles.

La visión de Jenkins resulta interesante, lúcida y nada tranquilizadora. De entrada nos sitúa en un momento de prueba moral para dos hermanos, física y emocionalmente alejados entre sí y de un padre no demasiado querido, pero aquejado ahora de demencia senil y necesitado por ello de su ayuda. Dos personas estos hermanos que nunca sintieron que tenían familia, obligados ahora por ética a hacer lo correcto y colocados así en una tesitura difícil.

Por un lado está su lucha por vivir su vida cotidiana, con las habituales dificultades y desilusiones; por otro la exigencia de afrontar ese presente, indeseado pero inevitable, manteniendo la autoestima. La reflexión sobre un pasado que se presumía olvidado y que vuelve con todos sus sinsabores, el recuerdo de la crueldad del padre, de las diferencias entre los hermanos que saltan al primer contacto; su afecto, su ira, sus enconos que salen a relucir al primer roce, demostrando lo mucho que se conocen bajo esa capa de aparente distancia afectiva. 

La película se ocupa de una moderna familia estadounidense, de cultura occidental y burguesa como la italiana de Scola, pero sin duda de una sociedad donde el desarraigo familiar ha calado antes y más hondo. Y sin embargo hoy nosotros, europeos del sur, nos reconocemos casi más fácilmente en sus presupuestos que en la italiana, convertida en agridulce mirada nostálgica sobre un pasado ya no tan reciente. Así que nuestro mundo quizá se parece hoy más a ese anglosajón que se distancia de sus mayores que al otro del que veníamos.

Obligados ahora a convivir con la enfermedad del padre en una posición molesta e indefinida, estos hermanos, que tienen necesariamente que acercar posturas, compartir coyunturalmente techo, reconocer su vínculo de sangre y aceptarse a pesar de sus rencores latentes, se nos muestran así, como son, sin dulcificar sus conductas, y nos vemos a nuestro pesar reflejados en ellos, productos también de una sociedad individualista donde prima el interés propio y que no sabe cuando perdió su sentido del deber.

Es una película durísima, despiadada, desasosegante, cómica a veces, que no renuncia al humor ni en situaciones dolorosas; tan conmovedora como desoladora.   
     
Dando un paso más hacia el abismo, Sidney Lumet nos cuenta en Before the Devil Knows You're Dead, (Antes de que el diablo sepa que has muerto, 2007), otro retrato de familia. Terrible y brillante, Lumet nos pinta una historia de atracos sin salir del marco familiar: dos hermanos de familia burguesa que acuciados por necesidades materiales planean un golpe para conseguir dinero rápido. El mayor, un ejecutivo adicto a la heroína, aparentemente seguro de sí mismo, pero secretamente acomplejado por desamores y sentimientos de rechazo infantiles; el pequeño, débil y perdedor, atenazado por responsabilidades familiares que no sabe afrontar. Hay también una hija, lejana, viviendo en otra ciudad. Y los padres, que se supone que se quieren entre sí, pero duros con los hijos, al menos el hombre, poco dado a expansiones afectivas.  Y un negocio familiar. Esos son los elementos de una historia que arranca como cine negro para desembocar en una tremebunda tragedia familiar.   

Un drama duro y seco; una película formidable, sombría, lúcida y trágica sobre el derrumbe de la familia, institución despojada de valores, minada como está ya desde dentro por sus propios componentes.

Y siguiendo en esta línea de familias burguesas, cómodamente instaladas en la sociedad e ignorantes del peligro al que su nihilismo moral puede llevarles, está La cena (The dinner, Oren Movermann, 2017), adaptación de la novela del mismo título del escritor holandés Herman Koch, declarada en 2009 libro del año. El novelista confesó que el punto de partida para su historia se lo dió un hecho repugnante sucedido en Barcelona (el apaleamiento de un mendigo), hecho que le sirvió de base para idear un thriller familiar que Oren Movermann desarrollaría desde su controvertido enfoque.

La cena, su película, señala con ferocidad lo más negro y peor que la familia puede ocultar. Se inicia con una cita de dos parejas en un elegante restaurante. Ellos son hermanos; uno, un político de altos vuelos, el otro, un profesor amargado y sarcástico, abandonado en las manos de una mujer dura y audaz. La agresividad manifiesta entre los hermanos ya empieza a darnos las claves de que no tratamos con una familia bien avenida y uno se pregunta qué hacen ahí reunidos si destilan tanto odio y desprecio mutuo. Tardamos en saberlo y cuando se nos descubre el motivo de la cita, la película ahonda aún más en las miserias y mezquindades que los lazos familiares pueden llegar a tejer. Como el relato se demora en revelar el meollo de la historia, no conviene entrar en el asunto que los convoca, pero sí apuntar que los enfrenta a un terrible dilema ético y nos muestra cómo en medio de esa sociedad permisiva y complaciente, esa familia que parece tenerlo todo carece de lo fundamental, unos principios éticos que orienten sus vidas. La institución familiar, ajena ya a su primitiva función de conformar con valores sólidos ciudadanos de bien, se ha ido vaciando de sentido y sólo parece quedar entre ellos el egoísmo más salvaje.


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