jueves, 31 de mayo de 2018

Dos ejemplos de cine sueco: Hamsun y The Square


Cuando Jan Troell acomete la realización en 1996 de una película sobre Knut Hamsun no está simplemente abordando la biografía de un escritor noruego célebre, el de mayor alcance internacional después de Ibsen; está también lanzando un mensaje al público escandinavo: ¿No va siendo ya hora de recuperar esta gloria literaria nórdica?...

Jan Troell
Porque la película de Troell es un relato biográfico delimitado al invierno de la vida del escritor noruego, a aquellos años de su pasado que resultan ingratos de revisitar, pero también quizá acto de obligado cumplimiento para poder pasar página. 

Protagonizada por Max Von Sidow y Ghita Norby, la obra arrasó en 1997 en los paises nórdicos, alzándose con los Premios Guldbage de la Academia Sueca a mejor dirección, mejor guión, mejo actor y mejor actriz. Prueba evidente de su calidad, pero seguramente también de que su mensaje resultaba oportuno.

La historia pues se centra en los años conflictivos de la segunda guerra mundial y la inmediata postguerra para contarnos un episodio incómodo: Hamsun, admirado y venerado literato de fama mundial, orgullo de la nación noruega, se ha mostrado en la guerra decidido partidario de Hitler.

Remontémonos un poco: Hamsun había nacido en 1859 cerca del Círculo Polar Ártico. En su juventud, algo anarquista, bohemio y aventurero, emigró a América y de allí volvería manifestando un fuerte desagrado por los Estados Unidos, desagrado al que no serían ajenas sus inclinaciones racistas, coincidentes con un momento en que en Europa estaba en boga un racismo seudocientífico. La fama le llega en 1888 con la publicación de Hambre, una de las novelas más influyentes de su siglo. Hamsun, entusiasta de la vida bucólica, pasa grandes temporadas en el campo, un entorno que le inspiraría gran parte de sus obras más famosas como Pan o La bendición de la tierra, verdaderos cantos a la naturaleza.

Su difusión mundial la alcanzaría con la concesión del Nobel en 1920. Años después, en 1929, con motivo de su 70 cumpleaños, Tomas Mann, Gorki, André Gide y Galsworthy y otros importantes escritores del momento le dedican un emocionado homenaje. Singer le señala como padre de la literatura moderna y otros muchos se han pronunciado en su favor, en términos elogiosos valorando, el peso indiscutible de su obra. En definitiva, Knut Hamsun es universalmente estimado como escritor y su calidad literaria queda fuera de discusión.

Sus ideas políticas le van a jugar no obstante una mala pasada. Manifiestamente admirador de la cultura alemana desde siempre, en las dos guerras mundiales se confesó ardiente germanófilo, postura por otra parte bastante común en la primera guerra entre las clases conservadoras de media Europa, por lo que todavía seguiría siendo muy respetado en los años treinta. La deriva de los acontecimientos haría que su estrella se fuese apagando conforme fueran siendo más conocidas sus simpatías políticas por el régimen nazi.

Tras la derrota alemana, el escritor, señalado como traidor a la patria, se volvió maldito en su país natal. Cuando llega la paz, el gobierno noruego no puede mirar para otro lado, pero tampoco quiere renunciar a una gloria nacional. Knut Hamsun tiene que ser juzgado; para evitarlo se le envía a un sanatorio psiquiátrico donde será sometido contra su voluntad a un proceso de desnazificación. El escritor exige ser juzgado. El proceso se cierra con una fuerte multa y la declaración oficial de que sus facultades intelectuales están mermadas, algo que él desmentiría con la publicación en 1948 de Sobre senderos invadidos por la hierba, donde explicaba su denostada postura. De momento su nombre es borrado de calles y plazas y bajo un manto de olvido se pretende ocultar su memoria, de manera que durante años en su país se leerá a escondidas.

Las dos últimas décadas de su vida es lo que nos cuenta la película de Troell: las actitudes públicas de Hamsun durante la ocupación alemana de Noruega, su desastrosa entrevista con Hitler, sus escasas simpatías por el gobierno títere proalemán de Quisling instalado en su país, pero su persistente fervor pronazi. Nos cuenta también su carácter huraño, su vida familiar, la postura de entusiasta hitleriana de su esposa, sus desencuentros con ella, el ambiente hostil que le rodea y la honda soledad en que él se mueve, así como la reconciliación final con Marie, su mujer.

Lenta y tímidamente se ha ido recuperando su recuerdo y medio siglo después de estos acontecimientos, Troell parece querer decirnos si no habrá llegado ya el momento de olvidar rencores y recuperar a Hamsun para los nórdicos, sin negar nada de lo que pueda hacer odiosa a su figura, pero tratando de separarlo de su obra. De acuerdo, el fue un racista y un nazi convencido, pero eso no invalida su espléndida creación literaria, que supone una contribución determinante a la literatura universal. Algo que parece obvio ha tardado décadas en poder ser asumido en su tierra. 

En 2009, 150 años después de su nacimiento, el arquitecto estadounidense de ascendencia noruega Steven Holl terminó de levantar, en pleno Círculo Polar Ártico, cerca de la aldea en que el escritor pasó su infancia, el Centro Knut Hamsun. Ha tenido que pasar mas de medio siglo para que su patria, Noruega, en reconocimiento de su valor literario vuelva a manifestar pública estimación por su obra, algo que sus simpatías nazis no permitían considerar políticamente aceptable. Tampoco puede sorprendernos mucho cuando en nuestros días ponemos en tela de juicio la obra de diferentes creadores en virtud de su moral personal, cierta o pretendida, confundiendo calidad artística con condición individual, preocupados por no incurrir en incorrecciones políticas.

No es el caso del director de The Square, el cineasta sueco Ruben Östlund, (1974) quien no se va a preocupar en modo alguno de obedecer a lo políticamente correcto, y sí se va a ocupar, en cambio, de jugar con ello para enfrentarnos a los numerosos prejuicios con que la moral social de nuestro mundo de hoy nos atosiga. Esto es lo que hace en The Square,(2017), una sátira inteligente de la sociedad europea a través de la figura de un tipo bien integrado. Un hombre joven, guapo, elegante, exquisito, culto y rico: un alto ejecutivo de la cultura. Divorciado con dos hijas, vive en una preciosa casa, conduce un coche eléctrico para no contaminar y trabaja en un museo de arte contemporáneo. Un hombre en perfecta sintonía con su mundo, defensor de grandes causas humanitarias, y sin nada que reprocharse en lo personal. La película nos lo presenta andando despreocupadamente por la calle de camino a su trabajo donde le espera rematar una instalación concebida como espacio de reflexión sobre el altruismo.


Una pequeñez, el robo del móvil y la cartera, va a precipitar una serie de reacciones en cadena que nos mostrarán al personaje desde una óptica muy distante y distinta de la imagen a la que socialmente cree responder. Este triunfador que parece tenerlo todo ni quiere renunciar ni sabe cómo recuperar su móvil y se va enredando en un rosario de torpezas que dejan cada vez más al descubierto su absoluta indefensión. Cuando las circunstancias le sacan de su medio donde todo parece rodar solo, la realidad le agrede, despertando su mala conciencia y su culpa con respecto a los más desfavorecidos: los sin techo, los emigrantes y, en fin, cualquiera que no forme parte de ese sector de privilegiados al que él pertenece. No digamos cuando su desacierto en una gestión le lleva a ser despedido de su cargo. O cuando la tensión por verse atrapado en situaciones insalvables le hace perder la paciencia con sus hijas, o su suspicacia ante esa joven con quien mantiene un encuentro amoroso desconfiado y estrafalario… La película está llena de momentos hilarantes que ponen en evidencia el contraste entre su verdadera naturaleza y la imagen que juega a proyectar, perfectamente ahormada con lo que la sociedad demanda.

Östlund compone una sátira fresca y atrevida donde se burla con gracia de la burguesía europea, de su buena conciencia y su buenismo, y de paso también, del esnobismo en que se mueve el mundo del arte; una comedia divertida y provocadora que sorprende por su desparpajo, su agudeza y su lucidez al señalar las contradicciones de la moral social que nuestra cultura nos impone.

Ruben Östlund
No es su primera película, es la quinta que ha dirigido. Las otras cuatro, The Guitar Mongoloid (2004), Involuntary (2008), Play (2011) y Force Majeure (2014). En cada una de ellas analiza diferentes aspectos sociales o familiares, desnudándolos de hipocresías y prejuicios y sacando a la luz los elementos ridículos ocultos en las rutinas diarias. Siempre en un estilo muy personal, ácido y mordaz, pero también contenido. La presión del grupo en Involuntary, la cuestión racial en Play, el rol patriarcal en la familia en Force Majeure diferentes elementos de la conducta humana puestos en la picota por un cine crítico desde dentro, que nos incomoda obligándonos a cuestionarnos ese falso bienestar moral del que nuestra sociedad presume.

Östlund ha cosechado ya con sus películas numerosos y merecidos premios. Esta que nos ocupa, The Square (2017), fue distinguida con la Palma de Oro en Cannes y con el Goya en Madrid a la mejor película europea de 2017. No es difícil convencerse de que estamos ante un ejemplo del mejor cine europeo; una revelación este director sueco cargada de promesas.


sábado, 19 de mayo de 2018

Los cinco de Cambridge


1951. Una noticia en la prensa conmociona a la sociedad occidental, y muy particularmente a los británicos: Dos altos cargos de la clase dirigente del Reino Unido, Donald McLean y Guy Burguess, dos diplomáticos con destino en Estados Unidos, han desertado de sus puestos y pedido refugio en la Unión Soviética.

Alan Bates como Guy Burgess en An Englishman Abroad
Insólito. La sociedad británica no salía de su asombro, pero la noticia no dejaba lugar a dudas y en la atmósfera de guerra fría que permeaba todas la capas y estratos sociales del llamado mundo libre esto era una enormidad todavía mayor que la traición a la patria, ya de por sí monstruosa; era una bofetada a todo un estilo de vida, el de la Europa occidental y la América anglosajona.

Tras las primeras investigaciones enseguida quedó claro cómo había estallado el escándalo: las indagaciones que se estaban llevando a cabo en el proyecto Venona, una colaboración secreta de las agencias inglesa y americana de espionaje en la  descodificación de documentos cifrados, estaban casi a punto de desenmascarar a Donald McLean, y éste, avisado a tiempo, se dio a la fuga junto a Guy Burguess.

La huida de Guy Burgess, en estrecha colaboración hasta entonces con Kim Philby, con quien vivía en pareja, colocaba también a éste bajo sospecha. Y Philby ocupaba nada menos que el cargo de Jefe de la Sección Antisoviética en esa red de espionaje de la postguerra. ¿Sería Philby el verdadero tercer hombre?...

Dos años antes, en 1949, se había estrenado con gran éxito la película de Carol Reed El tercer hombre, sobre un guión de Graham Greene, antiguo agente secreto y amigo personal de Philby. Graham Greene no puede eludir la pregunta con que le van a acosar los periodistas, y aunque él siempre negará, a la postre muchos dudaron de si no habría abandonado su oficio para no tener que delatar a su amigo, de quien seguramente tendría sobrados motivos para sospechar.

En cualquier caso y aunque todo le acuse, no aparecen pruebas convincentes en aquellos momentos. Ni tampoco un año después, cuando caiga John Cairncross, también amigo personal del trío desde su época de estudiantes en Cambridge. Kim Philby, que hábilmente ha conseguido mantener la confianza de sus jefes, logra capear el temporal y sostenerse en la cuerda floja durante once años más, hasta 1962.

Estaba entonces destinado en Beirut y, después de un primer interrogatorio porque habían aparecido nuevas pruebas que ahora sí le incriminaban, se daría a la fuga, huyendo probablemente a Odesa en un buque ruso.

Nuevo escándalo: el Foreign Office tiene que profundizar en ese grupo de agentes enrolados tanto tiempo atrás cuando eran recientes sus lazos de amistad, y, encuentra un quinto sospechoso, Anthony Blunt, en aquel momento experto crítico de arte, que había abandonado hacía años el servicio secreto y ya no estaba en activo, pero del que no quedaba claro ni cuándo ni hasta qué punto se había desvinculado totalmente de estas actividades. Y para colmo llevaba casi dos décadas ocupando el cargo de asesor artístico nada menos que de la reina, y estaba en posesión del título de Sir desde 1956.



El espionaje británico no sabe ya por dónde tirar. Su prestigio, más que tocado, va a quedar bajo mínimos cuando se haga pública la condición de espía de Sir Anthony Blunt, ese tipo exquisito tan cercano a la cúpula del poder político de su país. Se establece entonces que no hay pruebas suficientes que demuestren su deslealtad y, para bien de todos, se sella un pacto de silencio. El asunto se tapará hasta 1979 en que Margaret Thatcher, contraria a semejante componenda, desmienta la inexistencia de pruebas, revele que es más, que él mismo confesó su culpa, y lo destituya de su cargo de conservador de la Pinacoteca Real, cargo que desempeñaba desde 1945. La reina por su parte le retira el título de sir.

Sorprendente, sí, pero irrefutable; estos amigos, conocidos después como Los cinco de Cambridge, fueron los responsables de una de las mayores redes de espionaje del siglo XX.                  
                                             
Nos cuenta cómo acaecieron estos hechos una muy exitosa y premiada serie inglesa de la BBC: Cambride Spies, (Los cinco de Cambridge, 2003), escrita por Peter Moffat y dirigida por Tim Fywell.

Sobre la figura de Kim Philby, la más tratada, la BBC había emitido en 1971, Traitor (Traidor), un film también muy premiado de Alan Bridges. En 1977 aparecía Philby, Burgess y Maclean, de Gordon Fleming; en 1983 y en 2004, el film A different loyalty, (Tercera identidad), de Marck Kanievska, protagonizado por Sharon Stone y Rupert Everett.

Sobre la juventud de Guy Burguess había alcanzado ya veinte años antes un gran éxito Another country, (1984), también dirigida por Marck Kanievska y protagonizada por dos jovencísimos Rupert Everett y Colin Firth.

Allan Benett, que se ha ocupado de estos individuos en distintas ocasiones, realizó para la BBC un retrató sobrio y desesperanzado de Burgess en Moscú en su soberbia An Englishman Abroad, interpretada magistralmente por Alan Bates.

Y sobre Blunt, también para la BBC y también Allan Benett, dirigió en 1991 A question of Attribution, que repasaba la vida de Blunt como guardián de las pinturas de la reina.

Hay además otro drama para televisión, que arrasó en el Reino Unido, Blunt, el cuarto hombre, con  Anthony Hopkins como Guy Burgess y Ian Richardson como Anthony Blunt.

Por su parte, las películas basadas en novelas de John le Carré nos ayudan asimismo a entender esta historia, porque aunque no lo traten de una manera declarada, sí nos consta que Le Carré, espía como Greene, también como él había conocido a Kim Philby. De hecho su novela Tinker Tailor Soldier Spy, llevada a la pantalla en 2011 por Tomas Alfredson y titulada en España El topo, hace aflorar en su protagonista perfiles que retratan a este espía real. Pero sobre todo las novelas de Le Carré, como las de Greene, nos desvelan ese mundo en que se mueven estos agentes infiltrados por escenarios donde nunca está claro quién es quién y donde cualquiera puede ser otro, personajes que, si no sirven para entender sus motivaciones, sí sugieren al menos su complejidad psicológica.

Y a vueltas con sus motivaciones, ¿por qué estos niños bien, en la cima de la pirámide y teniéndolo todo, tratan de destruir ese mundo que a ellos precisamente, miembros de la clase dominante, les dispensa un trato tan de favor? ¿Es que no era como destruirse a sí mismos?...

Para tratar de comprenderlas hay que ponerse en su piel en aquellos años treinta de su juventud estudiantil. El crack de la bolsa de Nueva York en 1929 había dado al traste con la economía mundial y acabado también con el equilibrio político y social de Occidente. En  Europa y por tanto en Gran Bretaña, la sociedad está sufriendo una crisis económica brutal, y, agravados y potenciados por la crisis, unos procesos de cambio que los políticos no están sabiendo afrontar.

Ellos son jóvenes con fuerte espíritu crítico y enemigos de esa sociedad gazmoña y débil, rígida en las costumbres e ineficaz en lo político para dar respuesta a todo lo que está pasando. Están asistiendo al auge vertiginoso de los fascismos en Italia, en Alemania, en España… y sus gobiernos miran para otro lado sin resolverse a enfrentarlo. Sólo la Unión Soviética parece plantar cara a esta amenaza. Estos jóvenes se indignan con sus políticos ineptos, incapaces de reaccionar ante el peligro, pero también con esas normas sociales, severas y trasnochadas, que tiranizan la vida sexual de los individuos con convencionalismos estúpidos. Y parece que en este aspecto en el partido comunista de entonces también se goza de más libertades. O al menos esa es su percepción cuando participan en Viena de unos encuentros con asociaciones comunistas. Este será otro punto a favor, no sólo para los homosexuales del grupo, asfixiados en una sociedad que considera delito su opción sexual, sino para todos ellos, absolutamente hostiles al envarado puritanismo inglés.

Por otro lado la imagen que proyecta entonces la Rusia de Stalin, la única en ayudar a la República Española a luchar contra la agresión que está sufriendo, fortalece aún más su convencimiento de que allí y solo allí se está dando un movimiento activo en defensa de la democracia. De hecho más de uno vendrá a España como corresponsal de guerra, Blunt por ejemplo. Y Philby también, éste al parecer enviado por los rusos con la misión de asesinar a Franco, proyecto abandonado luego por Stalin, pero que a él le trajo a nuestra guerra bajo el disfraz de cronista a favor del bando rebelde y, paradojas del destino, aquí fue distinguido con una medalla que el propio Franco le impuso. Pero esta es otra historia.  

A Philby le habíamos dejado en Odessa en 1962. Sin duda él esperaba un gran recibimiento en la Unión Soviética y desde luego fue acogido con honores, pero muy por debajo de sus expectativas. Creía que le concederían rango oficial de la KGB, y sin embargo las autoridades soviéticas ni lo han considerado. En realidad nunca se habían fiado demasiado de estos británicos, motivo por el cual nunca sacaron todo el partido que sus talentos prometían. Le aseguraron sí, un pasar, bastante gris y  tampoco demasiado confortable. Es de suponer que se sentiría muy defraudado tanto en lo personal como en cuanto a la realidad soviética, muy por debajo sin duda de la soñada. Parece que los primeros años en su nuevo hogar fueron duros y difíciles, aunque más adelante lograra recomponer su figura y al morir en 1988 fuera enterrado con todos los honores por el gobierno ruso, más dispuesto ya a reconocer los servicios que este ciudadano había prestado a la Unión Soviética.

Su amigo Guy Burgess jamás aprendería ruso, seguiría encargando su ropa a su sastre inglés de Savile Road, se mantendría apegado a sus gustos británicos e iría incrementando su dependencia del alcohol. Moriría a los 52 años, sin llegar a adaptarse a su nueva vida.

Donald Maclean por el contrario se convirtió en un respetado ciudadano soviético hasta 1983 en que murió.

Anthony Blunt, que al quedar en evidencia se retiró discretamente de la vida social, pasó sus últimos años oscurecido, muriendo de infarto en 1985, todavía en posesión de dos honrosas distinciones del gobierno del Reino Unido: Caballero Comendador de la Real Orden Victoriana y  Comendador de la Legión de Honor.

Y por último John Cairncross, que jamás confesaría su condición de espía doble, murió en el Reino Unido en 1995.

Desde aquellos primeros años treinta en que se fueron enrolando como espías lo arriesgaron todo. Al principio seguramente en total armonía con sus ideales, pero cuando, todavía en los años de la guerra, los líderes occidentales empezaron a mirar con desconfianza a su aliado soviético, y, sobre todo, cuando el estallido en la inmediata postguerra de la llamada guerra fría agravó aún más el significado de sus acciones, la presión de llevar una doble vida tuvo que resultar tremendamente insoportable y más conociendo la gravedad del castigo que sus actos podrían acarrearles, pero sin duda, quisieran o no, era ya tarde para volverse a atrás.


sábado, 5 de mayo de 2018

Hellman y Hammett


Lillian Hellman (1905-1984) y Dashiel Hammett (1894-1961) se conocieron en 1930 y desde entonces mantuvieron una accidentada relación amorosa que, con grandes altibajos, duraría hasta la muerte de Hammett en 1961.
Dashiell Hammett y Lillian Hellman



Dashiell Hammett ya era famoso en el momento de su encuentro, Lillian Hellman todavía no. Durante las décadas de los treinta y cuarenta formarían una brillante pareja a caballo entre el Hollywood dorado y los bares de moda de Nueva York. Tenían mucho en común, inquietudes políticas, sociales, literarias; pasarían juntos y distanciados años de luces y sombras.

Hammett había empezado a beber al parecer a consecuencia de vivencias traumáticas en la primera guerra mundial, así que su adicción al alcohol era ya un hecho cuando ambos se encontraron. Otra huella nefasta que la guerra le dejó fue una tuberculosis pulmonar que arrastraría toda su vida. Todo ello es lo que le habría llevado a principios de los años veinte, tras un agravamiento de su enfermedad, a abandonar su anterior trabajo en la agencia de detectives Pinkerton, separarse de su mujer y sus dos hijas, y empezar una vida solitaria, dedicado a escribir historias relacionadas con las experiencias vividas en sus años de trabajo como detective. Esto sucede en 1922, y en 1928 ya es un escritor famoso, así que las mieles del éxito le llegan bastante pronto, y, saboreándolas está cuando ambos coinciden en una fiesta en la que según cuenta Lillian Hellman acabaron, completamente bebidos en un coche comentando la poesía de Thomas Stern Elliot.   

Así que, cuando coinciden por primera vez, Hammett ya había publicado tres exitosas novelas, Cosecha roja (1928), La maldición de los Dain (1929), y El halcón maltés (1930), que le habían situado como el creador del género negro, una nueva forma de enfocar el policíaco desde ángulos más acordes con la sociedad del momento. Y, aparte de La llave de cristal (1931) y El hombre delgado (1934), prácticamente no volvería a publicar nada más de verdadero interés, así que su carrera literaria se estaba extinguiendo cuando despega la de Hellman. 


La calumnia, 1961
Porque Hellman obtiene su primer éxito como dramaturga en 1934 con The children hour, una historia de dos maestras acusadas de lesbianismo por una de sus alumnas, historia que el reputado director William Wellman llevó en dos ocasiones al cine; la primera, algo cambiada por imperativo de la censura, con el título de These Three, (Esos tres), en el año 1937, y de nuevo en 1961, esta vez completamente fiel a la obra de teatro, como The children hour, (La calumnia), con dos espléndidas protagonistas, Audrey Herpburn y Shirley McLaine. 

William Wellman es también quien adapta a la pantalla otro de sus dramas, Little foxes, (La loba, 1939), un gran éxito de Bette Davis, ya en la cima de su carrera. 

Humphrey Bogart como Sam Spade
En cuanto a Hammett, también se había llevado al cine en diferentes ocasiones su novela El halcón maltés.(en 1931, 1939, 1941) La última versión, dirigida por John Houston se convirtió en paradigma del cine negro tal como la novela lo había hecho en la literatura. Y Humphrey Bogart, como Sam Spade, compone ese individuo inventado por Hammett solitario, desengañado e incorruptible bajo su gabardina y su sombrero, con tanto acierto, que crea un nuevo icono del cine mundial.

El alcoholismo de Hammett y su condición de mujeriego incorregible convertiría en tormentosa la relación de la pareja, que alternaba períodos de proximidad con otros de alejamiento de modo intermitente. Les unían en cambio sus ideales políticos. Los dos vivieron con enorme interés la evolución de la guerra en España y se implicaron de algún modo en ella; Lillian Hellman sobre todo, tanto de cerca, viniendo a nuestro país como corresponsal del bando republicano, y colaborando con Hemingway en el guión de The Spanish Earth,  (La tierra Española, Joris Ivens, 1937), como a distancia, apoyando con su amiga Dorothy Parker iniciativas para recaudar fondos a favor de la República  Española.


Lillian Hellamn y Dorothy Parker
La figura de Dorothy Parker (1893-1967), fina escritora de cuentos mordaces, aguda y ocurrente, merece también algún detenimiento. Por cronología  pertenece como Hemingway, Fitzgerald o Dos Passos a esa generación que Gertrud Stein bautizó como generación perdida, sólo que formaba parte de los escritores que, como el propio Hammett, no se fueron a Paris. Ella representa más bien a la joven neoyorkina, moderna, frívola, ingeniosa, elegante y desprejuiciada; que disfruta de la vida bohemia y literaria, frecuentando los garitos durante la ley seca y después, y actuando como alma de las famosas tertulias del Algonquin. Fumadora, bebedora, independiente, feminista, izquierdista y a la par culta y refinada. Amante del lujo y de la vida alegre, pero también políticamente comprometida y defensora de causas nobles. Y además inestable y depresiva. Como a su amiga Lillian Hellman, su izquierdismo le trajo brevemente a España, lo que a la larga le ocasionaría problemas cuando el senador McCarthy empezara a buscar rojos entre sus amigos y, aunque la cosa no llegara a mayores, estuvo como tantos otros en su punto de mira, situación nada tranquilizadora en los Estados Unidos de los años cincuenta, Alan Rudolph le dedicaría una interesante película en 1994, Mrs. Parker and Vicious Circle (La señora Parker y el Círculo Vicioso), - Vicious Circle era el nombre que se daba a las tertulias del hotel Algonquin-.

No muy diferente sería el perfil de Lilian Hellman: asimismo feminista, intelectualmente brillante, y socialmente comprometida. Ya adelantamos cómo en la década de los treinta desarrolla un enorme trabajo intelectual sin abandonar sus compromisos ideológicos. Por su parte Dashiell Hammett desde 1937, en la cumbre de su fama, se distancia de la literatura para dedicarse más intensamente al activismo político, y, en cuanto estalla la segunda guerra insiste en alistarse y sorprendentemente lo consigue, a pesar de su malísima salud y de su avanzada edad para el servicio activo.       

Lillian Hellmann y Dashiel Hammett
De modo que la pareja, muy comprometida en lo político con la realidad de su tiempo y muy neoyorquina en lo social, estaba también en lo laboral muy vinculada a Hollywood, donde se adaptaban sus obras al cine y donde además también participaban ellos como guionistas en obras propias o ajenas. Todo se vendría abajo cuando el Comité de Actividades Antiamericanas se ocupara de ambos y les hiciera centro de sus dardos: seis meses de cárcel para Hammett en 1951 y el veto como guionista para Hellman en 1952 fueron los resultados.

Afiliados al partido comunista, simpatizantes o simplemente liberales de izquierda, los años de histeria macarthista en los Estados Unidos de la guerra fría, les afectarían tanto a ellos como a otros miles de profesionales, absorbidos en una pesadilla que tardó unos cuantos años en desvanecerse, lo impregnó todo de miedo y se llevó la presencia de ánimo y la autoestima de muchos.

Superada la Caza de Brujas, las cosas volverían más o menos a su ser. Dashiell, cada vez más enfermo, no lograría terminar ningún trabajo significativo; Lillian, separada ya de él, volvería a su lado para cuidarle hasta su muerte en 1961.

La figura de Hammett inspiró una original iniciativa de homenaje al escritor, una película, basada en la novela de Joe Gores, Hammett, producida por Coppola y dirigida por Win Wenders,  El hombre de Chinatown, (1982), con Frederic Forrest, esplendido encarnando al escritor. Las diferencias entre productor y director, más atento el primero a hacer una película de género y el segundo a ahondar en la figura de un novelista que le fascinaba, afectaron negativamente al proyecto, pero el resultado en cualquier caso fue una interesante película, que discurre envuelta en una estética notable y nos sumerge acertadamente en esos mundos enredados, oscuros y calientes hasta la asfixia de la novelística de Hammett. El argumento sitúa al escritor en  el San Francisco de los años veinte, alejado ya de la agencia Pinkerton y escribiendo novelas baratas, pero convertido en protagonista de una historia digna de su pluma para ayudar a un compañero de sus tiempos de detective a resolver un sucio asunto de chantaje y pornografía. Y ese juego tan logrado entre realidad y ficción  en que la película se mueve atrapa al espectador.

También sobre la pareja hay una coproducción angloamericana realizada para televisión en 1999, Dash and Lilly, dirigida por Kathy Bates, que recrea sin demasiado acierto su turbulenta relación amorosa.

Muerto Hammett, la Hellman continuaría escribiendo y, entre 1969 y 1976 publicaría tres autobiografías: Unfinished woman, Pentimento y Scoundrel Time, a partir de una de las cuales, Pentimento, Fred Zinnemann realiza en 1977 una hermosa película, Julia, con Jane Fonda premiada con un David de Donatello por su trabajo como protagonista, y Vanessa Redgrave y Jason Robards distinguidos con sendos Oscars como secundarios interpretando a Dashiell y Julia. La película se centra en un capítulo de Petimento que narra una dolorosa historia de amistad más o menos veraz: el reencuentro de la escritora con una amiga de infancia en la ciudad de Viena en pleno apogeo del nazismo.

Lillian Hellman seguiría publicando hasta poco antes de su muerte, producida por un ataque cardíaco el 1 de julio de 1984, tras una vida intensa, comprometida e independiente. Había sido dramaturga, periodista, guionista, memorialista, docente en Harvard y Yale y había obtenido reconocimiento social con dos premios prestigiosos, el New York Drama Critics Circle Award y la medalla de oro de la Academy of Arts and Letters for Distinguished Achievement in the Theater. Pero sobre todo había sido coherente consigo misma y siempre fiel a sus ideas.

Como colofón a la semblanza de esta pareja, sirva la siguiente anécdota, recogida en algún momento y en algún lugar perdidos en la memoria: Unos pocos meses antes de morir el escritor Dashiell Hammett, Lillian Hellman le comenta: “Nos ha ido muy bien, ¿no crees?”. A lo que Hammet responde: “Muy bien es una expresión excesiva para mí. ¿Por qué no decimos simplemente que nos ha ido mejor que a la mayoría?”.