Dos generaciones
distintas, dos diferentes tipos de mujer. Gloria con ese aire sensual y peligroso
de mujer fatal tan característico de aquel cine del Hollywood de mitad de siglo
veinte, Romy con una belleza elegante de europea cultivada que quiere hacerse
perdonar su pasado.
Porque la Romy de madurez tiene un pasado, o
mejor dos: el de sus inicios rosas en el cine alemán, cuando Sissi y sus secuelas, de las que ella
reniega a veces. Y el que le viene de familia por la proximidad (¿ideológica?)
a la cúpula nazi de sus progenitores, de su madre en especial, la también
actriz Magda Schneider, a quien se le atribuía estrecha amistad con Goebbels e
incluso con el mismo Hitler.
Romy, nacida en Austria durante la Ocupación,
en el seno de una familia proveniente de varias generaciones de actores, era de
padre austríaco y madre alemana, y mantuvo la nacionalidad de la madre
adquiriendo también la francesa. Fueron sus películas de adolescencia de la
segunda mitad de los 50, Sissi, Sissi
emperatriz y El destino de Sissi, una trilogía con la que rebasó fronteras
y se hizo famosa. Luego vendrían sus trabajos de las siguientes décadas con
directores como Visconti, Preminger, Orson Welles, Chabrol, Sautet, Clouzot,
Losey, Granier-Deferre, Tavernier y tantos grandes de la cinematografía
prioritariamente francesa pero también internacional del momento, trabajos por
lo demás algunos de ellos altamente valorados. Pero por mucho que quiso hacer olvidar con sus
obras de madurez aquellas historias de adolescencia sobre la emperatriz de
Austria, éstas habían quedado grabadas en la sentimentalidad de los niños
europeos que crecieron con esas películas, de manera que para ellos había dos Romys, la
entrañable de su infancia y la mujer interesante, brillante y de enorme talento
que demostró ser después. Un talento, reconocido por el medio cinematográfico
con la concesión de dos César consecutivos por su actuaciones en Lo importante es amar (1976) y Una vida de mujer (1978).
La Sissi de Marischka, 1955 La Sissi del Ludvig de Visconti, 1972 |
Pero antes de estos trabajos sus
incondicionales de la infancia ya nos habíamos reencontrado con ella en El proceso (Orson Welles, 1964), donde
aparece dando la réplica a Tony Perkins en esa pesadilla angustiosa que es el
mundo moderno visto por Kafka. O algo después en La piscina, (Deray, 1968), con Alain Delon como oponente; película
a cuyo éxito no fue ajeno ese reencuentro con aquel amor de juventud; un
noviazgo sonado en su día y que mantuvo en vilo a sus fans, llenando la prensa
del corazón del momento. Pero sobre todo fue en el Ludvig de Visconti, reencarnando a nuestra Sissi con una madurez
que nos deslumbró, donde volvería a ganarnos para su causa.
Es de justicia señalar su trabajo en Lo importante es amar, (L’important c’est
d’aimer,
Andrezej Zulawski, 1976), un melodrama oscuro, desasosegante y perturbador,
como una de sus mejores actuaciones. Allí la actriz desbordó todas las
previsiones por su capacidad para emocionarnos intensamente con esa su enorme aptitud
para la tragedia.
https://www.youtube.com/watch?v=65qS_ieFd00
Continuaría dándonos más pruebas de su buen
hacer hasta el mismo año de su muerte acaecida poco después de filmar Testimonio de mujer, (La Passante de Sans Souci, de J. Ruffio) a
cuyo término pidió que constara al final de la proyección la dedicatoria Para David y su padre.
Aunque el cine la trató muy bien la vida le
hizo vivir experiencias terribles, en particular la muerte accidental de David,
su hijo, en el verano de 1981, una tragedia que no pudo superar. Destrozada, se
encerraría en su casa, tratando de ahogar su pena en alcohol. Moriría
al año siguiente, ¿fue de puro dolor, del llamado síndrome del corazón destrozado?, ¿fue suicidio?... Nunca se
practicó la autopsia. La enterraron junto al niño en una localidad cercana a
París.
La cineasta Emily Atef ha realizado, sobre sus
últimos meses de vida, el film Tres días
en Quiberon, premio del Cine Alemán a la Mejor Película en 2018. No ha gustado a su familia, sin embargo, la
imagen que de Romy refleja esta producción. La película a España aún no ha
llegado; lo que es seguro es que guste o no la visión que proyecte de la
actriz, no cambiará en absoluto la que los espectadores que han seguido su
trayectoria vital a través de los años tengan interiorizada en su imaginario
sentimental, donde sin duda Romy Schneider tiene ya su lugar propio bien
asentado.
Hasta aquí, nuestro recuerdo emocionado de
Romy.
Gloria Grahame transmite otro tipo de mujer. Actriz
de fuerte personalidad cosechó también tempranos y merecidos éxitos y nos dejó en la
retina la imagen perturbadora de esas heroínas que con frecuencia encarnó: la
chica del gángster, (Los sobornados),
la mujer del jefe, (Deseos humanos) o
cualquier otro perfil de mujer inquietante, pero siempre atrayente, una seductora peligrosa frente a la mirada
misógina de aquellos tipos duros de historias oscuras en el estupendo policíaco
de mediados del veinte.
Por ello no cuesta entender que enseguida se hiciera famosa y es fácil recordarla en algunos de los títulos míticos del cine negro: En un lugar solitario, (In a Lonely Place, 1950, Nicolas Ray), donde obtuvo un Oscar, todavía como secundaria; Cautivos del mal, (The Bad and the Beautiful, Minnelli, 1952); Los Sobornados, (The Big Heat, Fritz Lang, 1953); Deseos Humanos, (Human Desires, Fritz Lang, 1954)… Trabajó con grandes directores del momento como –además de los ya citados- Frank Capra, Edward Dimitrick, De Mille, Von Stenberg, Elia Kazan, Zinnemann, Kramer, Robert Wise… Y uno de ellos, Nicolas Ray, fue el segundo de sus cuatro maridos, los cuales le dejaron una cosecha de otros tantos hijos.
Gloria Grahame y Humphrey Bogart , (En un lugar solitario, 1950) |
A mitad de la década Gloria Grahame desaparece
del cine prácticamente para siempre; sólo la volveríamos a ver y como
secundaria en la famosa serie “Hombre
rico, hombre pobre” (1976) y en dos películas de comienzos de los 80: Melvin y Howard, de Jonathan Demme,
(1980) y La mansión, de Armand
Weston, (1981). Sin embargo sí siguió en el teatro, compaginando actuaciones en
Los Ángeles, donde habitualmente residía, y en diferentes ciudades de
Inglaterra. Allí, concretamente en Liverpool, conocería en 1979 a Pete Turner,
su última pareja, un joven actor principiante que ignoraba su pasado de diva de
Hollywood; hasta ese punto se había eclipsado su fama y se había olvidado su
corta pero brillante y exitosa carrera. Cuando se encuentran ella tiene 56 años
y el 27. Y se quieren. Su historia discurre feliz hasta que un buen día, sin más
explicaciones, Gloria corta toda relación con Pete, dejándole hundido y
desconcertado. Varios meses después, en septiembre de 1981, ella volvió a dar
señales de vida y le confesó el por qué de su brusca ruptura.
Pete Turner volcó toda su historia con ella en
un relato autobiográfico que, con el mismo título, Las estrellas de cine no mueren en Liverpool, (Film Stars Don’t Die in Liverpool), ha llevado a la pantalla Paul
McGuigan en 2017, con Annette Bening en el papel de Gloria y Jamie Bell como
Pete.
Una cuidada puesta en escena, una historia
interesante y poco conocida y una excelente interpretación hacen de ella una
buena película que engancha y conmueve. Para los que recuerdan a la actriz en
su paso por la pantalla, añade también un regusto amargo y un sentimiento de
tristeza por ese duro final que la vida le reservó.
Gloria y Romy murieron con un año de
diferencia; Gloria, olvidada ya en vida, completamente ignorada; Romy con su
fama intacta, en activo y manteniendo su carácter de profesional de éxito. La
muerte de Gloria paso desapercibida, la de Romy nos conmocionó. Ambas fueron
dos grandes del cine y seguirán viviendo en sus películas y en el recuerdo
emocionado de aquellos a quienes conmovieron con su personalidad y su buen
hacer. Y también, seguro, en el de otros más a los que, gracias al cine, todavía
pueden seguir conquistando.
No hay comentarios:
Publicar un comentario