Hay
películas que son como retratos, trozos de vida que cualquiera puede haber experimentado, reflejos desapasionados de una
situación. Se suelen clasificar como dramas, pero el drama solía buscar la
lágrima y éstas están tan apegadas a la realidad que no parecen querer conmover
sino solo poner ante los ojos cómo se desarrolla un determinado asunto, ayudar
a su comprensión sin manipular sentimientos, manteniendo la distancia emocional
que permite objetivar lo narrado.
Emmanuelle Riva y Jean Louis Trigtignant en Amor (Hanecke, 2013) |
Tal
vez sea una nueva concepción del género, que ya no busca la identificación
emocional del espectador, sino su comprensión intelectual del asunto, cosa que
en la pantalla empezó a suceder con las películas de Michael Hanecke, seguramente
el verdadero renovador del drama. Su obra desde luego plantea historias sin desenlace.
Él mismo, experto conocedor por otra parte de la condición humana, reconoce
huir de planteamientos facilones y explicita que no quiere dar falsas soluciones,
sino que sea el espectador quien reflexione sobre el tema, se cuestione lo que
ha visto y trate de ir más allá. Todo su cine resulta así de alguna manera
difícil, como inacabado. Historias que ponen sobre la mesa preguntas sin
resolver; conflictos que quedan abiertos, sin desenlace. Un buen ejemplo podría
ser su película Amor (Amour, 2013), drama intimista donde un
matrimonio en la ancianidad tiene que hacer frente a la enfermedad que ha
atrapado a la mujer y la ha sumido en un estado catatónico. Esa situación da pie
a un profundo análisis del amor que entre ambos se profesan y que vemos desplegarse
en una lucha cotidiana, batalla perdida de antemano contra la enfermedad, situación
dolorosa, con sus contrapuestos componentes de amor, impotencia, crueldad y
compasión aflorando a lo largo del relato. Jean Louis Trintignant y Emmanuelle
Riva nos cuentan ese drama con elegancia y sobriedad, de manera minuciosa y
auténtica y de un modo tan contenido que colocan lo narrado más allá de cualquier
sentimentalismo.
Esto
pasa también de alguna manera con dos extraordinarias películas recientes: Historia de un matrimonio (Marriage Story, Noah
Baumbach, 2019) y La hija del ladrón (Belén
Funes, 2019).
Historia de un matrimonio (Baumbach, 2019) |
La
primera, Historia de un matrimonio, cuenta
al detalle el final de una relación de pareja. Ese momento en que dos no han
dejado de quererse, pero ya no quieren seguir juntos. Y lo cuenta tan bien, con
tanta hondura y veracidad que la historia resulta completamente creíble. Y el
espectador entra en lo que pasa en escena y lo comprende y lo hace suyo porque
es real como la vida misma. Podría estar pasándole a un vecino, un amigo, o
incluso le puede llegar a pasar o haberle pasado ya a uno mismo. Pero la
película nos lo cuenta con veracidad y precisión, sin ahorrarnos el fondo de
dolor que subyace en los personajes aunque manteniendo la distancia para no
implicarnos afectivamente, con delicadeza pero sin sentimentalismo. Paso a paso
vemos como todo se complica, como se deterioran las buenas intenciones del
principio, el no querer hacerse daño para acabar alcanzando momentos de
verdadera crueldad. Y lo inevitable de que esto suceda.
Pero todo ello
dejándonos fuera de la historia que dos actores excepcionales (Scarlett Johanson y Adam Driver) nos reproducen
con verdadera genialidad. Los diálogos, profundos y certeros, la solidez del
guión y un buen hacer en la realización conducen la película por sus cauces,
sin que desborde. Y salimos, sí, con la sensación de haber asistido a un
fragmento de la vida de esos dos seres y de haber comprendido a fondo su
problema, pero sin implicarnos emocionalmente en su drama.
Greta y Eduard Fernández en La hija del ladrón (Belen Funes, 2019) |
También La hija del ladrón (Belén Funes, 2019) nos muestra
un pedazo de realidad, esta vez un momento en la vida de Sara Guerrero, una
veinteañera que lucha por salir adelante en un medio duro y difícil. Trabaja
tenazmente por labrarse un futuro autónomo, y lo hace casi en soledad con su
bebé. No tiene madre; su padre, un desastre, acaba de salir de la cárcel y la
relación emocional con él deja mucho que desear, su hermano está impedido y en
un centro asistencial del que ella quiere rescatarlo pidiendo su custodia… pero
de momento tampoco Sara tiene un hogar, que vive en una casa de acogida, compartida, en buena armonía, con otra joven a punto de abandonarla para cambiar de ciudad. El padre de su hijo,
su otro anclaje emocional, es un buen muchacho que la ayuda, pero no la quiere
y rechaza cualquier proyecto de vida en común con ella, así que tampoco resulta
un asidero sólido. Este es el panorama en que la vemos moverse sin rendirse, demasiado
sola, demasiado necesitada de afecto. Y como en el caso de la película anterior
aquí tampoco se busca jugar con nuestros sentimientos, sino sólo retratar la
situación, sin denuncias, sin una explícita crítica social. Sólo mostrando las
cosas como son, en toda su dureza, que a la vista está todo. Las estupendas
interpretaciones de los actores, en especial de la protagonista, excepcional Greta
Fernández, el alma de la película, subrayan el tono realista de la historia. La
presencia de uno de los pesos pesados de nuestro cine Eduard Fernández, su
padre, encarnando con sabiduría y en un perfecto segundo plano al de la protagonista, sirve de eficaz contrapunto a un relato serio y contenido.
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