lunes, 27 de enero de 2020

La comedia romántica: Medianoche y Pretty Woman


Se entiende por comedia romántica aquella que trata el enamoramiento de una manera amable y ligera, rociado incluso con ciertas dosis de humor, porque su ingrediente indispensable es ése, el amor de pareja, fluctuando desde el idilio empalagoso (Cuando Harry encontró a Sally, 1989) a otros romances más contenidos, pero siempre vistos desde su lado más amable y que a ser posible conquisten con la sonrisa e incluso con la risa.

John Barrymore y Claudette Colbert en Medianoche (Midnight, Leisen, 1939)

Suelen ser por ello historias con final feliz, aunque algunas se levantan sobre la ruptura de la pareja (Annie Hall, W. Allen, 1977) y otras rozan el drama (Tu y yo - An Affair to Remember- Leo MacCarey, 1957) o se precipitan en él (El apartamento, Billy Wilder, 1960). Sus ambientes abarcan desde los más sofisticados a los más cotidianos y su motor resulta de lo más variopinto también: una rivalidad profesional (La costilla de Adán –Adam’s Rib- George Cukor, 1949); una mentira difícil de perdonar (Indicreta, Stanley Donen, 1958); el comienzo de una relación (Descalzos por el parque –Bareffot in the Park- Sacks, 1967); o el final (Dos en la carretera -Two for de Road- Stanley Donen, 1967) y hasta una trama de espías (Charada, Stanley Donen, 1963) o el más acendrado enfrentamiento político (Ninotchka,  Ernst Lubitsch, 1939), que todo vale para contar el amor de una pareja... o de un trío, porque a veces se complica y se cuela un tercero (Una mujer para dos -Desing for living- Ernst Lubitsch, 1933).

Muchas de estas películas explotan el filón de Cenicienta, agazapada en el fondo de sus tramas (Sabrina, Billy Wilder, 1954), aunque a veces el príncipe no es tal, que es ella la princesa (Vacaciones en Roma, Roman Holiday, William Wyler, 1953), porque el mito de Cenicienta es muy agradecido en este género. Puede esconderse detrás de una chica trabajadora (Armas de mujer, Working girl, Mike Nichols, 1988), una estafadora, (Las tres noches de Eva, The Lady Eve Preston Sturges,1944), una cazafortunas (Cómo casarse con un millonario, Jean Negulesco, 1953) o incluso alguien que pasaba por ahí (Una chica afortunada, Easy Living, Mitchel Leisen, 1937). En algunas películas es fácil de reconocer; en otras se ha retorcido tan sabiamente el mito que el cliché del que partimos no se corresponde con lo que veremos. Pero esto es parte de su gracia y así sucede por ejemplo en Medianoche.

Don Ameche, Claudette Colbert y John Barriymore en Medianoche (Midnight, Leisen,1939)



Medianoche (Midnight, Mitchel Leisen, 1939) podría encuadrarse entre las historias de ambientes sofisticados, porque se mueve en un mundo de clases altas, sí, aunque es un mundo donde se cuelan personajes de la calle, un taxista y una vividora, que dan pie para burlarse de esos ambientes de privilegio y de esos tópicos forjados en torno a los manidos conceptos de arriba y abajo.

Su argumento: una aventurera  joven y despreocupada recala en Paris sin más recursos que lo puesto, pero dispuesta a labrarse a la mayor brevedad un futuro envidiable. Comienza la historia cuando acaba de bajarse del tren que la trae, desplumada, de Montecarlo y como se suele decir no tiene ni donde caerse muerta, pero la chica entra con buen pie, porque un taxista conmovido por su situación la protegerá al instante. Luego éste irá cayendo en sus redes y se enamorará perdidamente, pero aparecen otros hombres, otros acontecimientos y la historia se complica. A partir de aquí se sucederán situaciones divertidas, enredos sin cuento, equívocos regocijantes y entre peripecias y sorpresas se va desgranando esta historia que destila ingenio y sátira social. Unos diálogos brillantes y el buen hacer de todos convierten esta obra en una verdadera joya.

La película es del año 1939. Sus guionistas, nada menos que Billy Wilder y Charles Brackett; sus protagonistas, Claudette Colbert, Don Ameche y John Barrymore; su director, Mitchel Leisen… Todos brillantes y todos afamados, aunque su realizador, Mitchel Leisen, hoy en día menos que los demás, que está bastante olvidado en la actualidad. Y ello muy injustamente, ya que hizo un cine de calidad, elegante y divertido que no envejece, al contrario mantiene intacta toda su frescura.

Se trata en este caso de uno de sus films más celebrados, que componía con Candidata a millonaria (Hands Across the Table, 1935) y Una chica afortunada (Easy Living, 1937) una trilogía de estupendas comedias amables, todas ellas en esencia diferentes visiones de este cuento de hadas que hemos elegido para acercarnos al género. “Cada cenicienta tiene su medianoche”, dice nuestra protagonista en un momento de la película. Y es fácil adivinar detrás de esa frase la mano de Billy Wilder que tantas cenicientas puso en sus corrosivas y satíricas historias (Irma la dulce, Bésame tonto, El apartamento, Sabrina, Arianne…).

Medio siglo después un experto en comedias románticas, Garry Marshall,  realiza Pretty Woman (1990), que desde su estreno gozó también de gran fortuna. La historia venía envuelta en un formato atractivo, a un tiempo moderno y clásico, arropada por estupenda banda musical donde brillaba una bonita canción, del mismo título que la película, que arrasó. La trama evoluciona suavemente, sin meterse en honduras; aquí no hay ironía ni sátira sino estrictamente un cuento amable bien contado. Lo que empieza como una fría transacción comercial termina con un final feliz. En medio, el público disfruta de una historia agradable y divertida, con sus momentos de humor y su toque sentimental.

Este es el núcleo de la trama: una prostituta y un alto ejecutivo. Él, Edward Lewis, tiene que acudir en pareja a una serie de eventos sociales para cerrar un buen negocio, pero acaba de romper con su novia. Ella, Vivian Ward, se mueve por Hollywood Bulevard viviendo de alquilar su cuerpo. Se produce el encuentro y llegan a un acuerdo para que Vivian acompañe a Edward en calidad de pareja formal a todos los eventos de la agenda del ejecutivo durante los días que dure la negociación.

Parece que el argumento inicial no iba a ser precisamente una acaramelada historia de amor, pero el azar hizo que quebraran los estudios que se iban a encargar de la producción y al final fuese Disney quien lo llevara a término, dando un giro de 180 grados al guión de partida. Cierto o no, la historia que nos llegó fue un agradable y simpático relato rosa.

Diferentes looks de Julia Roberts en Pretty Woman (1990)



Seguimos con el argumento: para hacerla creíble en su papel, habrá que darle un giro transformador a su imagen y de ello se ocupará el ejecutivo, dotándola, como un hada buena, de todo el ornato necesario. Y Vivian, como cualquier cenicienta, asistirá fascinada a la transformación de su imagen. La trama va evolucionando entre anécdotas más o menos graciosas mientras surge el amor. Finalmente, tal como esperábamos, el hombre poderoso cae rendidamente enamorado de la preciosa mujer que gracias a su inteligencia y encanto, con solo unas cuantas indicaciones suyas, se transforma en una distinguida acompañante y en un ser maravilloso. Él, sin discusión es el prototipo de príncipe azul, joven, guapo y rico, al que obviamente ella, desde su evidente perfil marginal, no puede más que adorar identificándole claramente como el héroe que la rescata de una vida oscura. La película nos va desvelando con eficacia cómo se produce el milagro y todos contentos asistimos al deseado final feliz.

Otra vez cenicienta ha encontrado a su príncipe.

Muy exitosa desde el momento de su estreno, lanzó a su protagonista, Julia Roberts, ya conocida pero aún en los inicios de su carrera, al estrellato más definitivo. También su oponente, Richard Gere, ya veterano entonces como actor, vio notablemente incrementada su popularidad con esta película que gozó de la general aceptación y supuso un antes y un después en sus respectivas carreras. Oh! Pretty woman, la canción que acompañó a la película, en su lanzamiento primero y en su fortuna después, la superaría incluso en premios y celebridad. Se trataba de un rock de Roy Orbison estrenado exitosamente en 1964. Su utilización como leitmotiv en la película de Marshall le regaló un cuarto de siglo después una segunda juventud y la convirtió en un clásico que incluso hoy en día sigue sonando como uno de esos títulos que a todo el mundo resulta placentero y familiar.

viernes, 10 de enero de 2020

El miedo en el cine clásico


Miedo, que no terror: sin monstruos imaginarios, ni zombies, ni apariciones fantasmagóricas, ni gore. Sin rituales satánicos, ni casas encantadas o espíritus endemoniados. Sin proyecciones astrales o entidades paranormales. Es decir, sin necesidad de recurrir a truculentos horrores ancestrales para llevarnos al límite; asustarnos sin desbordar las fronteras de la realidad cotidiana. Eso hacen las películas de miedo.

Dorothy McGuire en La escalera de caracol (The Spiral Staircase, 1945, Siodmak)

El cebo, Belinda, La escalera de caracol, La noche del cazador, Psicosis… cuánto miedo hemos pasado con títulos como estos, sobre todo si los vimos en la infancia y la adolescencia. Será que hemos perdido la inocencia o que estamos más resabiados y detectamos el truco y lo vemos venir, el caso es que hace tiempo que parece difícil sentir miedo en el cine.

Miedo que no espanto, porque esas historias tremebundas en que un loco asesino mata y mata frenético y se levanta resucitado cuando ya lo dabas por muerto, sin el más mínimo respeto por la verosimilitud de la trama, para seguir matando y matando… esas, no dan miedo; eso es otra cosa. Esas son películas en que los realizadores parecen querer llevarnos al paroxismo, porque no les basta con asustar, quieren sacarnos de quicio, pero nos pierden por el camino, porque dejamos de creérnoslas. En su afán de seguir asustando rizan tanto el rizo que se rompe la confianza otorgada por el espectador y logran lo contrario, su distanciamiento  irónico ante lo pueril del engaño.

También de lo inverosímil de sus tramas parten casi todas las que llamamos películas de terror en tanto que sin los seres que pueblan el mundo de las pesadillas difícilmente existirían. Así que nos asustan entrando en la convención, es decir aceptando que son fantasías que en la vida real no suceden, garantía de que por mucho que nos horroricen ahí queda el alivio del susto pasajero, la falsa amenaza, la conciencia de que ha sido solo un juego.

Pero el miedo es una experiencia más persistente y más honda, no sirve que te lleven al borde de la histeria, es algo interno y contenido, que hace temblar pero te deja mudo y te paraliza; se te queda en el cuerpo.

Doris Day en Un grito en la niebla (Midnight Lace, 1960, Miller)

Miedo es lo que pasaba Doris Day en Un grito en la niebla (Midnight Lace, 1960, David Miller), aquella película en que alguien la amenazaba y no podía probarlo y ni la policía ni su marido la creían. O Audrey Herpburn en Sola en la oscuridad (Wait until dark, Terence Young, 1967) donde ella, ciega, tenía que defenderse en desigual pelea y a solas en su casa de unos peligrosos malvados. Belinda (Jean Negulesko, 1948) no es ciega, pero es sordomuda, lo que también acentúa su indefensión. Y Helen, la protagonista de La escalera de caracol (The Spiral Staircase, Robert Siodmak, 1946), es muda también, y el desalmado que la amenaza un psicópata como el de Psicosis, que tanto nos aterró. En El cebo (Es geschah am hellichten Tag, Ladislao Vadja, 1958) es una niña la víctima, víctima de un asesino en serie como pasaba en M., el vampiro de Düsseldorf (M., Fritz Lang, 1931), otro infanticida.

Robert Mitchum, Billy Chapin y Sally Jane Bruce en La noche del cazador, (The Night of the Hunter, Laughton, 1953)

Y niños son también aquellos a quienes persigue el siniestro personaje de La noche del cazador (The Night of the Hunter, Charles Laughton, 1953) después de haber matado a su madre.

El hecho de que las víctimas sean niños o mujeres con algún defecto físico acentúa el grado de indefensión y hace más dolorosa la historia. Que el asesino sea un psicópata las convierte en más aterradoras en la medida en que éstos, al actuar sin móvil, resultan impredecibles. La combinación de ambas cosas nos hace fluctuar entre la identificación con la víctima o el susto ante el verdugo.

Anthony Perkins en Psicosis  (Psycho, Hitchcock, 1960)

El asesino de Psicosis (Hitchcock, 1960) nos inquieta y nos asusta cuando le vemos espiar a la joven, a solas en su cuarto: es un voyer, o quizá algo más y peor… Nos paraliza de miedo en la escena de la ducha o al aparecer ante el detective en la escalera. Nos deja petrificados de espanto, como a sus víctimas. La indefensión de todos ellos, desconocedores de aquello a lo que se enfrentan, sin tiempo para reaccionar, nos traslada a nosotros, además de ese susto, brutal en su inmediatez, el miedo que ellos sentirían de haber sabido…

Los niños de La noche del cazador saben. Y Belinda y Helen también, pero no pueden pedir ayuda y sufrimos con ellos como si fuéramos parte de su indefensión.

El cebo ( Es geschah am hellichten Tag,, Ladislao Vadja, 1958)

En El vampiro de Düsseldorf y en El cebo son los asesinos los que impactan en nosotros tanto o más que las víctimas, que ya han sido o no son conscientes del peligro. Sufrimos con ellas, pero sobre todo nos asusta el perfil de esos personajes turbios, insondables en su negrura.

Todos títulos señeros del cine de siempre, películas que habremos tenido tantas ocasiones de ver, pasadas una y otra vez en TV, perdida su actualidad para salas comerciales. O rescatadas por las filmotecas y cineclubs en ciclos monográficos. O que ya podemos recuperar nosotros mismos sin ayuda de nadie, porque están al alcance de cualquiera. Películas que son, como los cuentos de la niñez, relatos escalofriantes que forman parte de nuestra vida y nuestro imaginario colectivo. Casi todos las hemos visto y los que no lo hayan hecho no saben lo que se pierden, porque nos las contaron individuos geniales con todo el talento y la habilidad que se requiere para desarrollar una buena historia que no deje frío al que la recibe. Y lo pasamos muy bien con ellas, pasándolo tan mal. Así que quien no las haya visto y quiera que le cuenten una buena historia de miedo ahí tiene para elegir unas cuantas de las que no defraudan.