sábado, 19 de diciembre de 2020

El drama romántico: Breve encuentro y La edad de la inocencia

El enamoramiento, los obstáculos al desarrollo de ese sentimiento único, la intensidad de las emociones que suscita y que las dificultades agudizan. Los finales desgraciados por la incomprensión de la sociedad, por el azar, por el destino, la enfermedad o la muerte. El sufrimiento contenido que su frustración provoca. La interiorización del dolor, las emociones escondidas… todo esto nos lo ha contado muchas veces el cine, a veces con tal arte que consigue conmovernos profundamente.

Celia Johnson y Trevor Howard en Breve encuentro (Brief Encounter, 1945)

Y todos ellos son elementos que conforman el cine romántico. No es que necesariamente las historias románticas tengan que tener un final infeliz, pero parecen ganar emoción con tristes desenlaces. Y de hecho casi todas las que nos vienen a la mente participan de alguna manera de un componente de desdicha: Carta a una desconocida (Letter from an Unknown Woman, Max Ophuls 1948), Senso, (Visconti, 1954), Los amantes de Montparnasse (Les Amants de Montparnasse, Jacques Becker, 1958)La hija de Ryan (Ryan´s Daugther, David Lean, 1970), Diario íntimo de Adele H. (L’Histoire de Adele H., Truffaut, 1975), El amor de Swann (Un amour de Swann, Schlöndorff, 1980), Los puentes de Madison (The Bridges of Madison County, Clint Eastwood, 1995)… todas ellas son crónicas de una frustración, de un amor a vivir en secreto o al que renunciar porque algo más fuerte que uno mismo impide su realización. La culpa, la mentira, o simplemente que la vida arrastra al individuo por senderos indeseados son factores que pueden salpicar a estas historias.

Con frecuencia nos muestran al personaje enamorado a solas con sus sentimientos aunque la vida bulla a su alrededor, aislado de todo lo que le acompaña y que él percibe sólo como ruido. A menudo nos hace partícipes de sus emociones con monólogos silenciosos, donde una voz en off nos desvela lo que a nadie confiesa el personaje, su sentir más recóndito, su lucha interior…

Eso hacen por ejemplo, cada una a su manera, Breve encuentro (Brief encounter, 1945) y La edad de la inocencia (The Age of Innocence, 1993).

Breve encuentro es película inglesa de la postguerra. Su director, David Lean, se sitúa en la cúspide de la filmografía británica y cuenta en su haber con numerosas realizaciones excelentes (Lawrence de Arabia, Doctor Zhivago, Locuras de verano...). Ésta es una de ellas, una de las primeras que llevó a cabo.


Una historia delicada y conmovedora, ambientada en un entorno provinciano y floreciendo en momentos en que las convenciones sociales pesan considerablemente sobre el individuo. Una ciudad entre tantas de Gran Bretaña cuando la segunda guerra mundial acaba de terminar. Dos personas cualesquiera de la clase media, con sus vidas rutinarias y tranquilas, que se encuentran y contra todo pronóstico se enamoran. Ambas están casadas y quieren a sus parejas, así que su discurrir cotidiano se ve de golpe seriamente amenazado por este sentimiento que se va apoderando de ellas. Adaptación de una obra de Noel Coward, acertadamente mecida por el concierto nº 2 de Rachmaninoff y contada con la elegancia y contención que David Lean dominaba, Breve encuentro es una pequeña joya del cine intimista.

Un romance prohibido, la culpa por esa doble vida, la añoranza de lo que podría haber sido y ni es ni será… todo esto que el personaje femenino desgrana en pensamientos sólo ante los espectadores y que el mundo externo que rodea a los amantes, sutilmente recreado en sus más ínfimos detalles, parece esconder o al menos ignorar, subraya el drama que se desarrolla calladamente ante nuestros ojos.

La película tuvo dos remakes, uno en 1974 por Alan Bridges, con Sofia Loren y Richard Burton, y otro 1984 por Ulu Grosbard, con Robert de Niro y Meryl Streep encarnando a la pareja. Y fue también realizada como ópera en 2009 por André Previn para la Houston Grand Opera. Pero es esta primera versión de David Lean la que llega más profundamente al corazón.

La edad de la inocencia (The Age of Innocence, Scorsese, 1993)

Por su parte La edad de la inocencia es una adaptación que Martin Scorsese lleva a cabo de la novela homónima publicada por Edith Wharton en 1920. La realizó en 1993, cuando son ya mundialmente conocidas muchas de sus películas, ninguna de las cuales hace presagiar un título semejante. Recordemos algunas: Malas calles;  Taxi Driver; New York, New York; El color del dinero; Uno de los nuestros... Dramas, comedias, musicales, thrillers… de todo, sí, o casi, pero ¿cine romántico?... ¿Y además de época?, ¿Con personajes de morales victorianas?... Fue muy sorprendente e inesperado. Y el resultado, magnífico. Con Daniel Day Louis, Michelle Pfeiffer y Winona Ryder encarnando con sabiduría y  contención a los protagonistas de la historia.

Scorsese abandona aquí los barrios bajos neoyorkinos para moverse entre las clases adineradas de la ciudad y contarnos cómo la ordenada vida de uno de sus empingorotados miembros, Newland Archer, se ve peligrar al enamorarse profundamente de una recién llegada.

Escena de La edad de la inocencia

Y echando mano, como hiciera David Lean en Breve encuentro, de la voz en off, nos va desvelando el profundo sentimiento de amor inconfesable que se va apoderando de este sujeto, mientras la vida social de su grupo de privilegiados continúa, aparentemente sorda y ciega, tejiendo los hilos necesarios para que todo siga inmutable.

Porque en esa sociedad hermética y superprotegida ha reaparecido uno de sus antiguos miembros, una joven que en su día casara con un aristócrata europeo partiendo lejos para vivir en otras latitudes y que ahora, sola, separada del marido, vuelve con voluntad de reintegrarse en su antiguo medio como si nada hubiera cambiado. Pero sí, han cambiado muchos condicionantes, ella ya no es la misma, trae otras costumbres y un estado civil oscuro y confuso que levanta recelos y escandaliza. Newland Archer, como un caballero de leyenda, asumirá su defensa frente a las malas lenguas, en parte por pura cortesía y también por tratarse de la prima de su prometida. Pero desde el primer momento siente una fuerte fascinación por el personaje y enseguida ambos se enamoran sin remedio, secretamente, hondamente. Y viven este sentimiento como algo prohibido, conscientes ambos de que no contarían con la anuencia de los suyos.

La película nos muestra el escenario fastuoso de su cotidianidad hermosamente vacía, el peso de las convenciones sociales tanto sobre ellos mismos como sobre los demás individuos que integran su círculo de elegidos. Ese mundo pequeño, mezquino y estéril en que se asfixian, pero que es también todo su mundo, el aire que respiran y del que no pueden ni quieren prescindir.

Personajes educados para controlar sus sentimientos y realizar lo que la sociedad espera de ellos aunque sea renunciando a lo que más desean, incapaces por completo de enfrentarse a su entorno, porque sin él se saben solos, en una soledad radical que intuyen aún más insufrible que el desesperado dolor de la renuncia. Repitiendo en su mundo de privilegios unas conductas rancias de las que aunque algunos sean conscientes ninguno sabe librarse; tal vez se burlen de ellas superficialmente, pero están tan interiorizadas que imperan en sus actos y les tiranizan. Y eso es lo que determina fatalmente sus conductas y les aboca a secretos sufrimientos.

Y si los afectados resisten, la sociedad premiará su sacrificio con todas las dosis de disimulo que el personaje necesite para ignorar su pecadillo, porque lo verdaderamente importante es seguir adelante sin alterar las normas por las que el grupo se gobierna.

martes, 1 de diciembre de 2020

Malas de película

La misoginia ha proporcionado a la literatura y al cine unos estupendos tipos de mujer malvada, casi siempre coprotagonista del relato, que ejerce irresistible fascinación sobre sus víctimas y sobre todos los lectores o espectadores. 

                                                              Cruella de Vil en 101 dálmatas

Pérfidas que no se detienen ante nada, capaces de las mayores tropelías. Y sus dianas en general son individuos nobles y atractivos, valientes y habilidosos que caen en sus garras sin poder evitarlo y acaban convertidos en juguetes rotos o peor si finalmente no logran sustraerse a su influjoO sea, unas verdaderas brujas, como Cruella de Vil, como Maléfica.

Pero estas chicas resultan más carnales, desprenden vida, deseos, ambición y una fuerte determinación para lograr sus objetivos. Cierto que este perfil resulta hoy algo desfasado así que para disfrutar de su atractivo conviene remontarse a tiempos pasados.

Buscando sus orígenes encontramos ya su imagen hecha mito en la novela de Pierre Loüys La mujer y el pelele (La femme et le patin), publicada en 1898. Y en cine en El ángel azul (Der blaue Engel, 1930), película de Josef Von Sternberg, sobre la novela de Heinrich Mann El profesor Unrat, (1905) con prototipos semejantes a la anterior. Marlene Dietrich interpretando allí a la seductora Lola Lola, inició con este personaje todo un rosario de vampiresas encarnadas tanto por ella misma como por la Garbo y otras bellezas del momento, que se paseaban por la pantalla dejando cierto perfume de peligro, aviso para valientes en todo tipo de aventuras.

Pero quizá es en el cine de los años cuarenta y cincuenta, producto de una sociedad donde la superioridad del hombre frente a la mujer era moneda corriente y no discutida, en el que encontramos más ejemplos y mejor acabados de este espécimen transgresor que desmiente el ideal de mujer de la sociedad del momento, seres adorables que había que respetar, proteger y venerar: la madre, la novia, la hermana, la amiga… entes casi angelicales y consecuentemente nunca o casi nunca percibidos como si se tratara de un igual. Claro que en ese jardín de bella perfección a veces se colaba la mala hierba, esa con la que el cine componía perfiles tan jugosos de mujeres nada dóciles.

Recordemos a algunas malas de película: por cierto, a menudo determinantes en la historia, casi siempre bellísimas y siempre dispuestas a manipular a los hombres a su antojo

No hay que olvidar que también las había en papeles secundarios, no especialmente guapas y que destilaban veneno contra la chica buena como la Emma de Mercedes McCambridge en Johnny Guitar (Nicholas Ray, 1953) o la terrorífica ama de llaves de Rebecca (Hitchcock, 1949), que adquirían verdadero resalte en la trama, con frecuencia empalideciendo a la actriz principal. O alguna hipocritona ambiciosa que escondía sus verdaderas intenciones bajo aparente devoción hacia su rival, como la creada por Anne Baxter en Eva al desnudo (All About Eve, Mankiewicz, 1950). Y a veces también, pero pocas, la mala de película era una madre feroz que ejercía su influjo devastador sobre el hijo, un desalmado grotescamente sometido a su dominio (Al rojo vivo, White Heat, Raoul Walsh 1949).

Pero en general ellas eran jóvenes, guapas y protagonistas, como Gene Tierney en Que el cielo la juzgue, (Leave Her to Heaven, John M. Sthal, 1945), Linda Darnell en Ángel o diablo (Fallen Angel, Preminger, 1945), Gloria Grahame en Deseos Humanos (Human Desire, Fritz Lang, 1954) o Jean Simmons en Cara de ángel (Angel Face, Otto Preminger, 1952). Y ellos, pobres tipos enredados en sus intrigas.

Escenas de Forajidos, Niágara, La dama de Shanghai, Que el cielo la juzgue, Retorno al pasadoCara de ángel, El cartero siempre llama dos veces, Desvío

El cine negro es el que más y mejor ha trabajado ese perfil femenino tirando de obras que ya rezumaban misoginia, como las novelas de James McCain, donde la mujer era siempre un mal bicho, tal como sucedía en El cartero siempre llama dos veces, versionada sucesivamente por Visconti (1943), Tay Gardner (1946) y Bob Rafelson (1981). O en Pacto de sangre, adaptada por Billy Wilder bajo el título Double indemnity, (Perdición) en 1944. Otras películas excepcionales como La carta (The Letter, William Wyler, 1940),  Perversidad (Scarlet Street, Fritz Lang, 1945) o  El extraño amor de Marta Ivers (The Strange Love of Martha Ivers, Milestone, 1946)  parten también de relatos que nos ofrecen igualmente una variada gama de mujeres sin escrúpulos, falsas y manipuladoras.

Escenas de La jungla del asfalto, El extraño amor de Marta Evers, Los sobornados

Y luego están aquellas chicas del gánster, algunas sólo muñecas bonitas como la Jean Harlow de El enemigo público (The public Enemy, William Wellmann, 1931) o la Marilyn de La jungla del asfalto (The Asphalt Jungle, Huston, 1950); otras más complejas como la Ava Gardner de Forajidos, (The Killers, Robert Siodmak, 1946) y otras que resultan ser tan malvadas o más que sus parejas, como la que encarna Peggy Cummins en El demonio de las armas, (Deadly Is the Female, Lewis, 1950) o  la Bonnie de Faye Dunaway en Bonnie and Clyde (Arthur Penn, 1967)… todas tentadoras y muy capaces de poner al protagonista, si no lo está ya, al borde del abismo y del crimen.

Escenas de Perversidad y El demonio de las armas

No es que ellos fueran unos angelitos, que algunos han personificado la maldad y la violencia con un talento fuera de serie que nos hacía estremecer: inolvidable aquel malo con el que Richard Widmarck nos helaba la sangre en El beso de la muerte (Kiss of death, Henry Hathaway, 1947), empujando escaleras abajo la silla de ruedas de la anciana paralítica y sonriendo luego satisfecho de su hazaña. O el sádico que componía Lee Marvin en Los sobornados (The Big Heat, Fritz Lang, 1953), quemando con café hirviendo la cara de su chica, una espléndida Gloria Grahame en sus mejores momentos. Y también impactaban al máximo aquellos tipos crueles y rabiosos que James Cagney encarnaba con desbordante energía en El enemigo público (The Public Enemy, William Welmann, 1931), Los violentos años veinte (The Roaring Twenties, Raoul Walsh, 1939) o  la ya mencionada Al rojo vivo, (White Heat, Raoul Walsh, 1949, pero en fin, con eso se contaba, porque el hombre no tenía adjudicada la dulzura y la bondad como características propias, así que siempre resultaba más escandaloso y censurable ser mala que malo.

Estupendas femmes fatales viven en tantas películas magníficas, seres como la que nos ofrece Ann Savage en Desvío (Detour, Ullmer, 1945), hosca y mal encarada; la que recrea Jane Greer en Retorno al pasado (Out of the Past, Tourneur, 1947), las que encarnan Rita Hayworth en La dama de Shanghai, (The Lady from Shanghai, Orson Welles, 1947), o Marilyn Monroe en Niagara (Henry Hathaway, 1953), ambiciosas y crueles todas. Son personajes que se abandonarían en un rincón durante décadas para volver después, aggiornadas y con cuentagotas, pero con el mismo marchamo de chicas peligrosas, como las que compondrían Faye Dunaway en Chinatown (Polanski, 1974),  Kathleen Turner en Fuego en el cuerpo (Body Heat, Kasdan, 1981), Linda Fiorentino en La última seducción (Dahl, 1994) o Kim Bassinger en L.A. Confidential (Curtis Hanson, 1997) para que volviéramos a gozar de esas malas estupendas, mujeres misteriosas y perversas, hipócritas y calculadoras, frías y traidoras, que tanto color y emoción le daban a aquellas historias, dominando la narración en un género pensado para el lucimiento de los varones. Y allí se colaban ellas dando la vuelta al relato y recordando a los hombres que la chica no siempre es mansa y amoldable a sus deseos, un dulce ser pasivo puesto ahí para querer y cuidar con devoción de su dueño, como marcaba el ideal de mujer al uso; hay que estar alerta, porque puede que esconda otras intenciones.