lunes, 23 de mayo de 2011

Amores de perdición

Reflexionando otra vez sobre el poder maléfico del amor, he aquí dos historias de pasión destructora que la literatura nos ofrece y con las que el cine crearía después dos hermosas películas: Senso de Luchino Visconti y Double Indemnity de Billy Wilder.

                                                                Alida Valli y Farley Granger en Senso (Visconti, 1954)
Sus protagonistas se alejan de otros seres singulares tratados antes, también dominados por la pasión destructora del amor, como Charles Swann, atormentado por los celos, o Adèle Hugo, por el desamor. Ambos arrostraban en silencio su tragedia. No es el caso de los personajes a describir ahora, igual de destructivos pero mucho más dotados para devolver el daño que reciben. Porque estos no callan, estos saben responder con violencia al agravio.
 

Visconti nos muestra este drama de la condesa Serpieri, cuento de Camilo Boito publicado en 1883, en una  hermosa  película desarrollada en clave casi operística. Boito ambientaba la historia en la Italia del Risorgimento, en plena lucha por su independencia; Visconti, fiel al original, también, desplegando la historia en una soberbia ambientación, hermoso colorido y arropada por la música de Verdi y de Bruckner. Y pinta el sucedido de esta aristócrata veneciana, fervorosa independentista contra el dominio austríaco, mostrando con maestría cómo su conflicto evoluciona fatalmente in crescendo hasta el desastre. 

Cuando al principio aparece en un palco de La Fenice, en medio de aquella bronca que a ritmo verdiano se organizara en el teatro contra el ocupante, es una patriota más; una garibaldina que, bajo sus modales aristocráticos, disimula apenas su hostilidad frente al austríaco dominador, con quien, por mandato de clase, se codea y a quien parece aceptar, pero íntimamente detesta. Su existir dará un giro inesperado cuando repentinamente se enamore de un oficial enemigo, superficial e irresponsable, oportunista y cobarde, que hará tambalear su vida toda, su seguridad y sus principios. 

La condesa deambula reiteradamente por una hermosa Venecia a punto de sacudirse el yugo del Imperio Austrohúngaro, una Venecia intranquila y en desorden; en constante desazón, como el alma de Lidia Serpieri. Reflejos de su desasosiego, sus idas y venidas, al principio motivadas por lealtades familiares o políticas, se reducen casi luego a la búsqueda de ese oficial austríaco, conocido casualmente y en seguida convertido en amante dominador. Sin darnos tregua asoma con fuerza, apenas refrenado debajo de una apariencia galante, ese deseo imperioso de la protagonista, que se va abandonando a su pasión, ciega ante el peligro en que se enreda más y más. Es la vivencia de un empecinamiento desesperado en que Lidia se va engolfando sin vacilar, compulsivamente, avanzando inexorable hacia su terrible destino.

Visconti sugiere este perturbador sentimiento de la condesa Serpieri hasta en los más mínimos y delicados detalles: la sombra de una cortina acentúa la sensualidad de la historia que nos cuenta, la cabellera de Lidia desplegada en la intimidad de la alcoba, su mirada enloquecida donde brilla esa pasión avasalladora que se ha enseñoreado de su ser... Alida Valli, aristócrata de nacimiento, y que ya había interpretado con profundidad y talento otro tipo de mujer enamorada de un canalla en El tercer hombre, logra en esta película un perfecto retrato de dama con orgullo de clase, apasionada y vengativa, totalmente diferente del registro anterior. Mientras en aquella encarnaba a una mujer desprendida, desamparada en medio de un mundo en ruinas, necesitada de todo y dispuesta a renunciar a lo más vital por lealtad tan sólo a un recuerdo; aquí es un miembro de la nobleza orgullosa de su clase y con todas las de ganar, atrapada por una pasión y decidida a sacrificarlo todo atropelladamente en el altar del deseo, pero sin vacilar en descargar su ira si la provocan; no va a aceptar el dolor del desengaño sin venganza, que de ella no se ríe nadie.  

Porque el alma de esta dama, naturalmente altiva y elegante, es presa de una loca pasión. Conforme Lidia está más atrapada por su anhelo amoroso, más patente se nos hace el desamor del oficial. Esclava de sus impulsos, la condesa no vacila en traicionar todo aquello en que sustenta su vida; está dispuesta a sacrificarlo todo por ese vividor mezquino, en el que sólo hay interés, calculo e incluso crueldad. Hay un momento en que ya no puede vivir sin su oficial y entonces Lidia se va tornando cada vez más imprudente y más audaz.

En la película, ¡espléndido Visconti!, ese anhelo fatal respira en cada detalle visual, compuestos todos como una sinfonía: el espejo, los frescos de la pared, los cortinajes... En el último movimiento, la paleta se vuelve más y más sombría, casi negra. La dama ha sufrido ya su desengaño, pero se ha implicado demasiado para volver sobre sus pasos; la suerte está echada. Furiosa y desesperada camina a solas por la calle en la más negra oscuridad. Es el momento en que la condesa ya no puede hacerse ilusiones. Es consciente de que el oficial la desprecia y ni la soporta; ella ha transgredido todo y ahora sólo una energía la mueve, el afán de venganza. Consumada ésta, con el alma vacía tras el desquite, ya no tiene donde ir y vaga en la noche sin rumbo aparente, a solas y a deshora, como sólo lo haría entonces una cualquiera, nunca una dama encumbrada. No puede hacer más, ni siquiera retroceder. Parece que Visconti quería terminar con ese plano tremendo y cargado de negrura de Lidia en un grito, corriendo, espantada de sí misma, en una huida imposible. Sin embargo se optó por añadir unas imágenes con el destino fatal del oficial austríaco, que, en realidad, nada nuevo aportan. Lástima; seguramente hubiera sido un final más desgarrador. 

El protagonista de la otra historia de amores destructores a tratar se desenvuelve en un clima de novela negra, Se basa en una narración de James M. Cain, Three of a kind, (Pacto de sangre), que nos alerta de los peligros que una femme fatal supone en la vida del hombre, constante leitmotiv en las narraciones de este americano desengañado del amor. En el cine desarrolla el asunto Billy Wilder, que además de dirigir la película, firma con Raymond Chandler el guión. Su título, Double Indemnity, en España, Perdición. Su estreno, 1944. Sus intérpretes, un discreto Fred McMurray, un espléndido Edward G. Robinson y una Bárbara Stanwyck en estado de gracia. Diálogos sobresalientes, excelentes la música y la  fotografía... una gloria del cine.

Novela y película presentan al protagonista, Walter Neff, vendedor de seguros, como un personaje más bien gris. Lleva una vida solitaria, aunque en buena armonía con su colega más cercano. Le imaginamos en un transcurrir cotidiano aburrido y tedioso, marchando hacia un futuro gris y previsible. Hasta que un buen día se cruza con la fascinación encarnada en unas piernas de mujer, tacones topolino, esclava en el tobillo, un cuerpazo, una cabellera rubia y una mirada inteligente, firme y suficiente. Es demasiado para un empleado de seguros. Ella es audaz, sensual, y calculadora; no encuentra grandes dificultades para atraerlo a su juego perverso, despertando su ambición y su codicia, sobre todo cuando el premio no va a ser sólo dinero sino una fortuna a gozar en pareja con ese ser que le deslumbra.


La historia avanza, absorbente, por un camino de degradación moral, en medio de una atmósfera turbia donde el enfrentamiento amor y odio, dominio y sumisión, atracción y repulsión, pronto anuncian tormenta. De aquí al vértigo de la perdición habrá sólo unos pasos, que describen novela y película, cada una a su manera. El agente de seguros lo tiene claro, por ella va a arriesgar lo que sea; pero en el fondo es un infeliz, cada vez más asustado de la gravedad de los actos a que se ha visto empujado, y cuando se insinúe en su mente el veneno de la traición estará dispuesto a estropearlo todo. Y es que no puede creer que semejante mujer, a sus ojos una diosa, una diosa del mal, pero diosa, en verdad le quiera y menos estará dispuesto a que le utilice y le descarte. 

Amores de perdición los de estas vidas arruinadas por pasiones arrolladoras. La condesa Serpieri, que no ha sido educada para ser humillada, estará dispuesta a perderlo todo y perderse, pero con el objeto de su deseo; de lo contrario, hará sentir la brutal violencia de su ira. Y nuestro empleado de seguros, asustado de su crimen y desconfiando de su partenaire, que le atemoriza, acabará aplastando esa ilusión que prometía rescatarle de su vida oscura, de la que él sin duda no es capaz de salir. Ha sido sólo un espejismo; una mala mujer, la terrible femme fatale, le ha llevado a la ruina y él no tiene agallas para tirar adelante, porque en el fondo se sabe con madera de perdedor. 

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