Hay dos películas que a primera vista no parecen tener
nada que las aproxime: ni el qué, ni el dónde, ni el cuándo, ni el cómo, ni el
por qué de lo que nos cuentan; nada en torno a sus protagonistas parece
acercarlos, y, sin embargo, sí tienen estos dos seres tan dispares algo
fundamental en común: su habilidad para la estafa, su destreza para asumir
falsas identidades y su decisión de convertir esas dotes en oficio.
Se trata, claro, de dos timadores; el primero,
Vittorio Emanuele Bertone, es una criatura real aunque embellecida por la fantasía de Indro Montanelli quien, condenado a muerte por los nazis, compartió con él prisiones, antes de lograr por fortuna, escaparse; el otro, Frank Abagnale es un ser totalmente de carne y hueso, que hoy
día sigue paseando su existencia por el mundo. Sus andanzas están narradas además en
dos películas magníficas: la del personaje novelado por Montanelli en El general de la
Róvere (Il generale della Rovere), dirigida por Roberto Rossellini en 1959, y la otra en Atrápame si puedes, (Catch Me if you Can), que Steven
Spilberg emprendiera en 2002 tomando como punto de partida el relato
autobiográfico que el propio Frank Abagnale publicara poco después de haberlo
vivido a cerca de esos cinco años de su vida.
Leonardo Di Caprio como Frank Abagnale en Atrápame si puedes (2002) |
El estafador descrito por Montanelli nos lo va a mostrar un cine que nos ha dado
infinidad de perfiles de vividores, casi siempre dibujados en un tono ligero,
no en este caso, y representados por actores de calidad superlativa, como aquí.
Nos referimos al cine italiano, pródigo, sobre todo en aquellos mediados del
veinte de apogeo de su comedia, en perfiles de sinvergüenzas, caraduras,
granujas, tramposos y otras gentes dispuestas a delinquir sin llegar al asesinato y a sacar partido de la buena fe de los otros. Personajes que nos creemos
gracias a sus intérpretes, tan grandes, tan auténticos, que, con su buen hacer,
los dotaron de vida y verdad.
Infinidad de tipos, tipos inolvidables, le debemos por ejemplo a
Vittorio Gassman, (¡inmenso Vittorio!). Con qué sarta de canallas, buscavidas,
bocazas, fatuos, y pícaros sin cuento, tan ricos en matices, tan creíbles en
toda su mezquindad y su ternura, nos ha sorprendido y divertido una y otra vez
en aquellas películas a la vez cómicas y trágicas, tiernas y amargas que Mario
Monicelli, Dino Risi, Pietro Germi y otras gentes de talento realizaban
entonces sin quizá pretender mucho más que hacernos reír.
Claro que aquellos fueron momentos de oro para el cine italiano, donde
parecía que todos se habían confabulado para ser más que buenos. En la
interpretación hemos aludido a Gassman, pero es que había tantas figuras
extraordinarias: Totó, Sordi, Mastroianni, Tognazi, Manfredi…o un inolvidable
Vittorio de Sica, doblemente bueno como actor y como director. Y no era fácil
destacar, de tan espléndido como era aquel conjunto.
Pero apenas hemos empezado a nombrarlos y ya ha aparecido nuestro protagonista, Vittorio De Sica; él es quien encarna al estafador contado por Montanelli, Vittorio Emanuele Bertone, un
hombre al que le ha tocado en suerte vivir momentos muy negros y en
lugar entonces muy peligroso. Le encontramos en Génova en 1943; es un hombre de mediana
edad. El cambio de siglo le cogió en la niñez, así que es la segunda vez que ha
visto enloquecer a Europa. Pero no parece muy preocupado con esta nueva guerra.
Hay que vivir y él se adapta a lo que hay; lo que cuenta es discurrir la forma
de seguir trampeando para salir adelante como se pueda.
Las peripecias de un timador profesional en un momento histórico tan
dramático no se prestan a miradas indulgentes; ya es bastante difícil
sobrevivir a la dureza del medio como para tener que estar alerta de tipos como
éste que sacan partido de las desgracias ajenas. Pero sí, de eso vive nuestro
personaje, de aparentar ser quien no es y tener unas influencias que no tiene
para resolver los problemas de los que pasan apuros. Y llega un momento en que
se encuentra atrapado en su propia mentira, cuando acepta trabajar como espía
para el enemigo, un trabajo demasiado feo que hace obligado, porque cree salvar
así el pellejo. Su misión, suplantar la personalidad de un preso de prestigio,
el general Della Rovere, para facilitar información a la Gestapo sobre los
demás prisioneros que sin duda se le confiarán. Della Rovere habia sido ya fusilado por los nazis, pero el hecho no era público y parecía factible para el enemigo explotar su buena imagen; esta sería la función asignada a Bertone. De Sica, magistral, compone un
perfil humano extremadamente complejo, cobarde y servil, orgulloso y desvalido,
tierno e irónico, un ser que va perdiendo gradualmente su frivolidad y
empapándose del drama hasta asumir el destino del verdadero general, ya
fusilado, y convertirse inútilmente en un héroe, él, tan antihéroe, alejándose
de su infame pacto y recuperando su dignidad con un acto de quijotismo y
pundonor que le redime al más alto precio.
Es una historia que Rossellini nos cuenta con sequedad y dureza en toda
su negrura, añadiendo nuevos matices al perfil de otros heroicos
antihéroes, también conmovedores, como los que simultáneamente están
componiendo Vittorio Gassman y Alberto Sordi en la formidable La gran guerra, (La Grande Guerra, Monicelli, 1959), una de las películas más
antibelicistas que se hayan realizado.
El tono de drama con tintes de tragedia en que esta historia se
desarrolla constituye casi una rareza respecto de lo que es habitual para el cine cuando trata este tipo de temas
en los que suele emplear aires más risueños. Temas, por otro lado nada
infrecuentes, que el de estafas forma casi un género, con trayectoria larga y
exitosa; un género además amable, como casi siempre que el eje argumental gira
en torno a algo que requiere habilidad, aunque se trate de un delito. Porque
parece muy probado el fenómeno de identificación positiva que se produce con
estos delincuentes brillantes, rápidos y audaces cuyas ocurrencias nos admiran,
nos sorprenden y nos ponen emocionalmente de su lado, minimizando la gravedad
de sus actos.
Hay una película de referencia obligada cuando tratamos argumentos de
esta clase, The Sting (El golpe, George Roy Hill, 1973), un enredo bien contado, a buen ritmo, con
un trasfondo musical inolvidable y un par de protagonistas regios, en perfecta
sintonía. Una película divertidísima que es un crimen perderse. Pero también de Casa de juegos (House of Games, David
Mamet, 1987) o de la argentina Nueve
reinas, (Fabián Bielinski, 2002) podríamos hablar en los mismos términos.
Nada es lo que parece en estas historias enredadas y enredadoras en que todo el
mundo finge ser otro y hay que poner los cinco sentidos para defendernos de caer
en el engaño, (¡que caemos!), manipulados con tanto ingenio por la trama y los
actores, que tan deliciosamente juegan a embaucar y a embaucarnos. Y todo toma
en muchas de ellas un ritmo ligero y alegre, de broma superficial; el ritmo
desenfadado de la comedia.
Ése es también el aire que se respira en Atrápame si puedes (Catch Me if you Can, Spilberg, 2002). El tono es de comedia; el ritmo, acelerado, por
momentos, trepidante; y el ambiente, luminoso a veces, como el de una aventura
de Stanley Donen o Blake Edwards, participando incluso de su glamour. La música, alegre y juguetona,
es un hermosa vuelta al jazz de los ‘50/’60, muy en la línea de
Charlie Parker, perfecta envoltura para el tono desenfadado y divertido en que
se nos cuenta la historia. Y hasta el diseño para sus títulos de crédito resulta brillantísimo.
Su personaje principal se mueve en un entorno que no parece amenazador;
de entrada le vemos adolescente en una confortable ciudad norteamericana hacia
1960. La familia, una de clase media, como tantas; los padres, también como
tantos, no se entienden entre sí, y el chico, hijo único, es algo mentiroso; en
fin, nada grave. Pero poco después ese chico, todavía menor de edad, tendrá en
jaque al FBI, rastreando su pista durante años tras un rosario de cheques
falsos que él ha ido sembrando por todo el país. Sobre un paisaje años sesenta,
cuidadosamente reconstruido, le veremos comportarse con absoluta sangre fría en
ambientes que le son ajenos, con una soltura sorprendente. Y cambiar de
identidad hasta en ocho ocasiones, asumiendo impasible diferentes vidas
prestadas y actuando como piloto, médico, abogado… de pega y como falsificador
y ladrón... de verdad.
Un Leonardo Di Caprio deslumbrante nos conduce con desenvoltura por esta
historia tan fantástica como real. Nos tiene tan fascinados y lo estamos
pasando tan bien, que apenas nos enteramos de las pinceladas empalagosas con
que Spielberg suele dulcificar sus argumentos, aunque en honor a la verdad no
son aquí abundantes, que está más contenido de lo habitual. En cuanto a la
historia que nos cuenta no sabemos hasta qué punto habrán sido adornados los
hechos reales, pero salimos del cine, perplejos y asombrados, como si nunca hubiera
sido más cierto eso de que la realidad
supera a la ficción.