miércoles, 6 de febrero de 2013

Scott Fitzgerald y su gran Gatsby

 


En 1925 Francis Scott Fitzgerald publica El gran Gatsby, considerada hoy por muchos como su novela más lograda. Es todavía un veinteañero pero lleva ya perteneciendo a esa clase de seres conocidos como ricos y famosos los últimos cinco años de su existencia.

Francis Scot Fitzgerald

Sólo los últimos cinco, que no le venía de familia la riqueza. Hasta entonces iba tirando, trabajando en publicidad, escribiendo… Ni siquiera había conseguido terminar su carrera, abandonada en 1917 para alistarse en el ejército, en uno de cuyos campos de entrenamiento, por cierto, había conocido a Zelda Sayre, una joven de la mejor sociedad de quien se había enamorado locamente y con quien se había comprometido. Pero al fin Zelda, considerando insuficiente el status social del pretendiente, rompió el compromiso y él volvió al hogar paterno.

Zelda Sayre y Francis Scot Fitzgerald
Estando así las cosas, una casa editorial accede a publicarle su primera novela This side of Paradise, (A este lado del paraíso), convertida en superventas desde que ve la luz en marzo de 1920.  Este golpe de fortuna acaba de la noche a la mañana con todos sus problemas. Se casa con Zelda y en la euforia del triunfo se embarcan ambos en una escalada de fiestas y ginebra, de lujo y diversión. Dos años después su segunda novela, The Beautiful and the Bad, (Hermosos y malditos) es recibida también con las mejores críticas. Y The Great Gatsby, (El gran Gatsby), la tercera, resulta una nueva prueba, la más madura, del dominio expresivo del narrador.

Las tres reflejan el mundo alocado de aquella década que salida de la Gran Guerra parece afrontar la vida con alegre irresponsabilidad. Las tres son intensamente románticas y sentimentales. Y, de alguna manera, las tres giran en torno al éxito como puerta del placer y el fracaso como anticipo de la muerte.

Escena de El Gran Gatsby (The Great Gatsby, Clayton, 1972)
En definitiva, Fitzgerald en ellas despliega un mundo fastuoso de abundancia y desenfreno: el de los ricos de vida vertiginosa, derrochando energía y dilapidando fortunas. Y es que ése es el medio en que él se mueve: un entorno de millonarios hermosos y malditos, de rubias excéntricas y sofisticadas, de charlestón y descapotables, de americanos ociosos a caballo entre Long Island y la Riviera Francesa. Es su mundo, aquel que había soñado y tempranamente alcanzado. Y lo apuraría a lo largo de toda esa década que pasó a la historia como la Era del Jazz.

Tender is the night, (Suave es la noche), su cuarta novela, editada en 1934, es de todas la más autobiográfica. Y es también la más amarga. Con el cambio de década a la alegría de vivir ha seguido una ola de desesperanza. Ahora el público, que sin duda le asocia con ambientes rutilantes y frívolos, acoge su obra con indiferencia. Pero se engañan; esta vez no nos ofrece burbujas de champán, sino una desoladora historia de las miserias y trampas del amor, donde nos desnuda su bancarrota moral y material, en perfecta sintonía con la depresión colectiva que arrancara del crac del ’29.

Porque su vida también ha cambiado de una manera trágica: las dificultades económicas que han sucedido a su irreflexivo despilfarro, la esquizofrenia de Zelda, manifiesta desde fines de 1929, el alcohol que le va minando progresivamente… todo le va hundiendo en su noche oscura y sumiendo en un estado de infelicidad.

Sus últimos años, años duros, los pasa en Hollywood escribiendo guiones para la Metro y componiendo, en medio de graves problemas financieros, su postrer novela, The Last Tycoon, (El último magnate), una descripción de la mítica fábrica de sueños en que se ha convertido Hollywood; obra que no llega a terminar porque un ataque al corazón acaba antes con su vida. Corría 1940. 

Y si Fitzgerald, arruinado y alcoholizado en esos años negros de su fracaso pone sus miras en Hollywood para sobrevivir, también Hollywood se va a ocupar de mostrarnos a Fitzgerald después, tanto recurriendo a la biografía como a través de su obra, que rezuma en gran medida trasuntos de su existir.

Gregory Peck y Deborah Kerr en Días sin vida (Belover Infidel, King 1959)
Con el primer procedimiento nos recreó los últimos años en la vida del escritor en Beloved infidel, (Días sin vida) realizada por Henry King en 1959, con Gregory Peck y Deborah Kerr, como protagonistas. Y a través de su obra, profundamente autobiográfica recrea también retazos de su vida. En La última vez que vi Paris (Last time I saw Paris) un conmovedor melodrama dirigido por Richard Brooks, basado en su relato corto Babylon revisited, seguramente el más autobiográfico de todos sus escritos, refleja sus vivencias en Europa, y en otras narraciones, sobre todo en sus grandes novelas, las que más se adaptaron al cine, otros aspectos de su peripecia vital.

Van Johnson y Liz Taylor en La última vez que vi Paris (Last time I saw Paris, Brooks, 1959)
Pero entre todas ellas la favorita de este medio fue claramente El gran Gatsby, tal vez la más lograda, un libro fresco y hermoso que el tiempo ha convertido en símbolo de aquella época de locura festiva e irresponsable alegría. Su argumento, una historia romántica y melodramática: el amor imposible entre un muchacho modesto, Jay Gatsby, y una hermosa heredera, Daysy Buchanan, en un marco de decadente encanto.

Mia Farow y Robert Redford en El gran Gatsby (The Great Gatsby, Clayton, 1974)
En sus últimos años Fitzgerald nos dejó esta confesión respecto de su personaje de Gatsby:

Es lo que siempre fui, un joven pobre en una ciudad rica, un joven pobre en una escuela de ricos, un muchacho pobre en un club de estudiantes ricos, en Princeton. Nunca pude perdonarles a los ricos el ser ricos, lo que ha ensombrecido mi vida y todas mis obras. Todo el sentido de Gatsby es la injusticia que impide a un joven pobre casarse con una muchacha que tiene dinero. Este tema se repite en mi obra porque yo lo viví.”

Y sí, hay sin duda en esta novela un componente autobiográfico lacerante, pero, además, un acertadísimo retrato de época y por encima de todo un muy personal modo de narrar que la hace única y la llena de atractivo.

La atmósfera de ensoñación que flota en la historia, la manera sutil de desvelarnos el relativismo moral de sus personajes, de dibujar el mundo de bellas apariencias en que sus conductas monstruosas se suceden… son quizá alguno de los elementos que explican el por qué de semejante predilección, el porqué de haber sido la más versionada de sus obras. Y ello desde 1926 en que Herbert Brenon dirige en pleno cine mudo su visión de la novela (lástima que de ésta sólo nos hayan llegado escenas sueltas), hasta la de 2013 en que Baz Luhrmann nos la vuelve a contar en una adaptación que ni la presencia del excelente Leonardo DiCaprio logró salvar del fracaso comercial, Entre medias, se realizan otras dos más interesantes, la de Eliot Nugent de 1949 con Alan Ladd como protagonista y la de Clayton de 1974.

Robert Redford en El gran Gatsby (The Great Gatsby, Clayton, 1974)
La versión de Clayton, la más lograda, parte de un guión que inicia Truman Capote y termina Francis Ford Coppola. Con Robert Redford y Mia Farrow como protagonistas, contó con una exagerada campaña de lanzamiento que paradójicamente perjudicó a la película: se bombardeó con una moda Gatsby de peinados, ropa, zapatos… en una promoción tan desbordante que creó expectativas desmesuradas e hizo que en su estreno defraudara un tanto al público, abrumado con semejante alarde publicitario, y también a la crítica del momento, que estuvo injustamente durísima. Pero lo cierto es que la imagen enigmática de Gatsby quedó desde entonces asociada a Redford, y vista con perspectiva es sin duda una bella película sugerente y sugeridora.

Se vuelve a su argumento en el 2000 con una interesante serie televisiva, The Great Gatsby, (El gran Gatsby: su historia), dirigida por Robert Markowitz, con Mira Sorvino y Toby Stephens en los papeles de Daysy y Gatsby.

Jenifer Jones en Suave es la noche, (Tender is the Night, Henry King,1962)
De su novela Suave es la noche, también trufada de experiencias personales, hay asimismo dos versiones, la de 1962 realizada por Henry King, con Jennifer Jones y Jason Robards, que a pesar de tratarse de un film narrado con densidad e inteligencia, al igual que sucediera en 1934 con la novela no logró despertar demasiado interés, y la dirigida en 1985 por Robert Knight para la TV americana, también bajo el mismo título de la novela, con Peter Strauss, Mary Steenburgen y Sean Young.

En 1976 se estrena The Last Tycoon (El último magnate), adaptación de su novela homónima que Harold Pinter versionó y Elia Kazan dirigió, donde desentraña ese mundo de Hollywood en que él malvivía al final escribiendo guiones. No es su historia, desde luego, pero sí es su personaje, su afán de gloria, su ambición desmedida, su fracaso amoroso… De alguna manera otra vez Gatsby con quien tanto se identificaba. La película contó con una espléndida música de Maurice Jarre, excelente fotografía, y un plantel de actores estupendos como Robert de Niro, Robert Mitchum, Jack Nicholson, Tony Curtis, Jeanne Moreau … a pesar de lo cual tampoco resultó la obra redonda que cabía esperar.

El último magnate (The last Tycoon, Elia Cazan, 1976)
Y por último en 2008 David Fincher llevó a la pantalla uno de sus cuentos, quizá el único relato de Fitzgerald en cine donde no se encuentran elementos biográficos, El curioso caso de Benjamin Button, (The courious case of Benjamin Button), con Brad Pitt como protagonista. Y esta vez, sí, alcanza un éxito clamoroso, tal vez inexplicablemente clamoroso.

Interesantes cada una de ellas, algunas geniales, salpicadas siempre de fragmentos de su vida, ricas casi todas en personajes sugestivos,  pero ninguno como esa figura de Gatsby que el cine fijó con la imagen de Redford para el recuerdo, una criatura James Gatz, alias Jay Gatsby que el talento de Scott Fitzgerald ha colocado por derecho en la nómina de las figuras literarias inmortales.

El genio precoz de Scott Fitzgerald que tanto prometía cuando se conoció A este lado del paraíso brilló por poco tiempo y su enorme talento de alguna manera se frustró. Dejó una obra importante, sí, pero también, como en sus novelas, una vaga sensación de añoranza por lo que pudo llegar a ser. Y el cine ha sabido reflejarlo.



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