martes, 27 de febrero de 2018

Algunos directores rusos

Llega poco cine ruso a nuestras pantallas y para colmo muy espaciado en el tiempo. Pero ¡qué bueno todo el que llega!

A fines de los ochenta descubrimos a Nikita Mijalkov, (1945), en una preciosa película de producción italo-rusa, Oci Ciorne, (Ojos negros, 1987), con guión del propio Mijalkov y del productor italiano Suso Cecchi D’Amico, sobre una amalgama de relatos de Chejov. Su protagonista principal, Marcello Mastroianni, nos deleita aquí con uno de los grandes papeles en su fértil carrera como actor, el de un anciano rememorando con nostalgia un amor de juventud, una ilusión perdida.

La historia, narrada en un clima de añoranza de lo nunca alcanzado está contada con parsimonia y delicadeza envolviéndonos en el perfume de los relatos de Chejov.

Mijalkov, procedente de una familia de artistas, había comenzado estudiando teatro para acabar desarrollando una larga carrera de actor tanto en las tablas como en el cine. En los años setenta actuaría en numerosas películas, entre ellas, Tío Vania (1972) de su hermano mayor Andrei Konchalovski, y en 1974 firma su primera obra como director: En casa entre extraños, ambientada en la Rusia de los años veinte, en plena guerra civil. Pronto famoso en su país, el salto a Europa no lo daría hasta el momento de esta coproducción, pero con tal éxito que alcanzaría a sus siguientes realizaciones.

Probablemente su mejor obra, al menos la que ha obtenido mayor reconocimiento en la cinematografía occidental sea Quemado por el sol, (1994), una historia ambientada en la época de las siniestras purgas de Stalin.

La película cuenta cómo en un cálido día del verano de 1936 el comandante Kotov, (Nikita Mijalkov), un respetado héroe de la revolución soviética, recibe en su dachá la visita inesperada de Mitia, (Oleg Menshikov), un antiguo amigo de la familia. En la casa rural del comandante se nos muestra el dulce transcurrir de su vida doméstica pintada con los más bellos colores: Nadia, la preciosa hijita; Maroussia, la joven esposa, algunos parientes cercanos… en suma, la felicidad del hogar evolucionando en torno a nuestro comandante, desplegada con morosidad y suaves pinceladas chejovianas. Todo se irá cargando de negros presagios conforme se acerca el momento de descubrir el por qué de la llegada del visitante al que confiadamente llaman Tío Mitia y quien, aunque se muestra amable, parece destilar algo inquietante de su sola presencia. Luego todo dará un vuelco.

La belleza de las imágenes; la naturalidad de los actores, (impactante la actuación de Menshikov y entrañable la complicidad ente Kotov y Nadia, padre e hija también en la vida real); la excelente banda musical, (ese tango que suena y suena, tiñéndolo todo de nostalgia y amargura) son algunos de los valores de una película que emociona y deja huella.

En el 2005 Mijalkov, volcado por algún tiempo en tareas de la cinematografía oficial de su país, retoma sus carreras de actor y director, y en 2007 presenta en el Festival de cine de Venecia, 12, adaptación del drama judicial de Sidney Lumet Doce hombre sin piedad, por la que obtendría, además de excelentes críticas, un León de Oro especial.

Los hermanos Andrei Konchalovski y Nikita Mijalkov 
También en los ochenta descubrimos el cine de su hermano  Andréi Konchalovski, (1937), apellido de su madre que él adopta para su vida profesional. Unos años mayor que Nikita, Andréi está ya haciendo cine en los sesenta y desde muy pronto alcanza la fama en su país. 

En Europa era ya conocido por su colaboración con Tarkovski, pero ignorado en su faceta de director hasta que en 1979 presentara su película Siberiada en el festival de Cannes, obteniendo con ella el premio especial del jurado. Este éxito le permite emigrar a continuación a Estados Unidos, donde realizaría algunas películas de acción, pero en los noventa regresará de nuevo a su país de origen.

Si exceptuamos los títulos de su etapa americana, y a pesar de contar con la Concha de Oro del Festival de San Sebastián, (1989), y  el León de plata del Venecia, (2002), Siberiada es seguramente su película más conocida en Europa. Concebida como una verdadera epopeya épica, la mirada de Siberiada fija la atención sobre una saga familiar, o, mejor dicho, sobre dos familias a través de las cuales se nos va mostrando, paralelamente a sus vivencias,  la historia de su tierra, a lo largo de los primeros sesenta y cinco años del siglo XX. Acontecimientos históricos, amores y odios de los personajes y la extremada belleza de un paisaje tratado con sensibilidad y rezumando poesía. Los muchos medios y la libertad de que gozó para su realización sin duda no son ajenos al resultado. 

Konchalovsi había trabajado con Andréi Tarkovski, (1932-1986), absoluto genio del cine truncado por una muerte temprana, a quien también descubriríamos a fines de los ochenta, justo cuando acababa de morir. No es que no hubiera antes noticias de su obra, sino que no fue valorada en España hasta 1987, cuando La Semana Internacional de Cine de Valladolid proyectara, in memoriam, sus dos últimas películas, El espejo y Nostalghia.
Andréi Tarkovski
Antes, por supuesto no sólo se conocían sus numerosos éxitos en Cannes y Venecia, sino que además, el festival de Benalmádena había presentado en ocasiones sucesivas gran parte de su obras: Andréi Rublev, en 1972,  Solaris en 1973, y Stalker en 1984. Pero en ninguna de estas ocasiones hubo críticas favorables, de manera que su aportación permaneció ignorada, y habría que esperar todos estos años a que se produjera un cambio de tendencia.

Ciertamente su cine no es fácil: diálogos intrincados, escenas larguísimas… un lenguaje en las antípodas de cualquier concesión comercial; y que, por eso mismo, no gustará a todos, ya que no responde a lo que el espectador está acostumbrado a ver.

A Tarkovski lo que le interesa es el mundo interior del ser humano, viajar por su psique donde según él se esconde el universo entero. Obsesionado con crear imágenes puras que conecten con el ámbito más recóndito de la persona, su obra es una mirada profunda sobre la naturaleza, el arte, lo espiritual, lo onírico, lo trascendente en la medida en que todo eso constituye la realidad emocional del hombre. 

Hizo un cine único, de gran calidad estética y cargado de emoción. Sin duda una pérdida enorme la de este artista irrepetible, este creador tan personal y tan libre, que nos ha legado su riquísimo mundo interior en una obra corta, (solo conseguiría rodar siete películas), pero profunda, extremadamente poética y de gran belleza plástica.

El nuevo siglo nos trae los trabajos de otro interesante director ruso, Andrey Zvyagintsev, (1964).
Andrey Zvyagintsev
El regreso, (2003), El destierro, (2007), Elena, (2011), Leviatán, (2014), y Sin amor, (2017) son las películas que ha realizado hasta ahora. Zvyagintsev reflexiona en ellas sobre la vida de los individuos y sus dificultades, temas que trascienden lo nacional, pero sin rehuir la crítica local, por lo que a veces le han tachado de antirruso, confundiendo lo nacional con lo nacionalista. Y claro que él es todo lo contrario y hace un cine nada complaciente con la sociedad que retrata; sus historias están bien enraizadas en su país, pero trascienden fronteras justamente porque señala movimientos, contradicciones, conflictos, dinámicas de la vida de alcance universal.

Zvyagintsev reflexiona sobre la nueva Rusia, la que ha surgido tras el derrumbe de la Unión Soviética y la asunción del modelo capitalista en sus aspectos más duros e insolidarios. La corrupción, el caciquismo, la injusticia… son constantes que denuncia en sus películas, recreando si es preciso ambientes atemorizados y depresivos; atmosferas turbias o frías donde se mueven sus personajes impotentes a veces, duros de corazón otras.

Loveless, 2017.
Una sociedad deseosa de lujos y comodidades, egoísta e insensible es por ejemplo la que nos retrata en su última película, Sin amor, (Loveless, 2017), la de unos seres atentos solos a su placer y sus intereses, sin valores, incapaces de amar, moviéndose en un entorno burgués confortable, sin carencias materiales; sin ideales tampoco. Y nos cuenta su día a día entre pinceladas alusivas a su entramado social de organizaciones ineficaces y corruptas ante las que se saben impotentes; a los conflictos bélicos que se suceden alrededor y que perciben impasibles por muy tremendos y cercanos que estén; a sus propios problemas que parecen ignorar, acorazados como pretenden estar frente a la desgracia. Y sin embargo ésta en ocasiones se cebará en ellos precisamente por su afán de mantenerse emocionalmente a salvo, cerrando su alma a la compasión y a la empatía. Personajes duros e insensibles en un entorno social frío e insolidario.

jueves, 22 de febrero de 2018

Él, una novela de Mercedes Pinto, una película de Luis Buñuel

En torno a la primera guerra mundial se producen infinidad de cambios que modifican radicalmente el paisaje social y las formas del vivir tradicionales. Una nueva generación aparece en escena, en España la conocemos como generación del 14. Vienen con ideas nuevas y afirmando otras que están empezando a crecer.


Una de éstas va a sacar a las mujeres de su casa; el feminismo, que gana terreno por momentos. Las mujeres se quieren hacer oír ya; mujeres conscientes de su capacidad intelectual y que no están dispuestas a cargar con el acostumbrado papel de sumisas. Mujeres cultivadas, con vocación profesional y conciencia política, que quieren participar y participan activamente en la vida pública. Son las primeras que han podido acceder a la universidad; algunas, como María Goyri o Zenobia Camprubí, bastante ensombrecidas por la fama de sus maridos; otras como María de Maeztu, María Zambrano, Victoria Kent o Clara Campoamor, que logran hacerse un lugar en el mundo laboral o político sin que nadie las eclipse. 



Mercedes Pinto

Mercedes Pinto, pertenece a esta generación de mujeres, las que van a atreverse a pensar por su cuenta y decirlo. Miembro de una distinguida familia de la sociedad canaria, a los 26 años está contrayendo matrimonio en Tenerife, donde reside, con un capitán de la marina. Le siguen años de malos tratos por parte de un marido patológicamente celoso, pero prestigiado en su ambiente y a quien sociedad y familia disculpan y protegen mientras le aconsejan a ella paciencia y resignación. Tres hijos y un suplicio que se resuelve con el marido internado en un psiquiátrico y la mujer huyendo con sus criaturas a Madrid es el balance de aquellos años de vida en común. En Madrid se moverá en el círculo de Ortega, se relacionará con Carmen de Burgos, y frecuentará la Residencia de Estudiantes. Y en Madrid también conocerá a su segundo marido, un jovencísimo abogado que le gestiona sus pleitos con el primero. Mujer valiente y muy trabajadora ni se rinde ni pierde las ganas de luchar; escribirá en periódicos, dará conferencias y se revelará enseguida como la feminista militante que lleva dentro. 


En 1923 lee en la Universidad Central El divorcio como medida higiénica. Son los años de la primera dictadura, la de Primo de Rivera, que no va a tolerar ideas tan rompedoras. Había que ser valiente para hablar del divorcio en un entorno tan conservador; de hecho, le cuesta el destierro a Fernando Poo, en la antigua Guinea Española, (hoy, Bioko, Guinea Ecuatorial), así que habrá que seguir huyendo. La pareja opta por marcharse a Uruguay, donde puede casarse y allí Mercedes intenta reproducir la experiencia de la Residencia de Estudiantes organizando en su propia casa encuentros con invitados de la talla de Rabindranath Tagore, Luigi Pirandello o Alfonsina Storni.


En 1926 escribe Él, novela autobiográfica sobre la dolorosa experiencia vivida con su primer marido. Vendrían luego otras novelas, como Ella, y poesía, y teatro y en su momento programas de radio también. En México, último de los países en que residió llegó a tener un programa de radio, que concitaba a un montón de seguidoras, donde abordaba problemas del mundo y la sociedad, donde incluso se atreve con la educación sexual, tema entonces tabú. 

Mercedes Pinto con su hijo Gustavo Rojo

En Uruguay funda además su propia compañía teatral, empresa familiar en la que debutan todos sus hijos, y, trabajadora incansable, desarrolla simultáneamente infinidad de actividades culturales a lo largo y ancho de Hispanoamérica, (Argentina, Paraguay, Bolivia…). En 1933 se traslada a Chile y unos años después a Cuba. Muerto su segundo marido fija su residencia en México, realizando a partir de entonces esporádicos viajes a España, donde su hijo Gustavo Rojo está alcanzando fama como actor en el cine español. En resumen, toda una vida de intensa tarea como oradora, dramaturga e incansable activista en defensa de los derechos de la mujer en particular, y de los oprimidos en general, que también la vemos plantando cara al antisemitismo en momentos clave, hecho que la comunidad judía le reconoció dedicándole un bosque en Israel. Moriría en México D.F. en octubre de 1976, a los 93 años de edad.


En su novela Él narra en primera persona la experiencia traumatizante de su primer matrimonio. Describir esos hechos de los que nadie se atrevía a decir nada por entonces fue algo revolucionario, y Mercedes se mostró con ello particularmente adelantada a su época.

Buñuel confiesa que cuando leyó la novela de esta compatriota suya le fascinó ese personaje de alucinado que la autora retrata, que “lo estudió como a un insecto”, según sus propias palabras, y que la película, que rodó en solo tres semanas, se convirtió enseguida en su favorita. “Quizá es la película dónde más he puesto yo, hay algo de mí en el protagonista”, parece que reconoció el director en alguna ocasión. Desde luego, era de sobra conocido su carácter celoso, y así lo confirma Jeanne Rucar, su esposa, en su autobiografía Memorias de una mujer sin piano. Así que, como buen celoso no es de extrañar que a Buñuel le impactara esa acertada y compleja descripción de semejante patología
Delia Garcés y Arturo de Córdova en Él
que la novela diseccionaba y que, por lo mismo, decidiera acometer el proyecto de llevarla al cine, reconociéndose muy probablemente en rasgos de su protagonista, tal vez incluso exorcizando en ella sus propios demonios. Lo desde luego evidente es que Él es, con mucho una de las películas más logradas de su etapa mejicana, que es a su vez sin duda la de su mejor momento creativo


El guión lo escribe al alimón con Luis Alcoriza, su colaborador en tantas de sus obras, y para la fotografía contó con Gabriel Figueroa, que ya había demostrado su valía profesional con directores como John Houston y John Ford. Los actores fueron también excelentes intérpretes de la cinematografía mejicana: Arturo de Córdova, Delia Garcés, Luis Beristaín y José Pidal (da miedo la intensidad de Arturo de Córdova metiéndose en la piel del personaje). 




Delia Garcés y Arturo de Córdova en Él

La historia avanza con fluidez y está contada con la genialidad característica de Buñuel, con su sentido del humor, feroz y estimulante, tan bien reflejado en esa irónica descripción del ambiente extremadamente conservador y clerical de la sociedad que describe, y con su maestría para subrayar lo asfixiante de la trama, que la cámara acentúa encerrándola a veces en interiores agobiantes. O su lucidez para mostrarnos la soledad radical de la mujer, moviéndose en un entorno insensible a su drama; su miedo, su terror que incluso llega a contagiar al espectador en momentos en que cualquiera puede ser la reacción de ese loco. Pero es aún más agudo perfilando la personalidad del marido, su megalomanía, su temperamento despótico, su paradójica habilidad para ganarse la estima social o sus recurrentes episodios paranoides, como la fantasía de ser el hazmerreir de la gente, contada con ese inconfundible sarcasmo tan personalísimo de este genio del cine. 


Y luego, claro está, el modo singular en que incorpora Buñuel sus mundos surreales y sus propias obsesiones: los rituales religiosos y el fetichismo, por ejemplo. Es sumamente Interesante cómo los aúna en esa escena en que el celoso, católico practicante y especialmente devoto, participa en el ritual de Jueves Santo del lavado de pies a los feligreses, y cómo la cámara va pasando de unos pies a otros hasta llegar a las piernas de la protagonista, cuya revelación enamora al instante a ese hombre alucinado. 


Un par de veces más insiste la película en la obsesión por los pies. El momento en que el celoso guarda en el armario cuidadosamente y casi con devoción los zapatos de su mujer  o cuando, durante una comida, se agacha a recoger la servilleta caída y al tropezar la vista con esos pies femeninos estalla en un gesto de amor apasionado hacia su esposa.


Es admirable también la forma en que recrea la sociedad que disculpa y protege al celoso, impregnada como él de machismo. El sacerdote que secunda la mirada censora del marido porque también a su juicio la esposa es ligera y desenvuelta en demasía; la madre de la víctima tomando partido por el yerno, porque a éste le avala una desahogada posición económica y un sólido prestigio social; el criado cómplice del amo, abusando impunemente de la doncella que será despedida en su lugar sin que nadie se escandalice del hecho. Mil claves de una sociedad culpable que Buñuel coloca bajo su dedo acusador y borda en su descripción. 


Hitchcock dejó constancia de su admiración por Buñuel en su película Vértigo,(1958), creando en ella imágenes que claramente recuerdan escenas de El: el campanario de la misión, el traje de chaqueta de Kim Novack, obviamente inspirado en el de Delia Garcés, la tensión emocional latente que anticipa los momentos de violencia extrema. 


La película, realizada en 1953, tuvo poca fortuna en su estreno, quizá a esa sociedad tan machista le costaba aceptar este relato, porque al igual que su director se veía muy reflejada en las situaciones descritas, demasiado reflejada. El día del estreno, al parecer, la gente se reía durante la proyección, claro que la risa, que no deja de ser un mecanismo de defensa, puede delatar algo más hondo. Fue solo la fama del protagonista la que impidió que la película fuera retirada fulminantemente y se mantuviera al menos tres semanas en cartel. La perspectiva del tiempo no tardó en cambiar esa valoración inicial y hoy su condición de obra de arte resulta incuestionable. 


El interés de Buñuel por esta historia rescató la novela del olvido. A Mercedes Pinto, grupos feministas la están también tratando de recuperar de un silencio inmerecido, gracias a diferentes iniciativas de difusión de su figura y de su obra que comenzaron a producirse a comienzos de este siglo y que siguen hoy día celebrándose. Es de esperar que muy pronto ésta, su novela más conocida y agotada desde tiempo inmemorial, experimente una reedición, algo que algunas otras de sus obras ya han conseguido. 


Y en cuanto a su persona, su condición de pionera en la defensa de los derechos de la mujer serviría de guía para las que vinieron inmediatamente después, las de la generación del 27, muchas de las cuales se encontrarían también empujadas al exilio


Y, en fin, su carácter de mujer valiente, tenaz y comprometida con su tiempo sigue siendo un claro ejemplo a seguir.

viernes, 2 de febrero de 2018

El cine negro español hoy


Aunque ha costado reconocerlo casi siempre se ha hecho buen cine negro en España, claro que durante el franquismo bastante condicionado por la censura. Pero aun así, y con la carga de tremenda limitación que ello suponía, son muy numerosos los títulos de interés que ese largo período nos ha dejado

Contra todo pronóstico y con pocas excepciones, (El Crack de Garci, por ejemplo), en los años ochenta se produce un parón en el género, como si la sociedad anduviera entonces algo desorientada para reconocerse en sus miserias. Por fortuna en la siguiente década se vuelve a abordar un cine capaz de mirarse en los aspectos más oscuros de la España del momento. Y ahí están como prueba Días contados, (1994), de Imanol Uribe, Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto, (1995), de Agustín Díaz Yanes, Adosados, (1996), de Mario Camus, o Tesis, (1996), de Amenábar. Con todo, será con el cambio de milenio cuando el género experimente el salto definitivo. Y lo hará de la mano de una generación que ya había comenzado a hacer cine antes, pero que ahora es cuando cosecha resultados verdaderamente sólidos.

Muy pronto, en 2002, coincidirán en cartelera dos espléndidos relatos criminales: El alquimista impaciente, de Patricia Ferreira y La caja 507 de Enrique Urbizu. La primera, adaptación de la novela de Lorenzo Silva del mismo título, nos muestra a sus habituales agentes, Bevilacqua y Chamorro, desentrañando crímenes en un recorrido policial que va despejando intrigas conforme el relato avanza por una trama bien urdida sobre mafias, especulación inmobiliaria, corrupción política y otras complejidades. Estupendos el guión y la dirección y estupendos también los actores que hacen del todo creíble una historia en la que, claro está, tampoco faltan componentes de crítica social. 

Enrique Urbizu, por su parte nos sorprendió muy  favorablemente también con La caja 507. Una trama contada con seriedad y concisión sobre aspectos inquietantes de la realidad de hoy. El relato se inicia con el atraco a una sucursal bancaria en un pueblo de la Costa del Sol. Allí, por azar, el director de la sucursal bancaria víctima del atraco descubre entonces que el incendio en que años antes había muerto su hija no había sido fortuito, sino intencionado. A partir de ese momento pondrá sus cinco sentidos en vengarse y siguiendo sus pasos nos iremos adentrando en un mundo alarmante y aterrador. La calidad tanto del guión de Michel Gaztambide como de la interpretación a cargo de José Coronado, el malo malísimo, y Antonio Resines, el justiciero, hacen todavía más creíble una historia muy bien contada.

Un año después, con el mismo guionista, Gaztambide, y el mismo intérprete, Coronado, Urbizu realiza La vida mancha, intimista historia de perdedores, que elude el pasado oscuro de los personajes, moviéndose con delicadeza por lo más hondo de sus sentimientos y mostrando su presente como algo a punto de quebrarse. Quizá sólo en parte se pueda considerar policiaca esta película tan sobria, tan triste y tan ambigua; de una ambigüedad calculada que desborda romanticismo.





Pero será con No habrá paz para los malvados con la que Enrique Urbizu nos conquistará definitivamente en 2011. Y lo hará otra vez de la mano de Michel Gaztambide y José Coronado con una historia muy negra, la que iremos destejiendo en torno a Santos Trinidad, un  inspector de policía involucrado en un triple asesinato. 

Hay un testigo a quien Santos Trinidad tratará de encontrar para eliminarlo. Y, en paralelo, una juez quien, al investigar el triple crimen, empezará a vislumbrar algo mucho más hondo que un simple ajuste de cuentas en lo que se le va desvelando.


Una trama compleja, contenida, bien contada, con un ritmo soberbio desde los primeros momentos y un final desolador. Urbizu logra darnos con esta película una prueba de buen cine. A Coronado, por su parte, lo encontramos en estado de gracia, en un papel que sin duda marcó un antes y un después en su trayectoria de actor.

Daniel Monzón nos había impactado dos años antes, en 2009, con su estupenda Celda 212, sobre novela homónima de Francisco Pérez Gandul, con guión propio y de Jorge Guerricaechevarria, además de  un acertado reparto, donde destaca Luis Tosar, de sobra ya conocido como excelente actor, y que ahora nos atrapa con la fuerza de su personaje. Mejor película del año, ganadora de un montón de Goyas y a partir de la cual ya no se podía dudar de la calidad de nuestro cine negro. 

Monzón revalidaría su título dos años después con El niño, sobre el tráfico de cocaína en las aguas del estrecho: “El niño” y “el compi” saben que no es un juego, que arriesgan la vida, pero si sale bien se hacen de oro. Claro que la policía no es tonta y trabaja para cerrar esa vía a la droga. Ésta es la trama. Monzón la desarrolla de manera brillante, en pantalla panorámica, con espléndidos efectos visuales y un aire muy cosmopolita en la realización.

En 2016 Daniel Calpalsoro volvería a confirmar la altura alcanzada por nuestro cine negro con Cien años de perdón, una historia con la crisis económica como telón de fondo y plagada de alusiones a la situación política del momento. El guión, bien trabado, es también de Jorge Guerricaechevarría y en el reparto volvemos a encontrarnos a Luis Tosar, esta vez en un papel completamente distinto del anterior. En la trama nada es lo que parece: un puñado de hombres, mandados por “el uruguayo” y su segundo “el gallego”, asaltan un banco en Valencia. El plan parece concebido como un golpe rápido, pero una serie de circunstancias hace que se vean rodeados de policías y desde ese momento se desvelarán nuevos y más peligrosos aspectos de la intriga. No es un relato de buenos y malos, como ya el título advierte, sino que todo está más matizado. Y el resultado es una película ingeniosa, inteligente, llena de crítica social y desalentadora en su mensaje. 

Por su parte Alberto Rodríguez ya había hecho otro policiaco en 2012, Grupo 7, pero será en 2014 con La isla mínima cuando consiga un sonado reconocimiento general. La isla mínima cuenta la historia de una pareja de policías, bien dispares en sus mentalidades y procedimientos, enviados, de alguna manera como castigo, a las Marismas del Guadalquivir para aclarar la desaparición de dos chicas adolescentes en las fiestas de su pueblo del año 1980.



Estamos en plena Transición, en un escenario de una belleza paisajística deslumbrante, contando una historia brutal, desplegando un análisis inteligente y sutil tanto de la sociedad que los policías encuentran como de sus propias personalidades: un policía demócrata y otro de la vieja guardia, paradojas no infrecuentes en los momentos de cambio. Un guión perfecto, unos intérpretes perfectos y una realización perfecta. La película es, sencillamente, redonda

Pero poco después, en 2016, todavía nos ofrecería algo tan bueno o mejor: El hombre de las mil caras, donde, basándose en los hechos reales nos cuenta el acuerdo sellado entre Luis Roldán, exdirector general de la Guardia Civil huido entonces de la justicia, y Francisco Paesa, aventurero, espía y fabulador insigne. 

Seguramente la mejor película de espías española y, desde luego, una historia de esas en que la realidad supera a la ficción. 



Raul Arévalo, con una trayectoria consolidada como actor se nos ha revelado recientemente también en su faceta de director. Su ópera prima, Tarde para la ira, (2016), ha alcanzado todo un éxito de crítica y público y se ha visto merecidamente recompensada en los Goyas. Se trata de una historia áspera y brutal, con un fuerte color local, que está rezumando rencor y violencia contenida hasta que todo estalla en una furibunda venganza. Bien narrada y bien interpretada por un Antonio de la Torre, inspiradísimo en el papel principal, y unos muy acertados secundarios.

Rodrigo Sorogoyen es el más joven de este grupo de creadores de buen cine negro. Que Dios nos perdone constituye su tercera película y su primera incursión en el thriller. Dirigida también en 2016, año de buenas cosechas en el género, y también con Antonio de la Torre como protagonista, junto a Roberto Álamo, Javier Pereira y Luis Zahera, todos ellos notables en sus interpretaciones. 

La película, moviéndose por el Madrid del 15 M y la visita del Papa, desarrolla una historia muy negra centrada en tres personajes a cual más oscuro, tanto el asesino como la pareja de policías. Sorogoyen construye con este título una obra muy sólida y personal.

Todo esto ocurre en casa. Mientras tanto otro español, Jaume Collet Serra sigue creando espectaculares  thrillers en América, con Liam Neeson, su actor fetiche de protagonista. Con él lleva ya realizados varios policiacos oscuros y claustrofóbicos, Unknown, (Sin identidad. 2011), Non Stop, (Sin escalas, 2014), Run all night, (Una noche para sobrevivir, 2015) y ahora estrena The Commuter, (El pasajero, 2017), siempre en la línea del cine comercial que él quiere hacer, pero siempre bien hecho y muy entretenido. Parece que el talento español para el cine negro desborda fronteras.

Recapitulando, los quince años que median entre El alquimista impaciente y Que dios nos perdone han supuesto el aterrizaje en nuestro cine de nuevos nombres con mucho que contar, la consagración de otros ya conocidos, y la aparición de un ramillete de policiacos tan buenos que si la tendencia no cambia, y nada hace presagiar que cambie, estamos asistiendo a la edad de oro del policiaco español.

Para los que estén en Madrid es un buen momento de repasar alguna de estas películas, ya que la Filmoteca Nacional dedica uno de sus ciclos de este mes al “Noir ibérico”, con la proyección de unas cuantos títulos entre los que figuran buena parte de los aquí citados. Y casi con toda probabilidad, como suele hacer el Doré con su programación, el ciclo se continúe en marzo. Que lo disfruten.