Hay muchas películas autobiográficas, e incluso
muchos componentes autobiográficos en cualquier obra de creación, porque el
individuo se expresa desde su propio ser. Pero, refiriéndonos a los intentos
deliberados de contar la vida propia, no son pocos los que ponen el acento en los
años de infancia, que siempre esconden infinidad de claves de nuestro presente
y nuestro devenir.
Y así
no es difícil encontrar un número considerable de buenas películas en las que sus
directores nos relaten sus vivencias de cuando niños. Un ejemplo de ello nos da Los cuatrocientos golpes (Les quatre
cents coups, 1959) de François Truffaut (1932-1984), un director muy
inclinado a la autobiografía, en la que recae con frecuencia y siempre mediante
un mismo personaje, Antoine Doinel, y un mismo actor, Jean Pierre Léaud, con
quien se identifica estrechamente y al que convierte en su alter ego, en numerosas
ocasiones más: El amor a los 20 años (L’amour à vingt ans, 1962), Besos
robados (Baisers volées, 1968), Domicilio conyugal (Domicile conjugal, 1970) o El
amor en fuga (L’amour en fuite, 1979).
Pero en particular en Los cuatrocientos golpes, (traducción literal; aquí diríamos "las mil y una", en referencia a las travesuras del adolescente) Truffaut rebusca en su niñez y, sin sentimentalismos ni lugares comunes, nos cuenta el
día a día de su reflejo, Antoine Doinel, a los catorce años: su discurrir en un
entorno de clase trabajadora, con unos padres que ni se quieren ni le quieren
demasiado, unos profesores con tintes autoritarios, sí, pero como cualquiera de
los de aquellos años de la inmediata postguerra, un ambiente de indiferencia e incomprensión
que agrava sus pequeñas fechorías, las propias de un chico respondón e
inquieto; cuatro trastadas, que, para su mala suerte, el azar concatena de
manera que le acaben abocando al correccional, llevado de la mano de un padre del
que él ha descubierto tanto que no es su progenitor como que su madre le engaña
con otro. Y ese correccional
como destino para un niño rebosante de vida y ansias de libertad parece un
alivio para el matrimonio.
https://www.youtube.com/watch?v=i89oN8v7RdY
François
Truffaut, aun veinteañero, tenía bien frescas en la memoria sus experiencias de
adolescente cuando en esta película las recrea con desenfado a través de
escenas cotidianas, que por su inmediatez despiertan nuestras emociones. Y ese
tratamiento irreverente y desenvuelto con que aborda las instituciones
tradicionales como la familia, la escuela, la policía y todo lo que emane
autoridad, desvela un estilo que funciona como sello personal del director e
incluso del momento, cuando está naciendo la
nouvelle vague, de la que Los
cuatrocientos golpes fue su primer exponente.
Pero si
sigue siendo interesante y en su día resultó muy novedoso este relato de
infancia, hay otras formas de volver a la niñez incidiendo no tanto en los
avatares propios como en recuperar la escena, el entorno en que se vivió y el
clima de lo vivido; formas que resultan extremadamente atractivas para el
espectador.
Se trata
de evocar el mundo perdido de la niñez recuperando sus aromas, sonidos,
imágenes, sensaciones; un mundo también salpicado de hechos históricos que enmarquen
el acontecer y le ubiquen en el espacio y en el tiempo. Así los años treinta de
una ciudad italiana de provincias en el Amarcord
(1973) de Fellini (1920-1993); los neoyorquinos cuarenta de Woody Allen
(1935) en Días de Radio (1987); un
barrio obrero del Liverpool de los cincuenta en Voces distantes (1988), de Terence Davies (1945). En todas ellas se
recrea el paisaje social y emocional recordado por sus autores, siempre desde una
mirada muy personal sobre lo vivido; una mirada melancólica y triste, (Distant Voices), tierna y humorística, (Radio Days), o sarcástica y esperpéntica,
(Amarcord). Ello depende del que mira.
Eso sí, siempre tratando de eludir la nostalgia y siempre evitando que el
protagonismo esté en el sujeto que cuenta la historia; muy al contrario ésta se
despliega en narraciones corales, porque es su entorno lo que el individuo rescata,
el discurrir de la vida colectiva ante los ojos del niño que uno fue; el poso
que dejó en él ese mundo irremediablemente desaparecido.
Fellini en Amarcord, (me acuerdo, en dialecto romañol), nos presenta a Titta, un adolescente que crece rodeado de los suyos, un apretado núcleo familiar de padres, hermanos, tíos, primos y abuelos, en una ciudad de provincias, durante la Italia de Mussolini. Una educación católica de fuerte presencia social condicionándolo todo, la dictadura fascista marcando el estilo de vida con su brutalidad y prepotencia, personajes y aconteceres singulares y pintorescos de una sociedad donde todos se conocen y todo cabe, el entorno familiar con sus servidumbres y miserias, la sorpresa adolescente frente a lo que le rodea, el choque del despertar sexual.
Fellini nos dice que se ha inventado su vida para la pantalla, que no hay autobiografía en la anécdota, pero sí desde luego el testimonio de una cierta época, la de su adolescencia, vista claro está desde su particular prisma.
https://www.youtube.com/watch?v=qVUyHIkG6Bc
Y es precisamente
este enfoque el que nos atrapa y el que hace único su relato de tintes
fantasmagóricos, por donde desfilan, en un ámbito desprejuiciado, rostros y
lugares, bromas y ocurridos, envueltos todos en una atmósfera mágica de
cambiantes tonos emocionales, que fluctúan entre la burla y el dolor, sin caer
nunca en lo patético; siempre frenados por un montaje severo y contenido, donde
ironía, farsa y esperpento, bañados de poesía, tejen una historia fascinante.
Woody Allen en cambio recurre a la radio para trazar su también personalísimo recorrido por los años de infancia; sus voces y sus melodías dibujan el clima del recuerdo. A través de las canciones, los seriales, los concursos se perfila el acontecer de un adolescente que se mueve por el Nueva York de los cuarenta, arropado siempre por su nutrido núcleo familiar, que compone, con un protagonismo coral, la imagen ajustada de una familia judía en la sociedad americana de entonces. También son los noticiarios de la radio los que ponen las pinceladas que desvelan el contexto historico, (el ataque japonés a Pearl Harbour).
https://www.youtube.com/watch?v=ugvsT96ikX8
Lo
demás, los sucedidos, se despliegan en un paseo con la sonrisa en los labios
por las constantes de su cine; temas como el sexo, el psicoanálisis, el
judaísmo o la pareja que, con el
pretexto de sus diferentes protagonistas, nos asaltan entre canción y canción de Cole
Porter o al ritmo de la orquesta de Xavier Cugat, los hermanos Gershwin, o
Irvin Berlin. Días de radio conforma una
mirada cálida, tierna y humorística, aunque no exenta también de algún momento dramático,
de la vida de aquel chiquillo que fué y de ese mundo que ya no existe, pero que
le contenía y le explicaba.
La ambientación perfecta, el acertado vestuario, la estupenda reconstrucción de exteriores, que recrea, convenciéndonos, el Manhattan de entonces, así como la utilización de archivos sonoros de la época para reproducir las excelentes melodías elegidas, verdadera columna vertebral del relato, son otros tantos aciertos de esta película deliciosa.
Asímismo es la música el principio vertebrador de Voces distantes, (Distant voices, 1988), donde Terence Davies nos desvela el amargo discurrir de su vida en la casa familiar, la brutalidad del padre, el crudo realismo de lo cotidiano en un entorno obrero donde todo es difícil, duro y escaso. No se centra sólo en la infancia, aunque ésta constituye la parte más lograda de la historia, sino que mezcla unos recuerdos con otros, dejandolos fluir en libertad tal como parecen surgir; sin cuidarse de órdenes cronológicos. Y esto es un hallazgo que enriquece el relato. También, desde luego, la sabiduría con que una fotografía de calidad reproduce la atmósfera de lo narrado, logrando influir en las emociones del espectador y conmoverlo.
La película evoluciona como un rompecabezas de escenas independientes enlazadas de manera aparentemente caprichosa, cuyo encaje desencadena un resultado de sorprendente autenticidad y fuerza emocional.
https://www.youtube.com/watch?v=IdlslMb3KJY
Y por su parte la música, siempre canciones de la época, transmite
intensidad a lo narrado, incluso por lo singular de su presencia, porque al
contrario de lo que resulta habitual en los musicales, aquí cuenta historias
que nada tienen que ver con las imágenes ofrecidas; a veces incluso son su
reverso, acentuando por contraste el dramatismo de lo que vemos. Y también como
si en elegir ésas y no otras estuviera la clave para escapar de la realidad oprimente
y depresiva que se desprende del entorno.
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