Contemporáneo de la nouvelle vague, no puede decirse que Louis Malle,
(1932-1995), formara parte de ella, porque este cineasta francés fue siempre un
espíritu libre, ajeno a cualquier tipo de escuelas o corrientes.
Louis Malle |
Nacido en el norte de
Francia, en un medio muy acomodado, estudió en diversos internados católicos, que luego
retratará en su más celebrada película, (Au
revoir les enfants), y a continuación se inscribe en el Instituto de Altos Estudios
Cinematográficos, en donde conocerá a Cousteau y con quien empieza muy pronto a
rodar documentales. En 1958 pasa a contar historias con la realización de dos películas extremadamente
románticas, Ascensor para el cadalso,
un excelente thriller a ritmo del jazz de Miles Davis y Dizy Gillespie, y Los amantes, un alegato antiburgués
extremadamente romántico; ambas a cargo de sus dos actores fetiches: Maurice
Ronet y Jeanne Moreau.
Vendrían luego Zazie dans le metro (1960), pintoresca
mirada sobre el mundo de la infancia en clave de comedia, y Fuego fatuo, (1963), filosófica reflexión, acentuadamente
pesimista, sobre el sentido de la vida. Tampoco abandona su faceta de
documentalista a la que volverá para filmar Calcuta en 1968 y que, de nuevo en Francia, practicaría en
sucesivas ocasiones a lo largo de la década siguiente, siempre alternando
documental y ficción.
En aquellos años setenta
realiza también sus dos películas más conflictivas y que por distintos motivos levantan
en su día oleadas de indignación: Un
soplo en el corazón (1971) y Lacombe
Lucien (1974). La primera, porque sacude nuestros tabúes más interiorizados;
la segunda, cuando ya se ha olvidado la contestación que desencadenó la primera,
porque presenta ante sus compatriotas una imagen muy poco halagüeña de los
franceses durante la Ocupación, provocando con ello escándalo y desasosiegos.
En plena polémica decide
emigrar a Estados Unidos y allí realizaría antes de volver a su país natal al
menos otras dos películas interesantes, La
pequeña, (Pretty Baby, 1978), y la
muy premiada Atlantic City, (1980),
particularmente brillante, con un veterano Burt Lancaster y una Susan
Sarandon despuntando como famosa. A mediados de los 80 regresa a Francia y
realiza todavía, antes de su temprana muerte, cuatro películas más, entre ellas
Au revoir les enfants, considerada su
consagración.
El mundo de la infancia y
los estragos de la segunda guerra mundial son los temas desarrollados en ella,
y son también dos de las más hondas preocupaciones que afloran persistentemente
en su cine. De hecho esas son las claves que desarrolla en sus dos películas
polémicas: Le souffle au coeur y Lacombe
Lucien.
En Le souffle au coeur, (Un soplo en el corazón, 1971), nos cuenta, con
delicadeza y sensibilidad, en un tono alegre y desenfadado, y envuelta en la
música de Charlie Parker, la espinosa historia de iniciación sexual de un
adolescente, ambientada en los años 50, con una esplendida Lea Massari en el
papel de madre del protagonista. La película, llena de detalles
autobiográficos, de personajes, situaciones y diálogos de su propia infancia, sorprendió
enormemente por esa manera que tiene Louis Malle tan singular de volver sobre
el pasado. La forma en que nos presenta la relación incestuosa entre madre e
hijo el verano en que el joven convalece de una lesión de corazón, con
ligereza, humor, sin consecuencias traumáticas ni dramatismo alguno, desconcertó
al espectador, que, aunque seguramente algo inquieto y escandalizado, respondió
con verdadero interés al relato. La película obtuvo así gran éxito de taquilla
y de crítica, en paralelo con los dardos y reproches que le llovieron.
El malestar del público se
haría aun más evidente en su siguiente película, Lacombe Lucien (1974) que abriría heridas en la autoestima de los
franceses, enfrentados a una visión de sus conductas ciudadanas bajo la ocupación
alemana que casi todos preferirían olvidar.
Lucien Lacombe tiene 18 años
en 1944. Vive en la Francia de Vichy, o mejor, malvive, ejerciendo tareas
insignificantes, pero quiere mejorar su status, aunque no tiene oficio ni
beneficio. Ha tratado de ingresar en la resistencia donde militó su padre y ha
sido rechazado, así que opta por unirse a los que trabajan para los alemanes,
una forma rápida de escapar de su miseria y sentirse en una posición de poder
con respecto a sus compatriotas.
Las cosas son como son y él
no las juzga, simplemente trata de sacar el mejor partido. Y todo marcha bien
para él hasta que tropieza con dos judíos, padre e hija que sobreviven
ocultándose de los alemanes y Lucien se implica en el dramatismo de su situación
al prendarse de la joven y establecer con ella una relación amorosa. A partir
de aquí ya nada será fácil para él.
Parece que se trata de un
caso real que Louis Malle utiliza para enfrentarse a la que fue postura
frecuente de los franceses ante la Ocupación, un asunto espinoso que no deja
demasiado bien a sus compatriotas y que en las primeras décadas de la
postguerra se trató de soslayar, al menos hasta 1969 en que Marcel Ophuls
presentó su documental sobre el colaboracionismo Le chagrín et la pieté, (La pena y la piedad), que en su momento
levantó ronchas. Estaban bien las películas sobre la resistencia, dejaban alta
la moral de los franceses, héroes luchando por la libertad. Pero nadie se quería
plantear cómo había sido mayoritariamente esa sociedad civil francesa ni como
valoraba las actitudes de los ocupantes. Simplemente se aceptaba que la derrota
llevaba sin más a la prudente sumisión, desde luego involuntaria y vivida como
frustración.
Esta película de Louis Malle nos deja
entrever otra Francia, la que no está tan lejos del antisemitismo nazi,
desvelando unos prejuicios bastante arraigados y extendidos también en la
sociedad francesa. El director no quiere tomar partido; se limita a mostrar un
tejido de acciones y reacciones que lleven al espectador a percibir el amasijo
de nexos contradictorios a que la situación daba lugar, para que sea él quien
se enfrente a su propio juicio moral.
Bien ambientada, buenas
interpretaciones de actores desconocidos, excelente iluminación, canciones de
la época sabiamente elegidas… todo contribuye a hacer de ella una historia muy
creíble que impacta tanto por su valentía en el tratamiento del tema, abordado
desde una óptica tan atrevida, como por su buena factura.
Ambas películas escandalizaron
con esa manera tan suya de desarrollar el relato sin implicarse en juicios de
valor, dejando que el espectador saque sus propias conclusiones y mostrando,
eso sí, que la realidad es siempre mucho más compleja de lo que a primera vista
parece.
Au revoir les enfants (Louis Malle, 1987) |
Aunando estas inquietudes,
infancia y segunda guerra mundial, Louis Malle consigue en 1987 exorcizar sus
demonios familiares en una película madura y bellísima, Au revoir les enfants, que supone su consagración definitiva. En ella
desarrolla una historia vivida en su niñez y que según confesaba le había
perseguido siempre.
Estamos en 1944, en un
internado católico que da refugio a niños judíos. Cuando el curso ya ha comenzado aparece un
nuevo alumno y asistimos a la entrañable amistad que surge entre el recién
llegado y otro escolar del centro, en quien no es difícil adivinar el retrato
del propio Louis Malle niño; la vida transcurriendo durante la Ocupación a
través de la mirada de esos escolares; el tiempo de permanencia allí escondido de
este alumno nuevo hasta que la Gestapo fatalmente llega para llevárselo… No hay
juicios de valor explícitos, las cosas sucedieron como sucedieron y el
dramatismo de lo expuesto está más en lo que se adivina que en lo que se ofrece
a nuestros ojos, pero la culpa de Europa en el Holocausto sí se desprende de
sus imágenes.
La película emotiva, dura y
tierna a la vez, sutil y contenida, constituye un hermoso retrato de la adolescencia
sobre el fondo duro y trágico de la Francia ocupada.
Louis Malle consigue en ella
cuajar una historia dolorosa y conmovedora que le afecta personalmente, (hasta
el punto de confesar haber llorado durante su primera proyección), manteniendo
esa particular actitud que le define; esa voluntad de mirar el mundo con
curiosidad y sorpresa, pero sin emitir juicios de valor, porque no pretende dar
lecciones y porque las imágenes ya dicen bastante incluso en lo que callan para
que el espectador saque sus propias conclusiones.
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