Hoy, cuando el
movimiento feminista se ve atacado desde dentro con planteamientos
descabellados que insultan al sentido común y a la gramática o se enreda en pequeñeces,
perdiendo a veces el hilo de lo que realmente son sus conquistas en la lucha
por la igualdad, no está de más insistir en uno de sus más serios caballos de
batalla.
Un
tema todavía capital: las consecuencias de la insumisión femenina, ya abordado
en este blog en otras ocasiones, desde el testimonio personal de una víctima en
Él, una novela de Mercedes Pinto… a
la denuncia de la soledad e indefensión de la rebelde en Dos mujeres rebeldes… Cierto que el enfoque en este último estaba circunscrito a la mirada
decimonónica de un Flaubert sobre su Bovary o un Tolstoi sobre su Karenina, lo
que parecía reducir el asunto al estricto tema del adulterio. Del adulterio
femenino, claro, que es el que entonces despertaba el rechazo en aquella
sociedad, comprensiva con el varón adúltero mientras condenaba al ostracismo a
la mujer en idéntica situación.
Laia Marull y Luis Tosar en Te doy mis ojos, de Icíar Bollaín, (2003) |
Hoy
esto está superado y nadie condena ya el adulterio, concepto apolillado y
puesto fuera de la circulación. Sin embargo el problema sigue ahí, porque muchas
mujeres mueren a manos de sus parejas cuando intentan romper con ellas. Y nuestra
sociedad fracasa frente al fenómeno que no deja de crecer. Algo está fallando
si del rechazo social, ya superado, hemos pasado al amo justiciero de Carmen.
Por
eso no está demás echar un vistazo a esas figuras del pasado para analizar el
camino recorrido... y luego el no recorrido también, que observando el presente
se agiganta. Infinidad de películas se han hecho eco de esta durísima lacra.
Algunas denuncian como culpable al contexto social de la víctima, especialmente
dramático y asfixiante en culturas insoportablemente brutales con las leyes y
normas impuestas a la mujer, como La lapidación de Soraya, (Cyrus
Nowrasteh, 2008), ambientada en el Irán del imán Jomeini, que cuenta la tragedia de una joven denunciada como adúltera por su marido y por ello
condenada a morir apedreada. Pero no queremos irnos tan lejos. Sin salirnos del marco
legal en que vivimos hay muchos ejemplos de este drama siempre pendiente de
solución, como denuncian las españolas Celos
(1999, Vicente Aranda), que a partir de un hecho real, profundiza en la
psicología del verdugo, en este caso un celoso patológico; o Te doy mis ojos (2003, Icíar Bollaín),
que incide en indicar la dependencia emocional respecto del agresor.
Porque
con frecuencia tendemos a señalar la dependencia económica como la causa
fundamental de que la mujer aguante esa violencia sin resolverse a romper,
infravalorando las numerosas y diferentes razones y sinrazones emocionales que
atan a víctima y verdugo. Estas dos películas se detienen en estos aspectos.
En
Celos, Aranda se ocupa de mostrarnos el
poder destructivo de esa pasión obsesionante y abrasadora que son los celos, capaces
de convertir una relación amorosa en un verdadero infierno. Y lo hace además
analizando el arrebato erótico y sus efectos en los amantes, convencido de que
en la particular manera de vivir la intensidad sexual se encuentran muchas
claves de tantas ataduras imposibles de soltar, aun cuando uno sea consciente
de estar deslizándose por la pendiente. Su historia sobre esa pareja del
camionero celoso y la empaquetadora de naranjas, impotente ante sus obsesiones
y avanzando dolorosamente por caminos de locura, nos angustia por momentos.
Icíar
Bollaín relata en Te doy mis ojos el
tormento de otra pareja imposible. La mujer, harta de sufrir malos tratos escapa
de casa con su hijo. Él irá tras ella, a suplicar perdón, a jurar corregirse…
¡la quiere tanto!, ¡es tan bueno, cuando no es malo! Y es que ella sigue
también enganchada al espejismo del amor; no se resigna a aceptar la realidad,
sigue en la esperanza de que sí, que de verdad cambiará un día. Vuelve al
hogar, vuelven los malos tratos, vuelve el sobresalto, el terror ante sus iras
que cuando se desatan no tienen freno, el temor angustioso de que acabe
matándola. La humillación, la pérdida de autoestima, el miedo insuperable... El
miedo a seguir y el miedo a romper, enredada en unos lazos afectivos
perturbadores.
Hay
también una película europea bastante reciente que nos hace repensar de nuevo
el desamparo de la víctima en nuestros países, aparentemente conscientes y
concienciados, por la poca eficacia con que nuestra sociedad combate el
problema. Nos referimos a Custodia compartida,
(Jusqu'à la
garde, 2017) la ópera prima del francés Xavier
Legrand, que constituye uno
de los retratos cinematográficos más lúcidos e impactantes sobre la violencia
ejercida contra la mujer, sobre la indefensión de la víctima en
nuestras sociedades europeas, inerme con frecuencia ante la ira del agresor, a
pesar de contar con la protección de las Instituciones. Se estrenó en el
Festival de Venecia en 2017 y obtuvo el León de Plata a la mejor dirección.
La
historia comienza por situarnos en la vista en que se decide la custodia de los
hijos de unos divorciados. Y nos muestra a cada integrante de la pareja rota,
acompañados de sus respectivas abogadas, frente a la juez, también mujer. Todo
un entorno femenino alrededor de la víctima: las abogadas, la juez, la asistente
social… como para que no quede duda de que no hay favoritismo con el varón.
Pero esta mujer, protegida según marca la ley, sigue claramente en peligro.
Escondida en una vivienda social mientras el marido continúa libremente haciendo
su día a día en la casa familiar, visitando a los suyos, sin tener que cambiar
de vida y presionando a los hijos, que le temen. La película nos va mostrando
minuto a minuto la realidad de esta “víctima protegida“ en su quehacer cotidiano,
con lucidez y realismo, con crudeza también, hasta llegar a un clímax de miedo
y desamparo, de verdadero terror, que si no desemboca en tragedia es porque el guionista no quiere
hacer más sangre, no quiere hacernos sufrir más, pero que deja patente la
insuficiencia con que la sociedad aborda el conflicto. Y lo que queda meridianamente
claro es la radical insuficiencia de las medidas legales, su invalidez en la
defensa del que está en peligro, constantemente perjudicado frente al agresor y
nunca del todo a salvo con la acción de la justicia.