No es un tema
nuevo, pero últimamente no ha habido día en que los españoles no nos desayunáramos
con la noticia de otro escándalo económico en torno al poder. En estos últimos
años, más o menos los que abarcan la última década, han venido estando a la
orden del día los compadreos entre políticos y empresarios, las contabilidades
extracontables, el saqueo de las arcas del estado, los tres por ciento que se
quedaban cortos y, en fin, los más varios tipos de chanchullos a gran escala,
que los periódicos nos contaban con todo lujo de detalles para que pudiéramos
saborear nuestro estupor y nuestra indefensión ante una ristra de gobiernos,
central, autonómicos y locales, todos ellos salpicados por el escándalo y ninguno
capaz de parar y poner remedio.
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Todos a la cárcel (Berlanga, 1993) |
Estrenamos
democracia con la inocente esperanza de haber dejado atrás con el
franquismo el abuso de poder que
ingenuamente atribuíamos a estructuras dictatoriales. Le dijimos adiós con esa
espléndida trilogía que Berlanga alumbró en los primeros años de la transición:
La Escopeta Nacional (1978), Patrimonio
Nacional (1981) y Nacional III (1983), que desnudaba con gracia y desenfado
las miserias que escondían las malas prácticas de los políticos en nuestra
realidad diaria, pero el mismo Berlanga nos avisaba enseguida de que el
monstruo de la corrupción seguía gozando de buena salud, que no se había
disipado con la dictadura, y ahí seguía vivito y coleando en las nuevas
estructuras de gobierno. No otra cosa fue Todos
a la cárcel (1993), sátira fresca, lúcida y divertida sobre los mangoneos
del poder. Estaba claro, pero no le dimos demasiada importancia.
Tuvo
que llegar una feroz crisis económica para que empezáramos a indignarnos con la
impunidad del delito, porque la crisis levantó las alfombras y destapó el abuso
de poder pero no acabó con él, que muchos de los casos más graves hechos
públicos y probados siguen ahí, inmunes al castigo. Así que desde ese momento
no se puede asegurar que hayamos ido a mejor, más bien parece que nos fuéramos
acostumbrando a vivir con ello. No obstante el cine no parece resignarse con
que simplemente nos hayamos quedado de piedra y toca el tema una y otra vez por
si es que no nos hemos acabado de
enterar.
B, la película (2015), El hombre de las mil caras (2016) y El reino (2018) son tres realizaciones de nuestro cine más reciente
que se acercan a este asunto tan rico en perfiles para abordarlo desde
diferentes ángulos.
La
primera, B, la película, dirigida por
David Ilundaín en 2015, lo hace como una crónica del juicio a Luis Bárcenas,
tesorero del Partido Popular durante largos años, acusado de haberse lucrado en
el ejercicio de su cargo y de haberlo ejercido fraudulentamente, de una manera
que comprometía la honestidad de su partido: doble contabilidad, sobresueldos
en negro para altos dirigentes del organismo en cuestión, oscuras donaciones
ilegales de empresarios… La película se desarrolla en la sala del juicio y se
centra en las declaraciones del tesorero que, hasta ese momento y desde su
larga condición de preso preventivo, venía negando los cargos para finalmente
decidirse a declarar contra su partido.
Concebida
casi como un documental, nos presenta un duelo interpretativo entre los dos
protagonistas, reo y juez, excelentemente encarnados por Pedro Casablanc y
Manolo Soto. Cine austero, que recoge el juicio en su integridad. Gozó de
buenas críticas, pero de mala distribución, durando poco tiempo en cartel, de
manera que no fueron muchos lo que pudieron visionarla en salas de cine.
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Eduard Fernández en El hombre de las mil caras (Alberto Rodríguez, 2016) |
Más
éxito de crítica y de público tuvo la excelente El hombre de las mil caras, película de Alberto Rodríguez estrenada
en 2016, que contó con brillantes interpretaciones, en especial la de Eduard
Fernández, siempre espléndido en todos sus papeles, pero especialmente en éste,
muy difícil, en que tiene que encarnar a un individuo tan inquietante e
impenetrable como Paesa, un aventurero sin escrúpulos, inteligente, impasible
e imperturbable, que paseó su sangre fría y su descaro por la escena nacional e internacional saliendo libre durante décadas de las muchas intrigas en que participó.
La
historia nos vuelve a traer a la memoria el sonado escándalo que estalló en torno a la figura de Luis Roldán, director
general de la guardia civil durante el gobierno socialista de
Felipe González. El aumento desmesurado del patrimonio de este individuo
levantó las primeras sospechas sobre su rectitud en el cargo y, cuando le
fueron abiertas diligencias de juicio por presuntas actividades delictivas, se
fugó de España con el botín. En su huida solicitó la ayuda de Francisco Paesa,
personaje intrigante, con hechuras de playboy y hechos de estafador actuando a
escala internacional, quien se ocupó primero de esconderle, de entregarlo
después, y como remate final, de quedarse al parecer con el producto de su
robo, aunque este extremo nunca pudo ser probado. En 1996 fingió su muerte en
Tailandia, pero las autoridades españolas pensaron más bien que había escapado
con los dos mil millones de pesetas que Roldan le había entregado para su
custodia. Hombre habilidoso, a pesar de una hoja de servicios plagada de
actividades oscuras, reapareció más tarde y en la actualidad, que se sepa,
sigue viviendo tranquilamente sin que instancias judiciales le requieran por
cuentas pendientes que pudieran probarse. En 2004 su nombre volvería a aparecer
en los medios y hace un par de años Vanity
Fair le hizo una entrevista que seguramente supone su último asomo a la
prensa hasta el momento.
La
película, excelente, nos refresca una historia de pícaros algo olvidada y nos
viene a recordar que esto de la corrupción política no es sólo cosa de hoy, que
ya había saltado en la España confiada de los tiempos de Felipe González y que
lo había hecho de una forma rotunda, manchando las más altas esferas del poder,
sólo que la memoria del ciudadano es ligera y propensa a olvidar si nadie le
mantiene fresca la ofensa. Y como la justicia es lenta cuando llega el castigo
la opinión pública ya está en otra cosa y no se va a parar a considerar si le
parece justa, benévola o revanchista la condena.
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Antonio de la Torre en El reino (Rodrigo Sorogoyen, 2018) |
Por
último, El reino (2018) de Rodrigo
Sorogoyen, dura crítica que cuestiona desde dentro al sistema y retrata
situaciones que al espectador español le serán familiares. No hace falta poner
nombres a los partidos políticos ni a los medios de comunicación implicados en
la trama de corrupción, todo lo que le sucede al personaje central de la
historia y su manera de afrontarlo es tan inequívocamente nuestro que
inmediatamente lo reconocemos como propio.
La historia está magníficamente contada; acertada en su ritmo obsesionante y compulsivo, que la banda sonora acentúa. Perfecta la ambientación y los diálogos; estupendos los intérpretes… nos creemos todo y especialmente a ese político ambicioso y sin conciencia que Antonio de la Torre nos presenta con tanto poder de convicción.
El tema: la alarmante situación de un alto cargo del gobierno autonómico a punto de dar el salto a la política nacional, cuando inesperadamente y a partir de un soplo que le implica en un asunto feo, sus correligionarios cierran filas dejándolo fuera del paraguas del partido, mientras los medios de comunicación empiezan a airear el escándalo. Su desesperación le llevará a perder los papeles, y como no se resigna a caer solo y se siente capaz de todo si se le escapa su mundo de privilegios, tratará como última carta de, al menos, salpicar a otros igualmente implicados, ciego ante la realidad de que la maquinaria del partido y del propio sistema, siempre más fuertes que él, le acabarán aplastando.
Desde su arranque la película se acerca mucho a nuestra realidad, que Sorogoyen nos va desvelando sin caer en la exageración, manteniendo el pulso de la historia, asentada sobre unos personajes muy reconocibles en su mediocridad, pero sin derivar hacia el costumbrismo. La trama avanza a ritmo rápido, acelerándose la acción conforme crece en el protagonista la sensación de peligro. La música y los diálogos subrayan la ansiedad del personaje principal e imprimen a la acción un estilo que convierte la obra en un estupendo ejemplo de cine negro.
Cierta
crítica le ha reprochado al director que no explicite ninguna condena moral,
pero, muy al contrario, ello puede verse también como otro atractivo de la película, que nos mete
en la piel de este hombre sin escrúpulos, inconsciente de la gravedad de sus
actos, y por supuesto para nada avergonzado de su comportamiento delictivo,
mostrándonos la situación desde la óptica del personaje. Y nos hace así participar
de su paranoia y de su loca y angustiosa carrera hacia ninguna parte en esa
defensa de su persona, por más que desesperada, imposible.
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