miércoles, 19 de febrero de 2020

Asesinos en serie: El coleccionista, El estrangulador de Rillington Place


Un joven al volante de una furgoneta por la ciudad de Londres; conduce pendiente de algo que hay en las aceras. En seguida nos percatamos de que está siguiendo a una mujer: una estudiante de arte que vemos saliendo de su escuela y caminando por la calle. Su intención, raptarla.

Terence Stamp y Samanta  Eggar en El coleccionista (William Wyler, 1965)

Sus motivos: se ha obsesionado con ella y confía en que teniéndola a su merced, aislada de su mundo, logrará enamorarla; al menos es lo que él intentará hacerle creer y nosotros lo sabremos cuando la película avance y ella sea su infortunado rehén.

La víctima es una bonita joven, cultivada, de posición desahogada. Él es un hombre tímido e introvertido, de bajo nivel económico hasta entonces y escasa preparación cultural. Solitario, pasaba sus ratos libres coleccionando mariposas y los ocupados trabajando en un banco donde era, o al menos se sentía, despreciado por sus compañeros. Un golpe de suerte le hace rico y a partir de ese momento se marca un único objetivo, raptar a esa mujer que le fascina. Se ha comprado una bonita casa de campo donde la esconderá confortablemente. Esta es la trama de El coleccionista.

La película nos va mostrando la trastornada personalidad de este individuo, la tenacidad y firmeza de su proyecto, su temperamento obsesivo, sádico y minucioso. Y paralelamente las reacciones de la víctima, el miedo, la sorpresa, la confusión. Los esfuerzos que hace por comprender a su agresor, las varias tentativas de escapar, siempre frustradas… en suma, su impotencia y desesperación. Y en sus intentos de aproximación al verdugo, la dificultad de esa relación desigual entre ellos, agravada por sus diferencias culturales. Ella no puede creer lo que le está sucediendo y pasará por toda la gama de comportamientos frente a su raptor. Lo intentará todo, porque sabe que nunca saldrá de ese agujero si no es por sus propios medios.

El actúa a piñón fijo, más amable cuando la percibe más dócil y más furioso cada vez que constata que jamás hablarán el mismo lenguaje, pero siempre desconfiado, sin bajar la guardia: lo que está claro es que nunca la soltará. La quiere ahí, sujeta en ese zulo de lujo, como las múltiples mariposas pinchadas en sus cajas y exhibidas en las paredes de su hermosa casa.

Terence Stamp en El coleccionista (William Wyler, 1965)

El coleccionista, está basada en una novela publicada por John Fowles en 1961 y la dirigió en 1963 William Wyler, uno de los grandes del cine clásico, autor de obras redondas extremadamente diferentes entre sí (La heredera, Vacaciones en Roma, Ben Hur…). Se le reprochaba que no tenía estilo y el cineasta se defendía diciendo que el estilo era la película. Y ciertamente así es, que cada una de las suyas es un verdadero ejercicio de estilo, porque sin duda era un maestro en el arte de contar historias radicalmente distintas rematadamente bien.

Daría pie a otras películas con tramas parecidas como Átame (Almodóvar, 1989), aunque ésta, más frívola, discurre por sendas bastantes amables y acaba contándonos una historia de amor. El coleccionista no habla de amor, habla de atropello y torpeza, de una mente perturbada, la de un sádico que sólo sabe destruir aquello que ansía, de la desgracia de una pobre chica en manos de un loco y de la pulsión de ese loco en perseverar en su idea fija, y mantener a su víctima controlada y quieta, otro objeto inmóvil para su colección.


El coleccionista asustaba con lo amenazador del asunto que desvelaba, tan bien contado que ya no se olvida, pero siendo una historia brutal, con excepción de lo fundamental, la privación de libertad, no vemos más violencia explícita que la imprescindible para el desarrollo del relato; el escondite es cómodo y confortable, los deseos de la víctima, excepto claro el de libertad, le son concedidos y ese loco perturbado que se ufana de respetarla inspira lástima en su incapacidad para ser amado y amar. Por otra parte es una película romántica, donde por momentos no es difícil sentirse presa del síndrome de Estocolmo, lo que la hace aún más compleja y ambigua, de manera que la maldad del hecho gravita sobre las imágenes sin apenas tocarlas. Otras historias son más desoladoras, más negras y desbordan fealdad a lo largo de toda su exposición.

Richard Fleischer en El estrangulador de Rillington Place (Fleischer, 1972)

Ese es el caso de El estrangulador de Rillington Place (10 Rillington Place), inolvidable también por el daño que hace el horror que desprende su acertado realismo. La dirigió Richard Fleischer en 1972 y la interpretaron magistralmente Richard Attenborugh y John Hurt en sus dos papeles principales: el asesino y el condenado. Está basada en un hecho real, la ejecución de un inocente que condujo a la abolición de la pena de muerte en el Reino Unido en 1965. La película es extraordinaria, y existe además un remake reciente, una serie con el mismo título producida en 2018 por la BBC. Por descontado, excelente, como todas las que produce esta entidad británica, así que ambas realizaciones merecen un visionado, en especial la primera, que roza la perfección.

Los hechos suceden en el Londres de la postguerra, en un barrio entonces pobre, de viviendas sórdidas, con baños compartidos y aspecto descuidado. El propietario, el asesino, que allí vive, en la planta terrera, con su mujer. El piso de arriba lo alquilará una pareja joven con una niña pequeña. Discuten los nuevos inquilinos, se gritan, a veces hay bronca entre ellos. Andan mal de dinero, claro, así que el nuevo reciente embarazo de la mujer les complica la vida. Y aceptan la ayuda del vecino arrendador, que dice saber de medicina, para deshacerse de su acuciante problema. Claro que el aborto está legalmente prohibido y socialmente muy condenado, así que hay que hacerlo en el máximo secreto. Solo que no habrá tal. Cuando el marido de la joven embarazada regresa a casa, inexplicablemente se tragará las imposibles razones del falso cirujano que ha estrangulado a su mujer. Aterrado con la enormidad de la situación, incapaz de hacer frente a lo que se le viene encima, ciego de pánico, lo deja todo en manos de ese vecino comprensivo y experimentado, el asesino, incluso a su hija, que éste le ha prometido colocar con unos conocidos. El hombre es egoísta, ignorante, crédulo, está terriblemente asustado, no razona;  sólo piensa en librarse de este drama que le supera. Y escapa.


Cuando el doble crimen, que la niña también aparece muerta, sale a la luz nadie le cree inocente. Procesado como principal sospechoso, será condenado a la pena capital y ahorcado. Corre el año de 1950. El asesino, testigo de cargo en el juicio, seguirá matando. Y la mujer del monstruo seguirá viviendo a su lado, sin duda sabedora, ¿desde cuándo?, de la condición atroz de su marido. Sin denuncias, sin ni siquiera escapar, mirando para otro lado mientras él cava tumbas en el jardín o empareda en casa a las víctimas. Hasta el día en que la siguiente víctima es ella, consentidora de alguna manera, incluso de su propia muerte. Y todo continuará en esa macabra realidad cotidiana hasta que aquella vivienda de Rillington Place cambia de dueño. Cuando el nuevo propietario inicia algunas obras en la casa comienzan los macabros hallazgos. El asesino será entonces detenido, juzgado y ajusticiado.

10 Rillington Place

Impecable en su ritmo narrativo, todo es sórdido en la película de Fleischer, todo tétrico, lúgubre, deprimente. La luz que baña cada escena, la soledad, la indefensión, el desamparo que trasluce; todo impregnado del horror de lo narrado. No era la primera vez que se acercaba a hechos reales espeluznantes, había realizado ya La muchacha del trapecio rojo, (The Girl in the Red Velvet Swing, 1955), Impulso criminal (Compulsion, 1959) y El estrangulador de Boston (The Boston Strangler, 1968) pero es en esta claustrofóbica película donde revalida su merecidísimo título de maestro de la crónica negra.

sábado, 8 de febrero de 2020

Dos de terror: El otro y El seductor


Hay películas que desasosiegan y producen un malestar interior que no cesa; historias que aunque verosímiles cuesta creer, porque bordean lo fantasmagórico. Películas de las que el espectador sale un poco como poseído, porque la trama se aferra a él, se le queda como enganchada dentro, arañándole y produciéndole una extraña desazón.

Deborah Ker en Suspense (Innocents, Jack Clayton, 1961)

Parece una descripción de los efectos del cine gótico, pero el cine gótico no deja esa desazón, porque no resulta auténticamente creíble; se entra en su convención mientras dura el relato y luego el susto vivido se queda olvidado en la butaca. Es el caso de la extraordinaria Suspense (InnocentsJack Clayton, 1961) o de la interesante Los otros (Alejandro Amenabar, 2001).

Y ello sucede porque resultan muy familiares sus herramientas: la noche, la niebla, la muerte acechando… contornos desdibujados,  estancias en penumbra, atmósferas insanas, sombras grotescas, ruidos atemorizadores. También sus localizaciones: cementerios embrujados, castillos en ruinas, caserones sombríos y solitarios… Y no digamos sus argumentos: profecías malignas, presencias fantasmagóricas, relatos de seres monstruosos, tal vez vampiros… No, decididamente, estas historias no son creíbles.

El otro (The Other, Mulligan, 1972)

Pero hay otras que, aunque insólitas, convencen de entrada porque parecen moverse en terrenos de realidad, aunque pronto la trama lo desmienta. Así pasa con El otro (The Other, Robert Mulligan, 1972) donde la infancia es una pesadilla que revela una realidad difícil de creer… pero casi verosímil, y deja tal desasosiego dentro que ya nunca consigue uno librarse de esa historia, que además queda abierta, en un rasgo de modernidad anticipador de enfoques más actuales.

Matar a un ruiseñor (To Kill a Mockingbird , Mulligan, 1961)

Su director, Robert Mulligan, hace con frecuencia un cine algo nostálgico, donde a menudo recurre a las vivencias de la niñez, asociadas siempre con acontecimientos históricos relevantes y no muy lejanos: el crack del 29, la segunda guerra mundial… de modo que ya había abordado el tema de la infancia en anteriores películas y lo volvería a hacer después. En Matar un ruiseñor (To kill a Mockingbird, 1961), su obra más famosa, mostraba las injusticias y crueldades del mundo de los adultos a través de los ojos de unos niños en los duros años de la depresión económica. Y en Verano del 42 (Summer of 42, 1971) narra el despertar sexual de unos adolescentes estadounidenses, los de aquel año, traumatizados por la aparición en su horizonte vital de algo tan amenazador como la guerra, la segunda guerra mundial. Y retomaría el tema de la infancia después, en Verano en Luisiana (The Man in the Moon, 1991) su última película, para relatar el descubrimiento del amor por parte de una niña de catorce años y el conflicto con su hermana, enamorada del mismo joven.

De manera que El otro (The Other, 1972) es una de sus varias películas centradas en la niñez. Esta vez sin embargo partirá de un punto de vista radicalmente distinto de cualquiera de las antes mencionadas. Y lo hará para contar una historia inquietante y perturbadora, poco tratada además hasta entonces por el cine, el instinto criminal en el niño, algo tan opuesto a la inocencia y la ingenuidad que se asocia siempre con la infancia.

El otro (The Other,Mulligan, 1972)

El argumento: estamos en algún lugar del sur de los Estados Unidos, en la América agrícola y profunda del período de entreguerras, aquellos años del desastre económico que sobrevino al crack del 29. Y en ese entorno rural, de bellos paisajes de exteriores diurnos y luminosos, asistimos a la historia de dos hermanos. Son gemelos, ambos de apariencia angelical; bondadoso y encantador uno, perverso y desagradable el otro; el polo opuesto a su hermano. Entre los dos, estrechamente unidos en sus juegos, crece la rivalidad. Están pasando el verano con sus padres en casa de la abuela, pero una tragedia familiar acaba con la vida de su padre y deja a la madre en un estado de postración irrecuperable, cambiando el rumbo de su existir; se quedarán necesariamente bajo el cuidado de su abuela en ese lugar remoto y campesino.

A partir de ahí la película ofrece pequeñas pinceladas de asuntos horrendos que van poblando la fantasía de los niños y poniendo también en guardia al espectador. A continuación muestra, como hechos independientes, una serie de desgracias en el vecindario que vamos asociando al discurrir de los juegos infantiles; uno en particular muy peligroso, el gran juego, aquel en que la abuela introduce al hermano bondadoso. Por todas partes se nos va filtrando una sensación creciente de sospechas, de alarma, de terror… Poco a poco todo se irá entretejiendo y adensando hasta formar un atmósfera irrespirable.

El Otro (The Other, Mulligan, 1972)

El ritmo lento de la narración, tan acertado, acentúa la carga terrorífica del relato, con momentos de tensión bien construidos e insuflando un malestar que impregna al espectador mientras hace crecer en él el interés por saber hasta dónde llegarán esta pareja de gemelos; por cierto, magníficamente interpretados por dos desconocidos (Chris y Martin Urvadnoky).

Una película además de contrastes: los gemelos como el bien y el mal, en sus perfiles de Caín y Abel; la paradójica fascinación de ese niño angelical por el otro, el maligno, con una devoción resistente a todas sus atrocidades;  la abuela, encantadora y siniestra a la vez, enseñando a los niños juegos tremebundos; la madre aparentemente sana, pero destruida por dentro; el medio, amable, pero cruel en su indiferencia, que desvela a los hermanos con crudeza las maldades de la vida: noticias del rapto del hijo de Lindberg, el famoso aviador; el feto monstruoso de la feria… pequeñas pinceladas que desmienten la apariencia inocente casi arcádica de esos lugares campesinos en donde todo está sucediendo.

No hay escenas truculentas ni efectos especiales para atemorizar; alguna imagen macabra, como la del circo de los horrores en ese mercadillo campesino, pero no se deleita en ellas. La película impacta, no por sus imágenes, sino más por lo que esconde. Y aterra también por su ambigüedad, por la indefinición de sus perfiles  ya que a pesar de estar llena de contrarios  no deja nunca del todo claro las fronteras entre ellos hasta el punto de que a veces confundimos incluso a los niños o dudamos del desenlace. Y este matiz hace aún más terrorífica la narración.

Una película, en fin, interesante, que abrió, con su originalidad tanto temática como formal, nuevos caminos al cine de terror, y que el paso del tiempo no ha maltratado demasiado, a pesar de lo mucho que se han reutilizado después gran parte de sus hallazgos.

Geraldine Page y Clint Eastwood en El Seductor (The beguiled, Siegel, 1971)

Por las mismas fechas o poco antes, también en los Estados Unidos, se hacía otra película escalofriante: El seductor (The Beguiled, Don Siegel, 1971). Ambientada en la Guerra de Secesión norteamericana, relata lo sucedido a un soldado desertor, recogido en un campo donde lo encuentran herido y desvanecido unas jóvenes residentes en un cercano internado de señoritas, a donde éstas lo llevan para socorrerle. Es guapísimo, así que enseguida todas van cayendo en mayor o menor medida bajo el influjo de su atractivo físico. Todas, alumnas y gobernantas. Una tensa rivalidad entre ellas va envenenado la atmósfera, y el soldado, ventajista y astuto, trata de mover a su favor los hilos de esos sentimientos. Pero está en clara minoría en ese cerrado mundo de mujeres y las cosas discurrirán por caminos complejos e inesperados. Un estupendo Clint Eastwood, de vuelta de sus espaguetti western, da vida a este personaje que se cree favorecido por la fortuna al caer en tan dulces manos.

El seductor (The Beguiled, Don Siegel, 1971)

La historia, basada en una novela de Thomas P. Cullinam, se desliza por mundos tensos de represión sexual, pasión erótica, violencia y perversión para desvelarse como una escalofriante comedia negra. Hay también un remake de 2017, realizado por Sofía Coppola. Ambas, versiones fieles a la novela, pero enfocadas desde distintos ángulos. Mientras la adaptación de Don Siegel podría leerse como un cuento misógino que no hará concesiones a la brutalidad de la historia, ni al morbo y la malignidad de sus personajes, la de Sofía Coppola insufla ciertos toques feministas a este relato que lo suavizan poniendo el acento en señalar cómo la presencia desasosegante de un intruso en ese hermético universo femenino pone en peligro el equilibrado mundo de complicidad entre esas mujeres. Interesante también, pero no alcanza ni de lejos la fuerza, profundidad y negrura de la versión anterior.