jueves, 30 de agosto de 2018

Confidencias de dos novelistas: Karen Blixen, Marguerite Duras


El cine recurre de tanto en tanto a retratos que los escritores hacen de sí mismos, autorretratos que a veces tienen una vocación más global de aspirar a integrar también lo que les rodea o, todo lo contrario, se limitan a una mirada narcisista sobre su propia individualidad. En ocasiones es pura añoranza por recordar tiempos perdidos lo que les lleva a escribir sobre su pasado; otras veces es la necesidad de desahogo o la confesión de una culpa nunca superada.

Karen Blixen, en su casa en Kenia, a donde vivió ente 1914 y 1931.

Las historias que bajo el seudónimo de Isak Denisen publica en 1937 Karen Blixen (1885-1962) sobre su vida en África, Out of Africa, son un canto de añoranza de un tiempo, una tierra y unos paisajes mitificados en el recuerdo. Lo que Marguerite Duras (1914-1996) vuelca en La douleur es el sufrimiento que le causaron unos hechos en los duros tiempos de guerra. ¿Una confesión?, ¿una justificación?, ¿una disculpa? En cualquier caso un a modo de descargo de conciencia.

Out of África (Memorias de África, 1985) cuenta algo más que un episodio en el discurrir de la vida de Karen Blixen, cuenta 17 años de su existencia, los transcurridos desde que se embarca recién casada en la aventura singular de regentar con su marido una granja en Kenia, hasta el regreso a su Dinamarca natal, una vez arruinada la empresa africana.

Y asistimos a su llegada a la plantación como flamante esposa del barón Blixen, presenciamos cómo éste, escapista, mujeriego impenitente y carente por completo de habilidades empresariales, pronto la abandona, dejándola sola al frente del proyecto, eso sí, con el título de baronesa, el status de mujer casada y una sífilis que le contagia por todo capital. Mujer valiente, no se va a arredrar; levantará la empresa y la defenderá sola contra viento y marea, en un medio y una época poco favorable a aceptar a la mujer como una igual. Y vivirá allí años que le dejarán huella y que más tarde evocará en tono elegíaco en una excelente obra: Memorias de Africa, que Sidney Pollack adapta libremente al cine con éxito y brillantez en 1985.

Pollack conserva del libro el tono elegíaco, pero nos narra fundamentalmente una romántica historia de amor, la de nuestra baronesa, mujer independiente, y el cazador Denys Finch Hatton, personaje a la antigua usanza, aventurero y celoso de su libertad. La ambientación histórica, los decorados, el vestuario, la belleza paisajística y todo lo que rodea al relato ayudan con su perfección a dejarnos captar por la trama.

  Meryl Strep y Robert Redford en una secuencia de Memorias de África (1985)



Meryl Streep como la baronesa, Klaus Maria Brandahuer como el barón y Robert Redford en el papel del amante nos contaron magistralmente una historia preciosa, enmarcada en deslumbrantes panorámicas bañadas de luz, y mecidas por una banda sonora sensacional que nos hizo soñar y alcanzó numerosos premios. El tiempo la ha convertido en un clásico inolvidable. 


Varios episodios de la película se fijaron de manera imborrable en la sentimentalidad del espectador: uno, el lavado de cabeza de Denys a Karen al ritmo del poema de Coleridge que le va recitando; otro, la sobremesa en su casa cuando, a la luz de las velas y copa de coñac en mano, la escritora va envolviendo al amante y a su amigo en la embeleso de una narración improvisada, mientras la leña chisporrotea en la chimenea. Pero, sobre todo, el paseo en la avioneta que el amante se acaba de comprar, y al que Denys invita a Karen para vivir una experiencia radicalmente nueva: contemplar el mundo desde arriba. estrenando la cara, hasta entonces nunca vista, que la tierra presenta desde el cielo, un placer subrayado para el espectador por la música que ensancha el corazón y amplifica sabiamente la experiencia.


Tres momentos de fuerte corte romántico, muy conseguidos, en un melodrama en el que subyacen otros elementos menos dulces y espléndidos: la resistencia del cazador a ser cazado, a pesar de la fascinación mutua y los comunes gustos literarios: la persistente y aplastante soledad que atenaza a Karen; la ruina insalvable de la plantación, o el accidente de Denys que cierra definitivamente el no muy seguro, pero ansiado final feliz que la escritora soñaba para esa su historia de amor.

La película se alzó con siete de las once estatuillas del Oscar y otros tantos Globos de Oro, NAFTA y demás premios, potenciando sin duda nuevas traducciones de la obra a infinidad de lenguas y abriendo además un filón de ofertas para las agencias de viaje por Kenia, Tanzania y Zanzíbar que empezaron a bautizar sus excursiones con ese reclamo, Memorias de África.

Recuerdos propios de un tiempo pasado nos desvela también Marguerite Duras, seudónimo de Marguerite Donnadieu (1914-1996) en La Douleur, donde vuelca sus terribles vivencias de guerra. No hay aquí añoranza, ni idealización de épocas mejores obviamente;  hay más bien necesidad de desahogo, afán de liberarse de furias interiores que acosan sin piedad y sin descanso.

Marguerite Duras en los años 40
En esta obra se basa la película de Emmanuel Finkiel "La douleur", realizada en 2017 y titulada en España “Marguerite Duras 1944”, para ilustrar el sufrimiento por la ausencia de un ser querido y la ansiedad en la inacabable  espera de su impreciso regreso. La trama nos describe el día a día, en plena Ocupación, de esta joven ciudadana francesa, activista de la Resistencia a lo largo de 1944, año en que su marido, miembro también de ese movimiento clandestino contra el invasor, es capturado y enviado a los campos de concentración. En su afán por recuperarle se relacionará con un colaboracionista, oficial de la Gestapo, y este asunto que siempre vivió como recuerdo persecutorio y que volcó para exorcizarlo en su autobiografía El dolor es parte de lo que la película recrea.


A continuación, finalizada la guerra, la narración se centra en la espera interminable de la vuelta del ser querido, un tormento insoportable. La incertidumbre del regreso, el caos organizativo en torno a los que quizá retornen de los campos de concentración, la dificultad de la búsqueda, el desorden emocional del reencuentro son aspectos que el cine, que tanto ha tratado la guerra mundial, ha ignorado habitualmente y que esta película para sorpresa de todos aborda con sensibilidad y originalidad.

            Melanie Thierry como Marguerite Duras; (2017)
La alegría del pueblo que desborda en las calles con la Liberación corre paralela a la ansiedad de las gentes que aguardan impotentes una incierta vuelta de los suyos. Y este contraste, bien marcado en el film, se hace más intenso al mostrarnos el dolor de la protagonista que se debate en un mar de confusos sentimientos encontrados, de amor y desamor, de impaciencia y temor al reencuentro, de ambigüedad, ambivalencia, cansancio, desasosiego. El buen hacer de la protagonista, Melanie Thierry, que sabe transmitir ese íntimo malestar, compensa del excesivo metraje y del uso asimismo excesivo de la voz en off, donde el film parece desequilibrarse.

La película también escamotea datos que surgen de repente sin haberse declarado a lo largo de su desarrollo y que sin embargo harían más comprensible el tormento de Marguerite ante el inminente reencuentro; datos que nos desvelarían sin ambigüedades cómo el amor del esposo se ha desvanecido en la espera y el del amigo ha ido ocupando el lugar de la ternura, del sexo y de la unión. Nos deja verlo sin abordarlo con franqueza, como si se negara a admitirlo o confesarlo, siquiera ante sí misma, pero mostrando el tormento de la culpa que por ello arrastra. Toda la narración parece querer moverse en la bruma del recuerdo y quizá por eso no es más explícita con los hechos, confirmados de golpe en dos frases que cierran la historia bruscamente en un momento en que se sugiere además un terrible desenlace. Y esta elección narrativa oscurece demasiado la trama.

Aun con todo, interesante en su planteamiento, y salvo por lo señalado acertada en su ejecución, la película es obra a tener en cuenta, por su originalidad al abordar aspectos de la Segunda Guerra Mundial poco atendidos, por la complejidad e interés de lo relatado, por su estupenda interpretación y la excelencia de una fotografía que subraya la oscuridad emocional en que su protagonista se mueve, así como la agonía inacabable de la espera, acentuada, quizá con exceso, por el tempo inusualmente lento de las escenas.

martes, 14 de agosto de 2018

Tres películas de Louis Malle: Le souffle au coeur, Lacombe Lucien, Au revoir les enfants


Contemporáneo de la nouvelle vague, no puede decirse que Louis Malle, (1932-1995), formara parte de ella, porque este cineasta francés fue siempre un espíritu libre, ajeno a cualquier tipo de escuelas o corrientes.

Louis Malle
Nacido en el norte de Francia, en un medio muy acomodado, estudió en diversos  internados católicos, que luego retratará  en su más celebrada película, (Au revoir les enfants), y a continuación se inscribe en el Instituto de Altos Estudios Cinematográficos, en donde conocerá a Cousteau y con quien empieza muy pronto a rodar documentales. En 1958 pasa a contar historias con la realización de dos películas extremadamente románticas, Ascensor para el cadalso, un excelente thriller a ritmo del jazz de Miles Davis y Dizy Gillespie, y Los amantes, un alegato antiburgués extremadamente romántico; ambas a cargo de sus dos actores fetiches: Maurice Ronet y Jeanne Moreau.

Vendrían luego Zazie dans le metro (1960), pintoresca mirada sobre el mundo de la infancia en clave de comedia, y Fuego fatuo, (1963), filosófica reflexión, acentuadamente pesimista, sobre el sentido de la vida. Tampoco abandona su faceta de documentalista a la que volverá para filmar Calcuta en 1968 y que, de nuevo en Francia, practicaría en sucesivas ocasiones a lo largo de la década siguiente, siempre alternando documental y ficción.

En aquellos años setenta realiza también sus dos películas más conflictivas y que por distintos motivos levantan en su día oleadas de indignación: Un soplo en el corazón (1971) y Lacombe Lucien (1974). La primera, porque sacude nuestros tabúes más interiorizados; la segunda, cuando ya se ha olvidado la contestación que desencadenó la primera, porque presenta ante sus compatriotas una imagen muy poco halagüeña de los franceses durante la Ocupación, provocando con ello escándalo y desasosiegos.

En plena polémica decide emigrar a Estados Unidos y allí realizaría antes de volver a su país natal al menos otras dos películas interesantes, La pequeña, (Pretty Baby, 1978), y la muy premiada Atlantic City, (1980), particularmente brillante, con un veterano Burt Lancaster y una Susan Sarandon despuntando como famosa. A mediados de los 80 regresa a Francia y realiza todavía, antes de su temprana muerte, cuatro películas más, entre ellas Au revoir les enfants, considerada su consagración.

El mundo de la infancia y los estragos de la segunda guerra mundial son los temas desarrollados en ella, y son también dos de las más hondas preocupaciones que afloran persistentemente en su cine. De hecho esas son las claves que desarrolla en sus dos películas polémicas: Le souffle au coeur y Lacombe Lucien.

En Le souffle au coeur, (Un soplo en el corazón, 1971), nos cuenta, con delicadeza y sensibilidad, en un tono alegre y desenfadado, y envuelta en la música de Charlie Parker, la espinosa historia de iniciación sexual de un adolescente, ambientada en los años 50, con una esplendida Lea Massari en el papel de madre del protagonista. La película, llena de detalles autobiográficos, de personajes, situaciones y diálogos de su propia infancia, sorprendió enormemente por esa manera que tiene Louis Malle tan singular de volver sobre el pasado. La forma en que nos presenta la relación incestuosa entre madre e hijo el verano en que el joven convalece de una lesión de corazón, con ligereza, humor, sin consecuencias traumáticas ni dramatismo alguno, desconcertó al espectador, que, aunque seguramente algo inquieto y escandalizado, respondió con verdadero interés al relato. La película obtuvo así gran éxito de taquilla y de crítica, en paralelo con los dardos y reproches que le llovieron.

El malestar del público se haría aun más evidente en su siguiente película, Lacombe Lucien (1974) que abriría heridas en la autoestima de los franceses, enfrentados a una visión de sus conductas ciudadanas bajo la ocupación alemana que casi todos preferirían olvidar.

Lucien Lacombe tiene 18 años en 1944. Vive en la Francia de Vichy, o mejor, malvive, ejerciendo tareas insignificantes, pero quiere mejorar su status, aunque no tiene oficio ni beneficio. Ha tratado de ingresar en la resistencia donde militó su padre y ha sido rechazado, así que opta por unirse a los que trabajan para los alemanes, una forma rápida de escapar de su miseria y sentirse en una posición de poder con respecto a sus compatriotas. 

Las cosas son como son y él no las juzga, simplemente trata de sacar el mejor partido. Y todo marcha bien para él hasta que tropieza con dos judíos, padre e hija que sobreviven ocultándose de los alemanes y Lucien se implica en el dramatismo de su situación al prendarse de la joven y establecer con ella una relación amorosa. A partir de aquí ya nada será fácil para él.

Parece que se trata de un caso real que Louis Malle utiliza para enfrentarse a la que fue postura frecuente de los franceses ante la Ocupación, un asunto espinoso que no deja demasiado bien a sus compatriotas y que en las primeras décadas de la postguerra se trató de soslayar, al menos hasta 1969 en que Marcel Ophuls presentó su documental sobre el colaboracionismo Le chagrín et la pieté, (La pena y la piedad), que en su momento levantó ronchas. Estaban bien las películas sobre la resistencia, dejaban alta la moral de los franceses, héroes luchando por la libertad. Pero nadie se quería plantear cómo había sido mayoritariamente esa sociedad civil francesa ni como valoraba las actitudes de los ocupantes. Simplemente se aceptaba que la derrota llevaba sin más a la prudente sumisión, desde luego involuntaria y vivida como frustración.

Esta película de Louis Malle nos deja entrever otra Francia, la que no está tan lejos del antisemitismo nazi, desvelando unos prejuicios bastante arraigados y extendidos también en la sociedad francesa. El director no quiere tomar partido; se limita a mostrar un tejido de acciones y reacciones que lleven al espectador a percibir el amasijo de nexos contradictorios a que la situación daba lugar, para que sea él quien se enfrente a su propio juicio moral.
   
Bien ambientada, buenas interpretaciones de actores desconocidos, excelente iluminación, canciones de la época sabiamente elegidas… todo contribuye a hacer de ella una historia muy creíble que impacta tanto por su valentía en el tratamiento del tema, abordado desde una óptica tan atrevida, como por su buena factura.

Ambas películas escandalizaron con esa manera tan suya de desarrollar el relato sin implicarse en juicios de valor, dejando que el espectador saque sus propias conclusiones y mostrando, eso sí, que la realidad es siempre mucho más compleja de lo que a primera vista parece.

Au revoir les enfants (Louis Malle, 1987)

Aunando estas inquietudes, infancia y segunda guerra mundial, Louis Malle consigue en 1987 exorcizar sus demonios familiares en una película madura y bellísima, Au revoir les enfants, que supone su consagración definitiva. En ella desarrolla una historia vivida en su niñez y que según confesaba le había perseguido siempre.

Estamos en 1944, en un internado católico que da refugio a niños judíos. Cuando el curso ya ha comenzado aparece un nuevo alumno y asistimos a la entrañable amistad que surge entre el recién llegado y otro escolar del centro, en quien no es difícil adivinar el retrato del propio Louis Malle niño; la vida transcurriendo durante la Ocupación a través de la mirada de esos escolares; el tiempo de permanencia allí escondido de este alumno nuevo hasta que la Gestapo fatalmente llega para llevárselo… No hay juicios de valor explícitos, las cosas sucedieron como sucedieron y el dramatismo de lo expuesto está más en lo que se adivina que en lo que se ofrece a nuestros ojos, pero la culpa de Europa en el Holocausto sí se desprende de sus imágenes.

La película emotiva, dura y tierna a la vez, sutil y contenida, constituye un hermoso retrato de la adolescencia sobre el fondo duro y trágico de la Francia ocupada.

Louis Malle consigue en ella cuajar una historia dolorosa y conmovedora que le afecta personalmente, (hasta el punto de confesar haber llorado durante su primera proyección), manteniendo esa particular actitud que le define; esa voluntad de mirar el mundo con curiosidad y sorpresa, pero sin emitir juicios de valor, porque no pretende dar lecciones y porque las imágenes ya dicen bastante incluso en lo que callan para que el espectador saque sus propias conclusiones.

martes, 7 de agosto de 2018

El muro de Berlín (1961-1989)

Cuando Billy Wilder estrena su genial comedia  One, two, three (1961) se estrella contra el muro, contra el muro de Berlín, porque justo entonces los soviéticos acaban de levantarlo, aislando su zona de influencia de las restantes áreas en que los triunfadores han dividido la ciudad ocupada. Y a nadie le parece motivo de broma.


Justamente esta divertidísima película denuncia, burlándose con insolencia, el clima de guerra fría que se estaba apoderando de la postguerra; dispara contra tirios y troyanos, satirizando la prepotencia del imperialismo americano y la estólida rigidez soviética, y divierte al espectador con unos diálogos rebosantes de ingenio y ocurrencias que nos hacen reír hasta las lágrimas. Pero no es momento para tomarse las cosas a chacota. E incluso muchos le recriminan al director su falta de respeto hacia el dolor de tantos afectados por medida tan dura, como si él hubiera podido predecir lo que ocurriría en Berlín cuando estaba rodando la película. El caso es que el dramatismo de los hechos, que llegó a ocasionar muertos entre los centenares de berlineses que quisieron saltar el muro, opacó el estreno y malogró las buenas críticas que la película merecía, que, juzgada con perspectiva, resulta una de las grandes de la comedia americana.

El levantamiento del muro agudizó en cualquier caso el ambiente de guerra fría entre las potencias militarmente dominantes Estados Unidos y Unión Soviética, disparando el gusto por el cine de espías, ya de antes estimado, hasta consagrarlo como todo un género. Y así, asistiremos a partir de ahora a la tanda de películas de James Bond, el agente 007 de Ian Fleming, y del Smile de John Le Carré, de personalidades aparentemente distantes pero que perfilan ambas los límites en que se moverían los héroes del relato de espías de Occidente, siempre al servicio de USA y Reino Unido para envolver en triunfo de ficción los fracasos de la realidad (Hungría en el 56, Cuba en el 62, Irán y Afganistán en el 79, e incluso el derrumbe de la URSS, que no llegaron ni a sospechar).

La caída del muro nos trae además otro tipo de películas, las que se articulan en torno a la realidad de aquel cercado Berlín Este desde la experiencia de los que allí vivieron, algunas realizadas bajo una mirada amable de comedieta irónica, como Good Bye Lenin (2003), otras desde planteamientos más oscuros, como La vida de los otros, (2006), una denuncia del clima policial instalado en aquella sociedad; o más dramáticos, En tiempos de luz menguante, (2017), retrato de su lento y ya cantado fracaso.

Han tenido que pasar unos cuantos años desde la caída del muro para que el efecto distanciador del tiempo, permitiera la aparición de estas películas sobre la realidad de entonces, vista desde diferentes perspectivas según haya quedado la experiencia en el recuerdo de sus narradores.

Good Bye Lenin, realizada por Wolfgang Becker en 2003, nos sitúa en el Berlín Este de 1989, justo en vísperas de la caída del muro. Una fervorosa comunista acaba de entrar en coma y en ese estado permanecerá los siguientes ocho meses. Cuando a continuación despierta, su hijo, alarmado por el impacto que la noticia del radical cambio político pueda producir en la salud de su madre, intenta por todos los medios maquillar la realidad para que no se percate de que está viviendo en una Alemania reunificada y capitalista. Las situaciones se van enredando y cada vez es más difícil mantener el espejismo. La historia, contada en clave de humor, resulta una comedía ligera  y divertida sin mayores pretensiones.

Mucho más denso y angustioso resulta el asunto que en 2006 nos cuenta Florian Henckel en La vida de los otros. La trama se desarrolla en el Berlín Oriental durante la década de los ochenta y nos relata un caso de espionaje, el ejercido por un policía de la Stasi sobre un conocido dramaturgo, describiéndonos la transformación interior que experimenta el espía durante su trabajo de vigilancia y acecho conforme van apareciendo ante sus ojos acontecimientos inesperados que cambian su posición respecto del personaje espiado, (cuya personalidad además ha acabado seduciéndole), hasta el punto de dedicarse a encubrirle. Desenmascarado por su jefe, el agente observador será retirado de su misión y relegado a funciones anodinas en el ministerio. El tiempo pasa, cae el muro, se disuelve la Stasi y nuestro espía se ha convertido en un repartidor de publicidad. El dramaturgo, cada vez más famoso, descubrirá un buen día por azar el haber sido espiado por alguien que deliberada y desinteresadamente le encubrió.


La película se sustenta en el giro que van experimentando las conductas de ambos antagonistas, espía y espiado, conforme evolucionan los hechos que cada uno maneja y que a su vez inciden en ellos modificando sus comportamientos.

El clima de opresión, la ausencia de libertad, el saberse vulnerable, el no poder bajar la guardia, porque ni sospechas de dónde puede venir la delación; todo eso, que forma parte del vivir en un estado policial, lo señala esta película, contada con sobriedad y contención. Muy premiada en su día, tuvo también gran éxito de crítica y de público no solo en Alemania sino a escala internacional, éxito quizá intensificado por la novedad del tema, pero, en cualquier caso, el director supo mantener la tensión del relato y el interés por la trama hasta el final.

En tiempos de luz menguante (Matti Geschonneck 2017) 
Por último, En tiempos de luz menguante, adaptación libre de la exitosa novela homónima de Eugen Ruge, llevada al cine por Matti Geschonneck en 2017, retrata con dolor las contradicciones generacionales que el transcurso del tiempo ha ido poniendo de manifiesto en una familia residente en la República Democrática Alemana. Y lo hace situando la acción justo el día de la caída del muro, el mismo en que el patriarca de la familia cumple 90 años. Camaradas, amigos y parientes homenajean al anciano, pero la ausencia del nieto, que acaba de huir al Berlín Oeste, subraya el derrumbe del régimen que dio sentido a la vida del abuelo, poniendo de manifiesto las escondidas decepciones y frustraciones que los personajes acumulan y que corren paralelos o se amalgaman con los que el sistema político ha supuesto para ellos. Envuelta en un clima de melancolía, la historia desvela la condición de destacado estalinista del abuelo, que se siente traicionado por sus descendientes, pero sobre todo por Gorbachov; el desengaño que el gobierno comunista ha producido en la generación intermedia de sus hijos, desilusionada, pero pasiva y cansada; y el rechazo en la de los nietos, hartos ya del sistema y en franca rebeldía con una realidad decepcionante donde se asfixian.

La acción, girando en torno a Bruno Ganz que está perfecto encarnando al patriarca, parece como obra concebida para teatro, un efecto tal vez buscado por la película pero no achacable al original, densa historia sobre una saga familiar condensada argumentalmente para su adaptación cinematográfica. Ambas, novela y película, altamente recomendables.