El cine de juicios ha gozado con frecuencia de la
general aceptación. Ya asistimos a un proceso en los tiempos del cine mudo con
la extraordinaria película francesa La pasión de Juana de Arco que el danés Theodor Dreyer realizara en su
día allá por 1928. Pero, centrándonos en el cine que nos viene de Hollywood,
serán especialmente los años cincuenta los que registren una nutrida cosecha de
excelentes títulos desarrollados en torno a procesos judiciales.
Marlene Dietrich y Charles Laugthon en Testigo de Cargo (Billy Wilder, 1957) |
Falso culpable, (The Wrong Man, Hitchcock, 1956); Testigo de cargo (Witness for the Prosecution, Billy Wilder, 1957); 12 hombres sin piedad (12
Angry Men, Sidney Lumet, 1957); Quiero
vivir, (I Want to Live!, Robert Wise,1958);
Impulso criminal (Compulsion, Richard Fleischer, 1959)…
son algunos de los más logrados. Se había puesto de moda ya antes esto de los
juicios; de los últimos años cuarenta son títulos tan famosos como La costilla de Adán (Adam's
Rib, Cukor, 1949), El
proceso Paradine, (The Paradine Case,
Hitchcock, 1949) o Llamad a cualquier
puerta, (Knock on Any Door, Nicholas
Ray, 1949). Y la corriente continuaría en los primeros sesenta, con otros tan
señeros como Vencedores o vencidos (Judgement at Nuremberg, Kramer, 1961) y Matar a un ruiseñor, (To Kill a Mockingbird, Robert Mulligan, 1962). Después, y con escasas
excepciones como Veredicto final (The
Verdict, Sidney Lumet, 1982), el interés por este tipo de temas
comienza a decaer para resurgir en los años 90 con nuevos bríos y continuar,
con mayor o menor frecuencia, hasta nuestros días. Philadelphia (Jonathan Demme, 1990; Presunto inocente (Presumed Innocent, Alan Pakula, 1990)
y El misterio Bon Bülow, (Reversal
of Fortune, Barber Schroeder, 1990) marcan el inicio de esta
recuperación.
Una obra extremadamente interesante de este género es Anatomía de un asesinato, que Otto Preminger realiza en 1959 y que se mantiene fresca sin perder actualidad. Con James Stewart, Lee Remick y Ben Gazzara como protagonistas, la historia, magníficamente bien contada, gira en torno a un abogado casi retirado, que vuelve a ejercer su profesión para defender a un teniente del ejército en un juicio por asesinato, ya que éste ha matado a sangre fría y ante terceros al presunto violador de su mujer.
Desde la
presentación de los títulos de crédito, espléndidos y en su día muy innovadores,
la película atrapa al espectador. La música de Duke Ellington, las soberbias
interpretaciones de los actores, de todos ellos; el estilo del relato, que no
oculta los rasgos antipáticos de los personajes y que se mueve en una atmósfera
de ambigüedad entre el bien y el mal… todo ello configura una narración que,
bajo apariencia de no tomar partido, obliga al espectador a sacar sus propias
conclusiones, cual si fuera parte del jurado. Pero en realidad lo que pone en
tela de juicio es precisamente esa institución, desvelando cómo las destrezas
de abogados y fiscales para manipular las emociones del jurado determinan el
fallo. No se trata aquí de si el individuo es culpable o inocente, sino de la
habilidad del defensor para, siempre dentro de la ley, manejar las pruebas a
favor del defendido, preguntándose hasta qué punto merece el castigo, si su
conducta está justificada y por lo mismo es excusable o al menos merecedora de
una comprensión que atenúe la culpa… En definitiva, se trata de cómo el talento
del abogado, frente a ciudadanos no avezados, condiciona seriamente el
veredicto. Y, por lo mismo, si esto de los jurados es o no una solución
acertada.
Otra forma de
enfocar el género nos ofrece La caja de
música (Music Box, Costa Gavras, 1989),
una mezcla de drama judicial y thriller político que cuenta en clave de
conflicto familiar cómo una prestigiosa abogada criminalista estadounidense,
hija de un inmigrante húngaro, asume, desde el más absoluto convencimiento de
su inocencia, la defensa de su padre, recientemente acusado de crímenes de
guerra. Han pasado décadas desde aquello y ella está familiarizada desde la
infancia con relatos edificantes sobre la lucha de su progenitor por abrirse
camino en el país de adopción, conoce su condición de padre protector y su
comportamiento de ciudadano honrado en este su nuevo hogar. La defensa del
padre la llevará a investigar en Europa y descubrir en la Hungría natal de su progenitor
cómo la imagen que de su pasado se ha formado para nada responde a las realidades
que va descubriendo. La angustia, el dolor, el desengaño de la protagonista
encaminan la película por las rutas de un melodrama intimista, pero
paralelamente su lento desvelar de lo que pasó funciona a la perfección como
cine de intriga y suspense. Y además, la denuncia de las redes de evasión y
ocultamiento de criminales nazis que la película lleva a cabo hace también de
ella una muestra de cine militante, de tal manera que el relato va mucho más
allá del drama judicial para convertirse en una reflexión moral, política e
histórica sobre realidades de nuestro entorno difíciles de asumir.
Armin Mueller-Sthal y Jessical Lange en Music Box, 1987 |
Un asunto interesante,
una utilización eficaz de la música, excelentes interpretaciones, sobresaliente
fotografía y adecuado ritmo narrativo… todo ello se combina en esta producción
para hacer de ella una buena película, ejemplo notable del trabajo de Costa
Gavras, su director, realizador siempre de un cine de denuncia políticamente
comprometido en el que destacan otros títulos importantes como La confesión, (L’Aveu, 1970), un desvelamiento de las purgas estalinistas, o Desaparecido (Missing, 1982), que denuncia la complicidad de la CIA en el golpe
de estado de Pinochet en Chile.
Otros muchos
pueden ser los enfoques de este género cinematográfico: alegatos contra la pena
de muerte, carestía de los procesos, errores judiciales, crímenes ecológicos.
Como siempre cualquier asunto es susceptible de múltiples miradas. De momento, quedémonos con estas dos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario