martes, 14 de diciembre de 2021

Un cineasta polaco: Krzysztof Kieślowski (1941-1996)

El cine de la Europa del Este era bastante desconocido en el área occidental hasta bien avanzado el siglo XX. Sólo llegaban a nuestras pantallas algunas películas presentadas en los festivales de Cannes o Venecia. Y ello con cuentagotas. Así tuvimos noticia de cineastas húngaros (Miklos Jacso, Istvan Szabo)), checos (Vera Tchitilova, Jiri Mentzel, Milos Forman), y polacos (Andrzej Wadja) talentosos. Y así se nos reveló en 1988 la figura de Krzystor Kieślowski, cineasta con un historial profesional considerable ya en aquel momento.

 Krzystof Kieslowski
(Su trayectoria)

Había empezado su actividad profesional como documentalista, ahondando en asuntos de actualidad de la sociedad polaca sin disimular en ellos la enorme distancia entre la realidad cotidiana y las verdades oficiales. Y viendo que esto resultaba muy comprometedor para los individuos entrevistados, que a menudo sufrían represalias cuando sus trabajos eran exhibidos, se pasó al cine de ficción. A lo largo de los setenta realiza diferentes películas que no salen de su país: El primer amor (1974), La calma (1976), El azar (1981)…, y, más tarde, una exitosa serie para la televisión polaca, Decálogo. La ampliación de dos episodios de la misma (No matarás y No amarás), enseguida presentados y premiados en diferentes festivales europeos, le situaron de inmediato entre los grandes cineastas del momento. A partir de ahí todo su cine posterior, de producción franco-polaca primero y francesa después, así como aquella serie Decálogo al completo, se exhibirían por toda la Europa Occidental con absoluta rapidez y verdadero éxito.

A principios de los noventa está ya trabajando en una coproducción franco-polaca, La doble vida de Verónica y el resto de sus obras las realizará ya en Francia.

En La doble vida de Verónica nos presenta a dos almas gemelas viviendo en lugares diferentes. No se conocen, pero parecen estar íntimamente ligadas y sus destinos corren paralelos. Este es el planteamiento de una historia contada en tonos líricos y espirituales como queriendo superar las fronteras de espacio y razón en una búsqueda trascendente de amor y felicidad.

Afincado ya su cine definitivamente en Francia, realiza la trilogía de los colores (los de la bandera francesa), escrita dirigida y producida por Kieślowski en su totalidad. Tres colores, Blanco, Azul y Rojo, tres películas independientes y de alguna manera complementarias, que sigue enviando a los certámenes y con las que continúa cosechando premios.

Trilogía de los colores

Blanco, aunque fue nominada al Oscar, despertó menos interés que las otras dos integrantes de la trilogía, tal vez por ser ésta la que contiene menos ingredientes dramáticos. Cuenta la relación de amor y desamor de Karel y su esposa, tocando de soslayo los problemas de los emigrantes, el enriquecimiento mafioso, la crueldad en las relaciones amorosas…

Rojo partía de un documental muy anterior, de donde heredaba su temática en torno a la fraternidad. En ella Valentine, su protagonista, atropella a un perro y se sorprende ante la indiferencia de su dueño, un juez con el corazón endurecido por una mala experiencia, que espía a sus vecinos, y al que la compasión de Valentine, de algún modo fascinada a su vez por la personalidad del juez, le sirve de reactivo y le enamora. Paralelamente en el barrio de Valentine un estudiante de derecho está sufriendo los mismos desengaños amorosos que el juez en sus años mozos. Es en esencia la propia figura, en juventud, del envejecido juez. Un día Valentine sube a un barco para cruzar el canal de la Mancha; el vecino estudiante de derecho, también. El barco naufraga, pero ahí se han cruzado sus destinos.

En Azul penetra más a fondo en la intimidad del personaje: Julie ha perdido hija y esposo en un accidente. Trata sin éxito de suicidarse y se resigna a una vida sin afectos ni ataduras, porque no quiere sufrir más y reprime sus sentimientos y sus deseos para no arriesgarse a un dolor aún mayor. Un día descubre que su marido le era infiel, llora el duelo que no pudo hacer antes y cambia de actitud.


Tres historias que profundizan en las emociones de los seres humanos, en sus contradicciones, en el azar y la libertad que rigen nuestros destinos.

Aunque había adelantado que no pensaba hacer más cine sin duda tenía el proyecto de realizar una nueva trilogía (Paraíso, Purgatorio e Infierno) en torno a La divina comedia de Dante, ya que en su guion trabajaba cuando le sobrevino la muerte.

(Galardones)

A partir de Dekalog, su presencia en los certámenes constituye un constante cosechar de galardones: premiado en Cannes en dos ocasiones (No matarás, 1988;  La doble vida de Verónica, 1991), en Venecia, en otras dos (Dekalog, 1989; Tres colores, Azul, 1990), así como en San Sebastián (No amarás, 1988) y Berlín (Tres colores, Blanco, 1994). Ello demuestra que su obra ha gozado del reconocimiento europeo más unánime. Pero también del aprecio del otro lado del océano: Hollywood (La doble vida de Verónica, Globo de Oro, 1991; Tres colores, Azul, Globo de oro, 1993) y Los Ángeles, (Asociación de Críticos, La doble vida de Verónica, 1991; Tres colores, Azul, 1993) son dos pruebas de ello.

(Su manera de hacer)

Kieślowski concibe el cine como una invitación a reflexionar sobre las cuestiones importantes de la vida desde presupuestos ajenos a moralinas, y cuidadosos con la libertad individual. Cineasta muy personal y profundo, se muestra a un tiempo realista y metafísico, ideológico y emocional. Es el suyo un universo propio y marcadamente original, territorio moral, que no moralista, que sirve de trasfondo a sus historias donde sus personajes, desde el fondo de su alma, se formulan preguntas para las que el director no tiene respuestas. 

Además de la profundidad en el tratamiento de lo narrado, algunas otras constantes se repiten perfilando en pequeñas cosas sus películas, como ese goteo de premoniciones que salpican la trama principal. O los paralelismos sugeridos a veces entre diferentes elementos del relato. O la repetición de una escena, como sucede en la trilogía de los colores donde aparece, en las tres y con mínima variación, la anciana tirando una botella en un contenedor. También juega con frecuencia a que personajes de alguna de sus películas aparezcan en otras de manera casual, como si tratara de recordarnos que hay otras vidas que pueden estar discurriendo a la vez y cruzarse con aquella a la que puntualmente estamos asistiendo. Y estos detalles de alguna manera funcionan como minúsculas complicidades con el espectador que reconoce en ellos algo así como la firma del director.

Su prematura muerte puso pronto fin a esas narraciones intimistas y poéticas que desearíamos que hubiera podido seguido contándonos. De aquello hace ya un cuarto de siglo y aún seguimos añorando esa manera suya, cálida y penetrante, de hurgar en sus personajes y, en fin, echando de menos ese su estilo tan personal de implicarnos en sus historias y hacernos pensar.

 

miércoles, 1 de diciembre de 2021

Chinatown, cine negro de los setenta

Se habían hecho tantas y tan buenas películas de cine negro en la década de los cuarenta y alrededores, que parecía que se hubiese agotado ya ese género y en los años siguientes estaba prácticamente desaparecido de las pantallas. Pero en los setenta algunos títulos como Adios muñeca (Farewell my Lovely, Dock Richard, 1975), La noche se mueve (Night moves, Arthur Penn, 1975) y Chinatown (Roman Polanski, 1974) vuelven a evocar aquellas historias y a traernos de nuevo el tufillo de sus turbios enredos


De entre todas las citadas seguramente la que despierta mayor interés es Chinatown, que mantiene hoy toda su frescura a pesar de que hayan transcurrido ya casi cincuenta años desde que se estrenó.

Su complejo argumento, muy del estilo de Raymond Chandler, no parte de una novela sino de un excelente guion que incluso hoy día sirve de referente en escuelas de cine. Se trata de una bien articulada trama de suficiente peso y complejidad, con personajes sustanciosos y diálogos precisos y contundentes. Su autor, Robert Towne, lograría un Oscar por este trabajo.

Ambientada en los años treinta, el argumento gravita constantemente sobre el personaje principal, Jack Gittes, un detective, tipo inteligente, seductor y más o menos honrado, que Jack Nicholson compone con acierto. No lo tenía fácil porque en la memoria de todos estaba Bogart, pero sale exitoso con su creación de ese individuo de gestos contundentes que mete las narices en lo más turbio y, como buen misógino, desconfía de la chica, excelente figura de mujer fatal, que borda Faye Dunaway con su mirada de ojos tristes. Por cierto que su nariz, la del detective fisgón, se la rajaría el director -también actor en este caso-, convertido en enano malvado en una violenta escena de gran impacto que dejaría al personaje señalado a lo largo de casi toda la cinta, ya que aquí el protagonista acusa los golpes de verdad. De verdad en la ficción, claro, aunque corriera insistentemente la leyenda de que así había sucedido en realidad.

Soberbio también está el villano y padre de la chica, que concentra en su estampa todo el poder corruptor del mal. Lo interpreta admirablemente John Huston, que no quiso sin embargo dirigir el film. Su sola presencia, siendo uno de los creadores del género (¡¡inolvidable su Halcón maltés!!) subraya de algún modo el tipo de cine que estamos viendo. Huston, por otra parte volvería a reincidir en el cine negro, que no otra cosa será también su penúltima película, la extraordinaria El honor de los Prizzi (Prizzi’s Honor), realizada en 1985, con el propio Nicholson de protagonista.

Volviendo a Chinatown, la trama se sitúa en los años treinta y en la ciudad de Los Ángeles, vista ésta desde una óptica amenazadora de ciudad árida, violenta y corrompida. Luz a raudales en pleno desierto y casas fastuosas, las de los poderosos, en las que nos adentramos de la mano de Gittes. De trasfondo, un caso de corrupción basado en un suceso real: el colapso de la presa de San Francisco que acabó con la vida de centenares de personas el 12 de marzo de 1928. Y también de trasfondo, las ocultas vivencias de pesadilla que en su día devastaron a nuestro detective, aparente agua pasada que sin embargo rebrotará al final de la trama en el barrio que da título a la película; ese barrio retratado como algo sombrío en el momento más sombrío de la historia, cuando alguien parece querer consolarle con el simple comentario de “Olvídalo, Jake, es Chinatown”, como si eso lo explicara todo, y es que está desvelando la otra historia no contada, la que hizo cambiar de vida a nuestro Gittes, la que aún le duele.



Situándonos en el principio, el punto de partida del relato es la visita al detective de la supuesta esposa de Hollys  Mulwray, el ingeniero de la compañía de aguas de la ciudad, que requiere sus servicios porque sospecha que éste le es infiel. Días después cuando Gittes ya sabe que aquella tipa le ha tomado el pelo, la verdadera esposa de Mulwray, una enigmática mujer que acabará enamorándolo, se deja caer también por su oficina. Asesinado poco después el ingeniero, dos diferentes clientes le contratan para investigar el caso y a partir de ahí irán saliendo a la luz escándalos económicos, familiares y todo un perturbador enredo de corrupciones y secretos.

Película muy cuidada en sus distintos aspectos: guion, fotografía, fondo musical; vestuario, ambientación, estupendo tempo narrativo… cada uno de los elementos funciona en ella a la perfección Y seguramente se realizó además sin reparar gastos, a juzgar por la larga duración del metraje y la multiplicidad de fondos utilizados en el rodaje.

La puesta en escena, de marcado acento clásico, planos muy largos y secuencias muy realistas, acentúa su parentesco con aquellas películas de los años cuarenta. Y en esta misma dirección funciona también ese a modo de juego de cajas chinas de donde parecen ir saliendo las nuevas revelaciones que sorprenden y complican la trama conforme la película avanza. O el recurso a situaciones prototipo, como las bofetadas que el detective propina a la chica, mujer fatal que siempre miente, menos precisamente en aquella ocasión. Bofetadas que, en esa búsqueda de verismo, esta vez, según dicen, sí fueron reales, a petición de Faye Dunaway, y que resultaron perfectas en una primera toma. O el inconfundible aroma de romanticismo y sino fatal que desprende toda la historia.

Pero, aun respetando los cánones del género, Polanski hizo algo mucho más personal de lo que se ve a simple vista. Es verdad que en Chinatown se presienten otras películas, como si flotaran en el ambiente historias ya conocidas, y vemos también paralelismos con anteriores personajes o situaciones, pero nunca se limita el director a jugar con las constantes del género, sino que las interpreta a su manera: va al asunto directamente, sin esa acostumbrada voz en off que nos ponga sobre aviso, hace en ocasiones sutiles anticipaciones, nunca da pistas falsas, y consigue siempre una más fuerte sensación de realidad. Y por acentuar esa impresión de verdad hasta llega a modificar el guion para darle a la historia un final más amargo. En definitiva, Roman Polanski acaba realizando con Chinatown una obra diferente, espléndida y que hoy constituye sin duda una película de culto.


domingo, 14 de noviembre de 2021

Un par de bailarinas vistas por el cine: Lola Montes e Isadora Duncan

 Abordamos la historia de dos mujeres que destacaron en su día y a las que el cine ha dedicado su atención en diferentes películas, porque su fama desbordó fronteras de tiempo y lugar; dos vidas fuera de la norma, que deslumbraron y escandalizaron a tirios y troyanos.

     Lola Montes (1821-1861)                                                    Isadora Duncan (1877-1927)

La primera es la historia de una aventurera que supo sacar partido a la escena para encumbrarse hasta lo más alto; la segunda, la de una bailarina clásica que rompería moldes ejecutando unas danzas de vanguardia, absoluto precedente de la danza actual.

Lola Montes, la aventurera, fue una célebre bailarina mediocre que con su espectáculo de danza española se paseó por Europa, codeándose con el todo Paris literario, entonces atrapado en la moda del exotismo español, y rompiendo corazones entre las altas esferas de Berlín, Varsovia o Moscú. Entre sus múltiples amantes, sonado fue por ejemplo su idilio con Liszt, pero la cumbre de sus éxitos amatorios la alcanza en Múnich, donde el rey de Baviera, Luis I, perdería por ella la cabeza y si se descuida un poco más, el reino. Esto está sucediendo en los años cuarenta del siglo XIX.

Se dice española, pero de española sólo tiene un mínimo conocimiento de la lengua, inventado parentesco con el famoso torero Paquiro (Juan Montes) y pretendida ascendencia moruna, pues afirmaba que sangre de reyes moros corría por sus venas. En realidad, había nacido en Irlanda en 1821, su auténtico nombre era Elizabeth Rosanna Gilbert y lo que de verdad tenía, y a raudales, era audacia, valor y fantasía.

En el momento de su encuentro ella contaba 28 años (aunque sólo reconocía 21), belleza, altivez y obstinación; Luis I de Baviera, tenía sesenta, un matrimonio infeliz y una condición enamoradiza. Ni que decir tiene que con Lola se deja arrastrar a una pasión desenfrenada. La colma de regalos: joyas, mansiones, títulos nobiliarios… con un desenfado que escandaliza a su pueblo; por todas partes se murmura que el rey ha encontrado a su Pompadour en esa advenediza que cada vez genera más hostilidad entre las gentes del lugar. En un momento dado el malestar estalla en serias revueltas y el monarca se ve finalmente obligado a claudicar. Lola huye a Suiza y de allí a Inglaterra donde, para volver a los escenarios, pronto empieza a explotar su affaire con el soberano de Baviera. Desde luego no sabe bailar, pero su espectáculo despierta suficiente curiosidad morbosa entre el público. Agotado el filón en Gran Bretaña salta a los Estados Unidos, recorriendo las principales ciudades del país con su función Lola de Baviera, y de allí a Australia. El tiempo va pasando y su estrella declinando gradualmente; su aventura real empieza a marchitarse a la vez que su belleza. Escasean ya los hombres dispuestos a arruinarse por ella y, en fin, las cosas andan de mal en peor. A un cierto punto decide volver a Europa, donde pobre, enferma y precozmente envejecida, terminará su vida en 1861. Aunque parecía una anciana sólo tenía 40 años y para entonces el mundo ya la había olvidado.

En 1956 Max Ophuls, brillante director alemán de nacionalidad francesa, le dedica una excelente película recreando su desventura, y deteniéndose no en el personaje triunfador que pasea sus éxitos y su estampa orgullosa por las cortes europeas, sino en el que, arruinado, sobrevive arrastrando su pasado esplendoroso por espectáculos circenses.

Escena de Lola Montes  

La película, interpretada por Martine Carol, es un canto barroco y cruel, narrado casi en clave operística. Una historia sombría que denuncia la indecencia de los espectáculos basados en el escándalo, donde la fama es una mercancía devaluada y las vivencias se compran y venden para curiosidad de terceros. Con una estructura narrativa en forma de flashbacks, nos va relatando entre oropeles las antiguas glorias de esta heroína, cuando todos sus éxitos están olvidados y el devenir del personaje la ha precipitado en una realidad ruinosa. Y es duro ese contraste entre el pasado y el presente de la mujer. Ahora ella es sólo un juguete roto, malviviendo en ese circo de Nueva Orleans que teatraliza sus hazañas para entretener con el morbo de sus viejos esplendores a un público curioso de vidas ajenas.

    Lola Montes (Max Ophüls, 1956)

La creatividad del enfoque y la agilidad del desarrollo del guion hacen de la trama una parábola trágica sobre la crueldad del destino. Y duele este personaje reducido a la condición de mono de feria para sobrevivir en un presente lamentable. En la película todo resulta perfecto y adecuado a la narración: la fotografía, brillante y colorida; los decorados, exuberantes, y esa acertada manera de filmar con predominio de planos generales y medios, como queriendo comunicar cierto alejamiento del tema para subrayar así la humillación de la heroína, cosificada en esta exhibición banal de su vida de placer.

Quizá Ophuls quiso aquí hacer una denuncia de lo frívolo y superficial, esto que hoy llamamos prensa rosa, en momentos en que el fenómeno aún no se mostraba tan descarado, descarnado y zafio. Pero fuera cual fuera su intención, la película, acogida de forma entusiasta por la crítica y la intelectualidad francesa del momento (Cocteau, Godard, Rivette, Tati, Truffaut…) resultó un gran fracaso comercial. El director murió poco después y los productores sometieron la cinta a versiones abreviadas y nuevos montajes que acabaron de perjudicarla.

Por fortuna cuatro décadas más tarde, en 2008, la Cinémathèque Française la restauró en su formato y montaje original, lo que supuso un auténtico renacer de la obra. Y además en 2020 ha sido de nuevo remasterizada, de manera que es hoy un momento de revisitarla para encontrar por fin lo que Ophüls quiso ofrecernos.

Isadora Duncan es muy distinto personaje. Para ella la danza sí es el gran motor de su vida y esto desde la más temprana niñez.

      El estilo libre y rupturista de Isadora Duncan

Norteamericana de nacimiento, la menor de cuatro hermanos abandonados por su padre cuando ella es todavía un bebé, pasa su infancia y adolescencia con su madre que saca adelante a su prole dando clases de piano y enseguida montando además una academia de danza donde sus hermanos actúan como profesores. A comienzos del siglo XX Isadora convence a su familia para trasladarse a Europa y allí, en Londres y París, empiezan a ser valorados positivamente tanto su novedosa manera de entender el ballet clásico, como su temperamento creativo, excéntrico y audaz.

Vitalidad, romanticismo, fascinación por los clásicos griegos… de todo hay en su forma de moverse que cambia definitivamente las ideas preestablecidas del ballet. Ella danza descalza, envuelta en túnicas vaporosas que permiten gran libertad de movimiento. Y así, desnuda o casi desnuda, sus inspiradas coreografías causan sensación en la escena. En gran parte porque en aquella época convencional y encorsetada, sus ropas sueltas de inspiración grecorromana y su carácter desinhibido, su feminismo visceral, producen admiración. Se percibe su estampa como un elegante desafío de modernidad, hasta tal punto que, en un momento en que la danza estaba prácticamente circunscrita al teatro de variedades, sus espectáculos refinados la elevan y alcanzan tal éxito de público que la llevan a ganar grandes fortunas, al instante derrochadas por esta mujer radicalmente ajena al interés por el dinero.

Y no es solo una original y creativa bailarina, tenaz e incansable en su trabajo. Demuestra además un fuerte afán por difundir el arte de la danza, creando centros de aprendizaje y viviendo estrechamente con sus alumnas el tiempo en que pudo mantenerlos abiertos, aunque a la larga no lograría sin embargo hacer escuela.

Una vida por otra parte la de Isadora llena de triunfos, de amantes y de escándalos, pero también marcada por el drama, que pierde a sus dos hijos, ahogados en el Sena en un accidente de coche. De narrar esta tragedia se ocupa la reciente película de Damien Manivel Les entants d’Isadora (2019), basada en Mother, coreografía que la Duncan creó cuando estaba atravesando ese tremendo dolor.

En resumen, se trata de una vida muy rica en sucedidos, rematada además con un insólito y espantoso final, ya que moriría estrangulada por el chal que llevaba al cuello al enredarse éste en las ruedas traseras del bugatti rojo en que ocasionalmente viajaba.

    Isadora (Karel Reisz, 1968)

De todo ello nos habla con detenimiento y acierto la espléndida película, que partiendo de las memorias de la Duncan, My life, Karel Reisz realiza en 1968 con el título de Isadora, una obra maestra llena de sutileza y buen hacer, por la que el director estuvo nominado a la Palma de Oro en Cannes y su protagonista,  Vanessa Redgrave, resultó premiada en ese mismo certamen.

Escena de Isadora


domingo, 24 de octubre de 2021

Mario Camus y su película más coral, La colmena

 

                 Mario Camus (1935-2021)

Mario Camus hizo un cine sobrio, profundo, con alma; con frecuencia partiendo de la literatura, como el buen lector que sin duda habrá sido; adaptaciones tanto de escritores contemporáneos como Ignacio Aldecoa (Young Sánchez, 1963; Con el viento solano, 1967; Los pájaros de Baden Baden, 1975), Camilo José Cela (La colmena, 1982), Delibes Los santos inocentes, 1984), Arturo Barea, (La forja de un rebelde, 1986-1990), como de nuestros clásicos más o menos cercanos desde Pedro Calderón de la Barca, (La leyenda del alcalde de Zalamea, 1973) a Benito Pérez Galdós (Fortunata y Jacinta, 1980) y Federico García Lorca (La casa de Bernarda Alba, 1987). Nos dio muchas visiones de España en diferentes momentos de su historia y se atrevió incluso con temas espinosos como el de ETA (Sombras de una batalla, 1993, La playa de los galgos, 2002). Alcanzó grandes triunfos: Festival de Cannes, Premio Nacional de Literatura… pero, incómodo con las mieles del éxito mantuvo siempre una actitud discreta y distanciada de oropeles y éxitos sociales.

Contemporáneo de Julio Diamante, Miguel Picazo, Manuel Summers. Y de Carlos Saura, José Luis Borau o Basilio Martín Patino, formaba parte de lo que se llamó el nuevo cine español. Su primera película como director fue Los farsantes (1963), pero su primer gran trabajo, una cinta sobre boxeo, Young Sánchez (1964). No sería su única película de tema deportivo, vendría alguna más, como La vieja música (1987) con el baloncesto de pretexto para una historia de amor o El prado de las estrellas (2007), con el ciclismo en una historia de crítica social y denuncia de la especulación inmobiliaria. Asuntos habituales de su cine fueron también otros diferentes momentos pasados de nuestra historia: Los desastres de la guerra (1983) sobre la invasión napoleónica; Curro Jiménez (1976) sobre el bandolerismo decimonónico; Los días del pasado (1977) sobre la postguerra española. O también de nuestro presente, y éste visto desde una óptica desengañada que lo perfila como cada vez más gris: 'Después del sueño' (1992), 'Adosados' (1996) o 'El color de las nubes' (1998).

Un cine siempre atento al fondo de sus protagonistas, a menudo enmarcados en su paisaje santanderino y reflejando generalmente nuestra realidad española. Un cine siempre honesto, sincero, casi humilde y casi siempre centrado en historias intimistas, que sin embargo no pueden desligarse de su contexto histórico del que necesariamente son deudoras.

Con anterioridad ya nos hemos detenido en alguna de sus realizaciones (la serie de Fortunata y Jacinta, en Las mujeres de Galdós en el cine, y la película Los santos inocentes en Perdedores… En esta ocasión vamos a rememorar, a modo de pequeñísimo homenaje, su estupenda recreación de La colmena, “un trozo de vida” -en palabras de Cela- ”narrado sin reticencias, sin extrañas tragedias, sin caridad, como la vida discurre, exactamente como la vida discurre”. Y así es como Mario Camus, con absoluta fidelidad, enfrenta el relato, mostrando en carne viva ese Madrid de la inmediata postguerra, en una dolorosa estampa del ir tirando por aquella realidad dura y gris, ejemplificada en un ramillete de criaturas desamparadas y desesperanzadas, que la vida aglutina en torno a “Las Delicias”, el café de doña Rosa, refugio de seres heterogéneos que nos revelan la hipocresía, el rencor, el hambre, el frío, las enfermedades, la represión, el miedo… porque todo esto anida en los diferentes tipos que por allí se dejan caer: poetas, busconas, ególatras, sarasas, estraperlistas… una fauna penosa como corresponde a un tiempo de miseria, duro, dramático y difícil de digerir.

Escenas de La colmena

Un guion inteligente de José Luis Dibildos, ayudado en su trabajo por Camilo José Cela, el autor de la novela (que se reserva un cameo en la película), será el punto de partida de esta excelente realización, ejemplo como casi toda la obra de Mario Camus de cine sobrio y preciso. Película coral por excelencia donde se da cita lo más granado del cine español del momento: José Bódalo (Don Roque), Luis Ciges (Don Casimiro), Queta Claver (Doña Matilde),José Luis López Vázquez (Leonardo),  Mª Luisa Ponte (Doña Rosa), Emilio Gutierrez Caba (Ventura Aguado), Concha Velasco (Purita), Luis Escobar (Don Ibrahím), Agustín González (Mario de la Vega), Mari Carrillo (Doña Asunción), Rafael Alonso (Julián Suárez), Charo López (Nati Robles), Manolo Zarzo (Consorcio), José Sazatornil (Tesifonte Ovejero), José Sacristán (Martín Marco), Ana Belén (Victorita), Antonio Resines (Pepe, el astilla), Victoria Abril (Julita), Mario Pardo (Rubio Antofagasta), Elvira Quintillá (Doña Visitación), Imanol Arias (tísico) … y hasta el genial humorista Antonio Mingote (un hombre de luto). Un excelente plantel de los cómicos del momento dándonos con maestría una pincelada de la vida de sus personajes, cuyas historias pasan ante nuestros ojos sin nudo ni desenlace.


Espejo preciso de un duro momento histórico que no conviene olvidar, aunque el exceso de películas sobre la postguerra, a veces demasiado maniqueas, haya acabado por empachar, desbordando el tema hasta hacérnoslo enfadoso. No es el caso de La colmena, película bien narrada, oportuna, honesta y fiel a la novela que le sirve de fundamento.

Estimada y merecidamente reconocida, tanto por público como por crítica y tanto a escala nacional como internacional, Mario Camus la realiza en una de sus mejores etapas creativas, aunque el éxito aún mayor de su siguiente producción, Los santos inocentes, contribuyera quizá a opacarla. Pero hoy, casi cuarenta años después de su estreno esta película nos sigue resultando inolvidable. E inolvidable también este admirado director, uno de los grandes del cine español, que a lo largo de su vida supo acercarnos, con su mirada contenida profunda y precisa, infinidad de momentos de nuestro discurrir.

Mario Camus nos dejó el mes pasado; desgraciadamente ya no habrá nuevas películas suyas, pero ahí queda su obra, interesante, serena, enriquecedora; películas y series que tantas veces nos emocionaron y que siguen a la espera de ser revisitadas. Y lo haremos, sin duda, con nostalgia y profunda gratitud.

sábado, 4 de septiembre de 2021

Dos joyas injustamente olvidadas: La zarina y Avanti

 

Hay muchas maneras de acercarse a la realidad. La frivolidad es una de ellas, una manera divertida que parece inofensiva, aunque pueda contener más eficaces cargas en profundidad que muchas miradas serias y graves. Pero aun cuando venga por lo general cargada de crítica social, su ropaje liviano la hace más tolerable. Es el caso por ejemplo de las comedias de Oscar Wilde que en esencia eran acerados dardos burlescos sobre su sociedad, pero disparados con la ligereza de una broma atrevida. O también el de tantas risueñas sátiras del cine de Lubitsch, siempre azuzando a la corrección política en el desarrollo de sus historias sofisticadas y desenvueltas, y deshaciendo con una sonrisa las convenciones sociales.

   La zarina (A Royal Scandal, Preminger, 1945)

En esta línea se mueve La zarina (A Royal Scandal, Preminger, 1945). Y no es extraño porque aunque Otto Preminger la remató, empezó siendo obra de Ernst Lubitsch y este cambio en la dirección perjudicó el lanzamiento de la obra, sobre todo porque Preminger, que tal vez no tuviera un buen recuerdo del doblaje, renegó de la película. Así, a pesar de su calidad no ha alcanzado la misma difusión que otras historias de este director y mucho menos de las de Lubitsch, sino que ha quedado un poquito arrinconada, y cuando por fin se descubre produce gran sorpresa su general desconocimiento. Porque se trata de una película muy destacable donde el resultado no se resiente del cambio en la dirección, como con frecuencia sucede en casos semejantes, sino que el desarrollo de la historia mantiene su gracia y su solidez, mezcla de las virtudes de cada cineasta: la ironía de Lubitsch y la pericia de Preminger.

En resumen se trata de una comedia frívola, alegre y pícara, bien realizada e interpretada, con un diseño sobrio de producción que la aleja de la opereta donde fácilmente podría haber caído y, aunque por fortuna no lo hizo, quizá Preminger estuvo tentado a derivar en esa dirección. De hecho, pocos años después realizaría con buenos resultados una versión de El abanico de Lady Windemare (The Fan, 1949) en clave de opereta.

La zarina transcurre en la corte de Catalina la Grande mientras flotan en el ambiente ruso aires de subversión, y en esa atmósfera y ese contexto, bruscamente entra en escena, en palacio y ante la soberana, Alexei Chernoff apuesto teniente de su majestad, denunciando ciertos planes de traición que ponen en peligro la vida de la emperatriz. Ésta, impresionada más por la belleza del soldado que por la noticia que porta, le incorpora al momento a su ámbito más cercano. La emperatriz se encuentra en esa etapa en que su belleza juvenil empieza a declinar y la presencia del guapo mozo reaviva sus instintos. Enseguida le asciende, le engalana con aparatosos uniformes y desde luego trata de seducirlo con todas sus artes. El joven, encantado con gozar de los atractivos de la corte y de tantas e inesperadas mercedes, se va distanciando de su prometida y amoldando a esa fascinante vida de lujo que le ha caído en suerte, pero es algo sordo a los requerimientos amorosos de su soberana. Las escenas entre la zarina, con sus pataletas, fingimientos y todo tipo de insinuaciones eróticas y el oficial, que parece no enterarse de nada, resultan, en ese contraste de actitudes, extremadamente jocosas. Tampoco es ajeno a ello el ingenio chispeante de los diálogos y la sabia dosificación de los momentos cómicos. 

El resultado es una película divertidísima, con momentos hilarantes y un ritmo perfectamente contenido, sin altibajos, que se sigue con placer desde el inicio hasta el final.

Respecto de Avanti (1972), distribuida en España bajo el incómodo título de ¿Qué ocurrió entre mi padre y tu madre?, por cierto copiado del que con el mismo torpe criterio le impusieron en Italia, es una magnífica comedia de Billy Wilder digna de figurar entre sus mejores creaciones, pero que sorprendentemente no ha conseguido un gran reconocimiento. Tal vez se deba al elemento de humor negro que la historia destila, ya que nos va a contar el encuentro de una pareja a quienes lo que les acerca es el entierro de sus padres. O quién sabe qué otra causa ha menguado su éxito. El caso es que en común con La zarina tiene ese punto de película algo inmerecidamente esquinada.

El argumento es el siguiente: Wendell Armbruster, (Jack Lemmon), un alto ejecutivo estadounidense de mediana edad, tiene que desplazarse al sur de Italia, donde en un accidente de coche acaba de fallecer su padre, para proceder a repatriar el cadáver. Apresurado, estresado, malhumorado, lleno de prejuicios y complejos de superioridad respecto de ese lugar del sur de Europa, llega impaciente y expeditivo al hotel de Ischia donde regularmente vacacionaba su progenitor y donde es recibido con extremada cortesía como corresponde a la penosa situación, y al hecho de tratarse del hijo de un muy buen cliente.

¿Qué ocurrió entre mi padre y tu madre? (Avanti, Billy Wilder, 1972)          

Lo que él ignora al llegar es que con su padre ha muerto además una mujer que viajaba a su lado, una inglesa con quien periódicamente este mantenía citas románticas todos los veranos. Por el contrario, Pamela Pigott (Juliet Mills), la hija de la difunta, que también ha acudido para afrontar el hecho luctuoso, y con quien necesariamente Armbruster tendrá que coincidir, sí está al corriente de la relación amorosa entre ambos. Y, aunque la situación no parece la más adecuada para la risa, los espectadores asistimos divertidísimos al desarrollo de la trama, a las diferentes actitudes de la pareja frente a la situación, los equívocos y malentendidos que se suceden entre ellos, las escenas comprometidas, la picaresca local, la burocracia italiana, la prepotencia americana… todo ello adobado con unos diálogos ingeniosos y secuencias extremadamente hilarantes, que por momentos, hacen de esta película, casi un vodevil, una comedia romántica.


Porque ni que decir tiene que los hijos de los amantes, ambos de mediana edad y aspecto más o menos corriente, algo gruñón él, algo redondita ella, acabarán repitiendo la historia de sus padres a pesar de la condición de casado del rígido y severo Wendell Armbruster y de la obsesiva preocupación por su peso de la atolondrada Pamela Pigott, siempre acomplejada con su estética. Y ello se produce bajo la brillante luz del Mediterráneo, la belleza del lugar y la melodiosa música italiana.

  ¿Qué ocurrió entre mi padre y tu madre? (Avanti, Billy Wilder, 1972)

Estupendamente interpretada por la pareja protagonista, justo es señalar además que están arropados por acertados secundarios, en especial Clive Rivell, perfecto en su papel de director de hotel, comedido e imperturbable ante las situaciones más catastróficas. Diversión y carcajadas aseguradas en esta comedia romántica, satírica, frívola, negra, de enredo… que de todo ello está compuesta esta creación del genial Billy Wilder.

(En este blog, también sobre Billy Wilder: Alfred Hitchcok y Billy Wilder. Y sobre sus películas: Llorar de risa (Con faldas y a lo loco), El muro de Berlín (Un dos, tres), Algunos remakes de obras literarias (Primera plana) Amores de perdición (Perdición)

lunes, 9 de agosto de 2021

Tres de robos: Atraco perfecto, El quinteto de la muerte, Atraco a las tres

Lo tenía todo pensado para que saliera bien; cinco años en la cárcel había sido tiempo de sobra para darle vueltas redondeando la idea y sí, lo había planeado cuidadosamente para que no quedaran cabos sueltos. Un golpe limpio, un botín fabuloso y lo mejor de todo, sin sangre. Eso sí, nada de delincuentes fichados por la policía; gente corriente, cinco individuos escasos de dinero y firmemente determinados a conseguirlo.

   Atraco perfecto (The killings, Kubrick, 1956) 

Este es el planteamiento que se hace John Clay (Sterling Hayden) en Atraco perfecto (The killings, Kubrick, 1956) para desvalijar la caja fuerte de un hipódromo en plena carrera. Y a reunir ese equipo y realizar su proyecto es a lo que se dedica en cuanto sale de la cárcel. El plan se ejecuta correctamente, pero en todo crimen perfecto siempre acaece algo imprevisto…

Estas son las líneas de la trama. Kubrick las desarrolla con método, precisión y originalidad. De entrada nos va presentando a los participantes en el atraco incrustados en su medio cotidiano: sus esposas, sus motivaciones; separadamente, aunque a veces sus vivencias se crucen con las de otros. Luego va mostrando con minuciosidad cada fase en el desarrollo del plan. Y a través de este enfoque los espectadores empiezan a intuir por dónde se puede quebrar el proyecto y a comprobar cómo hechos impredecibles condicionan fatalmente el resultado.

                                            
                                           Atraco perfecto (The killings, Kubrick, 1956)

La puesta en escena, con una estructura de rompecabezas a la que ya nos han acostumbrado directores recientes como Tarantino, sorprendió en su momento por su originalidad, que de alguna manera no ha perdido, como tampoco ha perdido frescura el ritmo del relato, potenciado además por una excelente fotografía seca y austera. Conclusión: una obra de arte en su género.

Como a todos nos encantan las historias de robos, a mediados del veinte los atracos cuentan con excelentes películas. Atraco perfecto es una de ellas, pero ésta venía ya precedida por la jungla del asfalto, (Huston, 1950) o  Rififí, (Dassin, 1955), de manera que entonces empiezan ya a constituir un género por sí mismas. Y, como todo género que se precie se hace acreedor de parodias, también éste cuenta con las suyas, aunque cada cinematografía lo tratará a su manera.

Una parodia a la inglesa, El quinteto de la muerte (MacKendrick, 1955), es buen ejemplo de ello. Se trata de una de las mejores comedias británicas de todos los tiempos, con un humor negro casi grotesco pero inequívocamente anglo. Sus personajes y escenario: una entrañable ancianita, unos siniestros malhechores y una vivienda típicamente british; la de la anciana, en la que, haciéndose pasar por músicos, se hospedan los maleantes. Allí, con el pretexto de ensayar sus conciertos, planean el atraco a un furgón blindado y, realizado el robo con éxito, allí también esconderán el botín dentro de un enorme baúl que la anciana, ignorante del contenido, se presta amablemente a recoger en su lugar, en la estación de Charing Cross, cercana a su vivienda. Con estos elementos (la casa, el disfraz de músicos, la estación de ferrocarril, el tren circulando por las vías entre humaredas y pitidos…) se desenvuelve una intriga extremadamente divertida que aumenta en interés conforme la historia avanza en medio de acentuados contrastes. Y el choque entre la inocencia de la anciana, las malas intenciones de sus realquilados, así como los prejuicios de esa pacífica sociedad londinense va salpicando el relato a base de humor mientras la trama avanza gradualmente, en una atmósfera en apariencia distendida, hasta la truculenta traca final. Ternura y violencia mezcladas con grandes dosis de ingenio son los componentes básicos de esta gran historia de humor, un humor que te hace reír más por dentro que a carcajadas, pero te divierte profundamente.

                      El quinteto de la muerte (The Ladykillers, MacKendrick, 1955)

Pocos años después se estrena una parodia a la italiana I soliti ignoti (Monicelli, 1958) conocida en España como Rufufú, porque llegaba precedida por el éxito, enorme, de otra francesa (antes citada) sobre un sofisticado robo de joyas ejecutado por expertos profesionales: Rififí  (Dassin, 1955); y ésta sí, tratada en serio. En cambio en Rufufú (I soliti ignoti) los atracadores no pasan de ser una panda de infelices ladrones de medio pelo, que nos hicieron reír a placer con sus torpezas y sus miserias, contadas magistralmente desde una perspectiva de acerada crítica social.

Va a ser ésta la semilla de la parodia a la española en que vamos a detenernos. La cosa surge porque visto lo mucho que aquí gustó, a Pedro Masó, significado hombre del cine español del momento, le viene in mente la idea de abordar, como hacía Rufufú con el contexto italiano, una comedia popular que reflejara la situación social española de entonces. Él mismo colabora en la elaboración del guion y produce la película que finalmente realiza José María Forqué en 1963 y lleva por título Atraco a las tres.

Sus ingredientes, un argumento alegre que señalaba el paternalismo de entonces de manera no tan mordaz como lo hacían sus coetáneos Berlanga y Azcona, sino con personajes más cándidos y amables y un final agridulce algo blandito, que hacía más digerible la mirada sobre la realidad española.

Pero aun así el resultado es extraordinariamente divertido y no exento de crítica social, conformando una estupenda parodia del cine de atracos, con música también paródica del jazz, y un plantel de extraordinarios actores, maravillosamente bien dirigidos en una película de diálogos ingeniosos y humor corrosivo tan bien dosificado que no choca con las exigencias censoras de la época.

                                                  Atraco a las tres (José Mª Forqué, 1963)

Aquí el proyecto de robo parte asimismo de un grupo de aficionados, la plantilla de una sucursal bancaria que, indignada por el injusto despido del director, decide tomarse la justicia por su mano y aplicarle al banco un recio correctivo. Claro está que a estos ladrones aficionados (un sexteto de estupendos actores que con la excepción de López Vázquez no pasaban entonces de secundarios) les faltarán aptitudes para coronar con éxito semejante empresa. Y los espectadores disfrutarán con situaciones desternillantes donde la extraordinaria vis cómica de los intérpretes, pasándose de unos a otros los gags con absoluta soltura, aumentará la comicidad de las frases. Y en las distintas situaciones se colará sutilmente la mirada crítica sobre una realidad cotidiana de dificultades y escasez. Por citar alguna, ¡qué espectáculo el que dan los compañeros en su visita al conserje, ingresado en una clínica, devorándose entre todos la comida que el hospital destina al enfermo!

Películas corales, con el robo como argumento, cada una enfocada desde una óptica diferente y con diferentes objetivos, pero todas extraordinarias muestras del cine de mediados del pasado siglo.

jueves, 15 de julio de 2021

El tren en el cine

Si hay un ámbito  atractivo para que el cine desarrolle en él sus historias éste es el tren. Había nacido unas décadas antes y es la moderna tecnología que muestran los Lumière en una de sus primeras filmaciones: La llegada del tren a la estación de La Clotat. Exhibida en 1896 en una de sus primeras funciones, cuenta la leyenda que el público de la sala se levantaba de los asientos para salir huyendo de esa enorme locomotora que se les acercaba sin remisión y parecía que les fuera a caer encima.



               La llegada del tren a la estación de La Clotat, (Lumière,1897)

Buster Keaton en 1926 le dará un gran protagonismo al tren en su película El maquinista de La General, (The General), que, aunque fracasó en su estreno, acabaría adquiriendo status de obra de culto. Y en tren viajarán también los hermanos March rumbo al Oeste, (Go West, 1940), quienes, precisamente por su experiencia en aquel film, contratarían a Keaton como asesor para las escenas del ferrocarril. Por su parte Agatha Christie, infatigable viajera y narradora de delitos, ambienta en sus vagones más de un crimen: uno tan versionado como el que cuenta en Asesinato en el Orient Express y otros en novelas no tan famosas pero también adaptadas a la pantalla, grande o pequeña, como El misterio del tren azul, de su serie de Poirot, en el que una rica heredera es estrangulada en el trayecto Paris-Niza; o El tren de las 4,50, de la de Miss Marple, donde una viajera presencia un asesinato desde su compartimento al cruzarse su tren con el que venía en dirección contraria, en el momento exacto en que en el vagón frontero al suyo el asesino remataba a su víctima.

Del mismo modo, Hitchcock vuelve reiteradamente a sus interiores para ambientar allí algunas de sus tramas. Citamos al menos tres: la primera, Alarma en el expreso, (Lady vanishes,1938), entretenida y enrevesada historia, que transcurre casi toda ella en ese ámbito, en el que una anciana desaparece y una joven que acababa de hablar con ella, la busca con denuedo implicando a otros viajeros en sus pesquisas. Vendría luego, en 1951, Extraños en un tren. Allí un encuentro fortuito con un perturbado será origen de acontecimientos de pesadilla para nuestro protagonista, un famoso deportista que se ve envuelto a su pesar en peligrosos enredos. Y por último, Con la muerte en los talones (North by Nortwest, 1959), donde sería imposible no recordar a ese elegante ejecutivo (Cary Grant), confundido con Mr. Kaplan, dejándose proteger por la rubia misteriosa (Eva Marie Saint) que oportunamente le esconde en su vagón privado.

Y en tren escapan también ese par de músicos que, disfrazados debidamente de mujeres, Billie Wilder esconde en una orquesta de señoritas en Con faldas y a lo loco (Some Like It Hot, 1959), una pareja aterrorizada porque ha presenciado casualmente la matanza del día de San Valentín y sabe que los mafiosos que la ejecutaron no los dejarán seguir con vida si los atrapan.


 Con faldas y a lo loc (Some Like it Hot, Wilder, 1959)

Son ejemplos todos que cualquiera tiene in mente. Y ello por no hablar de la infinidad de atracos al tren que en tantas ocasiones nos contó el cine del oeste. Sin ir más lejos: El tren de las 3,10 (3,10 to Yuma, Delmer Daves, 1957, y remake de Mangold, 2007); El hombre del Oeste, (Man of the West, Anthony Mann, 1958); El último tren a Gun Hill (Last Train from Gun Hill, Preston Sturges, 1959); Hasta que llegó su hora (C’era una volta il West, Sergio Leone, 1968); Ladrones de trenes, (The Train Robbers, Burt Kennedy, 1973) la lista podría resultar interminable.

También son numerosas las historias ambientadas en las guerras mundiales donde en mayor o menor medida figuran los trenes, como en aquellas dos estupendas de David Lean que se desarrollan en cada una de ellas: El puente sobre el río Kwai, (1957), puente decididamente ferroviario, o Lawrence de Arabia, (1962); así como en tantas otras y variadas historias que se han contado de la segunda: El tren, (The Train, Frakenheimer, 1964); Trenes rigurosamente vigilados, (Ostre Sledované Vlaki, Menzel, 1966); Anna Kaufmann, (Le train, Granier Deferre, 1973)… 

Luego están aquellas otras en que sus personajes son ferroviarios como sucede en la excelente Deseos humanos (Human Desire, 1954) de Fritz Lang, o en su versión anterior, La bestia humana (La bête humaine, 1938) de Jean Renoir, asimismo remarcable. En otros casos se trata de suicidas que se arrojan sobre las vías a su paso, como ocurre con la protagonista de la novela de Tolstoi, tantas veces llevada con éxito al cine, Anna Karenina, (1914, 1915, 1935, 1948, 1953, 1967, 1974, 1985, 1997, 2007, 2012) donde la infortunada Ana termina así sus días. O el medio que encuentran los asesinos para desembarazarse de sus víctimas, como sucede en El quinteto de la muerte (The Ladykillers, Mackendricks, 1955), donde los muertos que produce el quinteto van cayendo sobre los vagones del tren conforme éste se aleja de King’s Cross.

De igual manera están las que nos muestran inquietantes juegos infantiles de niños que se tumban sobre los rieles desafiando la proximidad de su llegada, como sucede en El espíritu de la colmena, (Víctor Erice, 1973) o en El Bola, (Achero Mañas, 2000). O nos cuentan cosas todavía peores como la muerte de otro niño, Buddy, arrollado por un tren en la escena más dramática de Tomates verdes fritos (Fred Green Tomatoes, John Avnet, 1991).

A veces el tren sólo nos acerca o nos aleja del escenario de lo narrado y nos son los andenes de las estaciones más familiares al relato que el propio tren. Esto pasa en Breve Encuentro (Brief Encounter, David Lean, 1945) y en Estación Términi (Stazione Termini, De Sica, 1953) donde se citan y despiden los infortunados amantes, protagonistas de dolorosas historias de ruptura, bien contadas y por lo mismo inolvidables.

Hay películas en las que el tren solo aparece en un episodio puntual de la trama como en Amantes (Vicente Aranda, 1991) o en Pim Pam Pum… ¡fuego! (Pedro Olea, 1975), dos magníficas historias ambientadas en la inmediata postguerra española. Pero en otras, todo o una buena parte del argumento sucede en su interior. Este es el caso de Testigo accidental.

En Testigo accidental, dos veces versionada (The Narrow Margin, Richard Fleischer, 1952 y remake de Hyams, 1990), un agente de policía se ocupa de proteger a una mujer en su viaje en tren a Los Ángeles, adonde ésta acude para testificar porque ha presenciado un crimen. Pero son muchos los interesados en que no llegue viva a destino, que su testimonio resultaría duro golpe para la mafia local y ésta es organización que no se para en barras. Constreñidos al limitado ámbito del tren, la trama adquiere insólitos tintes de angustia, estupendamente explotados por Fleischer en su primera versión y algo menos en la de Peter Hyams, a pesar de contar con un actor tan espléndido como Gene Hackman en el papel del policía protector.


                                                        La vida en un hilo (Neville, 1945)


Y entre los miles de ejemplos, todavía otro, una historia que no discurre en el tren pero desde sus vagones se cuenta, La vida en un hilo (Neville, 1945). Sucede en ella que tras la muerte de su marido, una joven viuda regresa a Madrid y en el tren de vuelta conoce a una vidente que le adivina no sólo su pasado cercano sino el que pudo ser de haber sido otra su elección de pareja: un hombre con quien se cruzó a la vez que con el elegido para marido y en quien no reconoció a su verdadera media naranja. Durante toda esa noche de trayecto, mecidas por el tracatrá del tren, asistimos con la interesada al despliegue de las dos vidas, la que fue y la que pudo haber sido, que la pitonisa le cuenta. Cuando el tren llega a destino al punto ella reconoce, en el primer desconocido que la aborda, a su amor perdido . Y ahora sí, algo más viejos, comenzarán una esperanzadora vida en común, que esta vez ella no lo dejará marchar. Divertida y encantadora comedia, tuvo también una nueva versión bajo el título Una mujer bajo la lluvia (Gerardo Vera, 1991) que como pasa con frecuencia no logró superar la estupenda obra de Neville, fresca, desenvuelta y un punto sofisticada. La vida en un hilo rodó sus escenas ferroviarias en la madrileña estación de Delicias, hoy Museo del Ferrocarril.