El cine de la Europa del Este era bastante desconocido en el área occidental hasta bien avanzado el siglo XX. Sólo llegaban a nuestras pantallas algunas películas presentadas en los festivales de Cannes o Venecia. Y ello con cuentagotas. Así tuvimos noticia de cineastas húngaros (Miklos Jacso, Istvan Szabo)), checos (Vera Tchitilova, Jiri Mentzel, Milos Forman), y polacos (Andrzej Wadja) talentosos. Y así se nos reveló en 1988 la figura de Krzystor Kieślowski, cineasta con un historial profesional considerable ya en aquel momento.
Había
empezado su actividad profesional como documentalista, ahondando en asuntos de
actualidad de la sociedad polaca sin disimular en ellos la enorme distancia
entre la realidad cotidiana y las verdades oficiales. Y viendo que esto
resultaba muy comprometedor para los individuos entrevistados, que a menudo
sufrían represalias cuando sus trabajos eran exhibidos, se pasó al cine de
ficción. A lo largo de los setenta realiza diferentes películas que no salen de
su país: El primer amor (1974), La calma (1976), El azar (1981)…, y, más tarde, una exitosa serie para la televisión
polaca, Decálogo. La ampliación de
dos episodios de la misma (No matarás
y No amarás), enseguida presentados y
premiados en diferentes festivales europeos, le situaron de inmediato entre los
grandes cineastas del momento. A partir de ahí todo su cine posterior, de
producción franco-polaca primero y francesa después, así como aquella serie Decálogo al completo, se exhibirían por
toda la Europa Occidental con absoluta rapidez y verdadero éxito.
A
principios de los noventa está ya trabajando en una coproducción franco-polaca,
La doble vida de Verónica y el resto
de sus obras las realizará ya en Francia.
En La doble vida de Verónica nos presenta a
dos almas gemelas viviendo en lugares diferentes. No se conocen, pero parecen
estar íntimamente ligadas y sus destinos corren paralelos. Este es el
planteamiento de una historia contada en tonos líricos y espirituales como
queriendo superar las fronteras de espacio y razón en una búsqueda trascendente
de amor y felicidad.
Afincado ya su cine definitivamente en Francia, realiza la trilogía de los colores (los de la bandera francesa), escrita dirigida y producida por Kieślowski en su totalidad. Tres colores, Blanco, Azul y Rojo, tres películas independientes y de alguna manera complementarias, que sigue enviando a los certámenes y con las que continúa cosechando premios.
Blanco, aunque fue nominada al Oscar, despertó menos interés
que las otras dos integrantes de la trilogía, tal vez por ser ésta la que
contiene menos ingredientes dramáticos. Cuenta la relación de amor y desamor de Karel y su esposa, tocando de
soslayo los problemas de los emigrantes, el enriquecimiento mafioso, la
crueldad en las relaciones amorosas…
Rojo partía de un documental muy anterior, de donde heredaba su temática en torno a la fraternidad. En ella Valentine, su protagonista, atropella a un perro y se sorprende ante la indiferencia de su dueño, un juez con el corazón endurecido por una mala experiencia, que espía a sus vecinos, y al que la compasión de Valentine, de algún modo fascinada a su vez por la personalidad del juez, le sirve de reactivo y le enamora. Paralelamente en el barrio de Valentine un estudiante de derecho está sufriendo los mismos desengaños amorosos que el juez en sus años mozos. Es en esencia la propia figura, en juventud, del envejecido juez. Un día Valentine sube a un barco para cruzar el canal de la Mancha; el vecino estudiante de derecho, también. El barco naufraga, pero ahí se han cruzado sus destinos.
En Azul penetra más a fondo en la intimidad del personaje: Julie ha perdido hija y esposo en un accidente. Trata sin éxito de suicidarse y se resigna a una vida sin afectos ni ataduras, porque no quiere sufrir más y reprime sus sentimientos y sus deseos para no arriesgarse a un dolor aún mayor. Un día descubre que su marido le era infiel, llora el duelo que no pudo hacer antes y cambia de actitud.
Tres
historias que profundizan en las emociones de los seres humanos, en sus
contradicciones, en el azar y la libertad que rigen nuestros destinos.
Aunque
había adelantado que no pensaba hacer más cine sin duda tenía el proyecto de
realizar una nueva trilogía (Paraíso, Purgatorio
e Infierno) en torno a La divina
comedia de Dante, ya que en su guion trabajaba cuando le sobrevino la
muerte.
(Galardones)
A
partir de Dekalog, su presencia en
los certámenes constituye un constante cosechar de galardones: premiado en
Cannes en dos ocasiones (No matarás,
1988; La doble vida de Verónica, 1991), en Venecia, en otras dos (Dekalog, 1989; Tres colores, Azul, 1990),
así como en San Sebastián (No amarás, 1988)
y Berlín (Tres colores, Blanco, 1994). Ello demuestra que su
obra ha gozado del reconocimiento europeo más unánime. Pero también del aprecio
del otro lado del océano: Hollywood (La
doble vida de Verónica, Globo de Oro, 1991; Tres colores, Azul, Globo de oro, 1993) y Los Ángeles, (Asociación
de Críticos, La doble vida de Verónica, 1991;
Tres colores, Azul, 1993) son dos pruebas de ello.
(Su manera de
hacer)
Kieślowski concibe
el cine como una invitación a reflexionar sobre las cuestiones importantes de
la vida desde presupuestos ajenos a moralinas, y cuidadosos con la libertad
individual. Cineasta muy personal y profundo, se muestra a un tiempo realista y
metafísico, ideológico y emocional. Es el suyo un universo propio y
marcadamente original, territorio moral, que no moralista, que sirve de
trasfondo a sus historias donde sus personajes, desde el fondo de su alma, se
formulan preguntas para las que el director no tiene respuestas.
Además
de la profundidad en el tratamiento de lo narrado, algunas otras constantes se
repiten perfilando en pequeñas cosas sus películas, como ese goteo de
premoniciones que salpican la trama principal. O los paralelismos sugeridos a
veces entre diferentes elementos del relato. O la repetición de una escena,
como sucede en la trilogía de los colores donde aparece, en las tres y con
mínima variación, la anciana tirando una botella en un contenedor. También
juega con frecuencia a que personajes de alguna de sus películas aparezcan en
otras de manera casual, como si tratara de recordarnos que hay otras vidas que
pueden estar discurriendo a la vez y cruzarse con aquella a la que puntualmente
estamos asistiendo. Y estos detalles de alguna manera funcionan como minúsculas complicidades con el espectador que reconoce en ellos algo así como la firma del director.
Su
prematura muerte puso pronto fin a esas narraciones intimistas y poéticas que
desearíamos que hubiera podido seguido contándonos. De aquello hace ya un
cuarto de siglo y aún seguimos añorando esa manera suya, cálida y penetrante,
de hurgar en sus personajes y, en fin, echando de menos ese su estilo tan
personal de implicarnos en sus historias y hacernos pensar.