miércoles, 29 de mayo de 2019

Cine coral: Berlanga y Cuerda

Lo habitual en el cine es el desarrollo de argumentos centrados en un personaje principal, el protagonista, que avanzan hacia el final de la historia teniendo como asunto fundamental lo que a éste le acontece. Pero no siempre se limita el cine a un universo tan individual. En el otro extremo están las películas que desbordan de temas y sujetos y nos cuentan múltiples historias, asuntos que competen a numerosos personajes que se entrecruzan, se mezclan y asaltan nuestra atención, necesariamente diversificada en las mil vidas que estos despliegan.

Algunos protagonistas de La vaquilla, (Berlanga, 1985)
No es privativo de nuestro cine, desde luego, este tipo de enfoque; al contrario: a poco que pensemos en ello enseguida nos vienen a la mente realizadores soberbios en esta forma de hacer, como Robert Altman, por ejemplo, quien con este sistema logró trazar magníficos frescos de la sociedad norteamericana. Pero desde luego en España contamos también con al menos dos maestros de lo coral, creadores además, cada uno a su manera, de un universo muy personal, divertido e inteligente: Luis García Berlanga y José Luis Cuerda. Al primero podemos además considerarle como un pionero de este género, porque comenzó a hacerlo prácticamente desde su debut en la profesión allá por los años cincuenta del siglo pasado y se mantuvo en ello hasta el final, dejándonos un hermoso plantel de buenas realizaciones.

Berlanga decía que en el fondo lo que le preocupaba, como a Antonioni, era la incomunicación y que por eso llenaba sus películas de personajes que hablan todos a la vez, no escuchan y se ajetrean, evolucionando en un medio lleno de ruido, donde viven sus soledades inconscientes del silencio que de verdad les envuelve.

Villar del Río al completo en Bienvenido mister Marshall (Berlanga, 1952)
Sea como fuere, así es su cine, un mundo donde pululan infinidad de sujetos, ajenos al prójimo, que se afanan ante nuestros ojos en ir a lo suyo y nos muestran sus preocupaciones, sus intereses, sus miserias, su vida, en fin, con total desenvoltura y despreocupación. Y a través de ellos nosotros nos vemos reflejados como sociedad y descubrimos los vicios y defectos que nos aquejan. Es un cine lúcido y cruel, pero también tierno y exento de moralina.

Desde aquel Bienvenido Míster Marshall (1952), en que según se cuenta debería haber sido el típico musical andaluz para el lucimiento de la folclórica de turno y que sus creadores se las arreglaron para convertirlo en una negrísima sátira de la España del momento, su cine ya no abandonaría sus constantes: historias globales contadas en un tono de burla, de ironía mordaz, que las conforma como ácidas críticas sociales, suavizadas por una ternura auténtica que se percibe hacia los personajes, desvelados sin embargo, sin compasión ni piedad en sus peores perfiles.

Cualquiera que sea el tema: la hipocresía social en Plácido (1961); la pena de muerte en El verdugo (1963); el tardofranquismo en La escopeta nacional (1978); la transición a la democracia en Patrimonio nacional (1981) y en Nacional III (1982); la guerra civil española en La vaquilla (1985); la corrupción política en Todos a la cárcel (1993), ésta además tan premonitoria,… siempre está ahí esa mirada burlona y lúcida, a la que no se le escapa nunca ni uno solo de los pecados de nuestra sociedad.

El marqués de Leguineche y los suyos en Patrimonio nacional (Berlanga, 1981)
El cine de José Luis Cuerda se mueve en otros parámetros. Aunque en algunas de sus películas, las que llamamos corales, tiene en común con el de Berlanga más de un elemento. Desde luego ese carácter grupal donde todos son protagonistas, pero también el estar cargado de humor, aunque en éste caso, no es humor negro ni ácido, sino absurdo y disparatado. Y sin duda también el tratarse de un cine inequívocamente español; españoles son sus contextos, incluso los celestiales, como ese paraíso de Así en el cielo como en la tierra, de paisajes esteparios y guardianes del Edén uniformados como guardias civiles, aunque sin duda su mirada sea otra, una que acentúa la broma recurriendo al casticismo, más para hacer reír que como crítica mordaz. Y hay algo más, quizá en lo profundo, que se intuye en la manera de funcionar de ambos realizadores, ese aire de travesura infantil, de estar haciendo lo que a uno le viene en gana que desborda su cine, transmitiéndonos la idea de estar disfrutando a tope de la tarea, porque lo divertido es ese ingrediente de juego consustancial al trabajo creativo.

Total, (José Luis Cuerda, 1985)
Pero ya hemos avanzado que en el caso de José Luis Cuerda no nos referimos a todo su cine, que presenta facetas múltiples y variadas, sino solo a su trilogía del conocido como humor subrural que así le han dado en llamar a sus películas: Total, Amanece que no es poco y Así en el cielo como en la tierra, a las que recientemente se ha añadido Tiempo después, realizada en la misma línea de humor, pero carente por completo de la gracia y frescura de las anteriores.

Ciges y Resines como padre e hijo en Amanece que no es poco (José Luis Cuerda, 1988)
Total (1985) y Amanece que no es poco (1988) las realiza en la década de los ochenta, justo antes y después de su estupenda El bosque del lobo (1987), contada en una clave tragicómica que ya emparenta con este tipo de humor suyo tan personal e inesperado que desarrolla en la trilogía. Ni la primera, Total, hecha para televisión, ni Amanece que no es poco, esta sí para el cine, tuvieron un éxito especial cuando se estrenaron. El publicó reía con ellas y se divertía, pero no impactaron a pesar de la insólita propuesta que significaba ese humor tan chocante, pueblerino y surrealista a la vez, plagado de cultismos y referencias literarias en entornos costumbristas tan alejados de mundos refinados. Era una propuesta inesperada de humor rebelde, heredero del absurdo de aquellos genios anteriores, Jardiel, Mihura, Gila o Tip y Coll, un humor para el que los espectadores españoles estábamos más que preparados, pero que no habíamos encontrado hasta entonces en el cine. Tal vez por lo mismo tardó en cuajar, pero poco a poco fue siendo cada vez más estimado hasta convertirse en cine de culto.

Paco Rabal como San Pedro en Así en el cielo como en la tierra (José Luis Cuerda, 1995)



Cuerda volvería a él en 1995 con la hilarante Así en el cielo como en la tierra, demostrando de nuevo su dominio en la narración de las situaciones disparatadas, siempre con un lenguaje rico, de diálogos ingeniosísimos, dichos con total naturalidad, que nos hicieron reír hasta las lágrimas. 

Y parece que de nuevo ha querido volver por sus fueros con su reciente Tiempo después (2018). Lástima que el resultado no esté a la altura de las anteriores, tal vez por fallos de guión, de interpretación, por la amargura que destila o por todo ello y mucho más; el caso es que la película se le escapa. No importa, no siempre salen las cosas bien, pero Cuerda seguirá contando en su haber con ese galardón de habernos hecho reír con un tipo de humor absurdo, innovador en el cine.

sábado, 11 de mayo de 2019

Perdedores


La figura del perdedor lleva asociada un cierto atractivo romántico que quizá no desprenda tanto ella como el sentimiento de compasión que nos provoca, pero el caso es que siempre nos toca la fibra emocional sea cual sea la condición del sujeto del que se ocupa o el motivo de su mala suerte.

Charles Chaplin en Luces de la ciduad (1931)
Películas sobre perdedores las hay a miles y desde la más tierna infancia del cine. ¿Qué otra cosa pueden ser los héroes de Buster Keaton o de Charlot? Pero el perdedor presenta muchas caras diferentes, opuestas, contradictorias. Ahí está por ejemplo aquel que se ve impelido al fracaso por una adición, ya sea el juego, el alcohol, o cualquier otra. Estos han dado lugar a películas tan estupendas como El jugador (Le joueur, Autant Lara, 1957) sobre la ludopatía, o Días sin huella (The Lost Weekend, Billy Wilder, 1945) y Días de vino y rosas (Days of Wine and Roses, 1962, Blake Edwards) acerca del alcoholismo, por ejemplo.

Jack Lemonn y Lee Remick en Días de vino y rosas (Blake Edwards, 1962)
También el cine social de Ken Loach y el de inadaptados de Aki Kaurismaki están llenos de perdedores. Por no referirnos al cine negro, donde los hay a montones. O a casi todas las películas en torno al boxeo, que a menudo nos retratan este tipo de antihéroes: Más dura será la caída (The Harder They Fall, Mark Robson, 1956), Toro salvaje (Raging Bull, Scorsese, 1980)… Y en fin, tantas y en tantos ámbitos que abordan también con maestría historias de individuos extremadamente frágiles en su indefensión.

Pero poniendo el foco en nuestro cine hay cuatro títulos que figuran seguramente entre los mejores y que especialmente nos conmueven. Ellos abordan un determinado perfil de perdedores, infelices sin culpa ni medios para mejorar su destino. Se trata de los protagonistas de dos películas que Berlanga realizó en los primeros años 60: Plácido y El verdugo; de la versión que, bajo el mismo título, Mario Camus realiza en 1984 de la novela de Delibes Los Santos Inocentes, nombre que lo dice ya todo; y de Solas, ópera prima de Benito Zambrano, estrenada en 1999, sobre dos mujeres desgraciadas y un vecino solitario, otro santo inocente.


Las dos primeras giran en torno a dos pobres diablos a quienes sus entornos sociales condenan sin remisión a una vida de apuros económicos. Plácido se gana la suya como transportista con su humilde vehículo, que aún es más del banco que suyo; su mujer cuida de unos lavabos públicos y tienen además a su cargo otras bocas: el abuelo, el hermano parado, el hijo... Han llegado las Navidades y los poderes locales han organizado una campaña de sensibilización hacia los desfavorecidos que reafirme la buena conciencia entre las gentes acomodadas de la ciudad. “Siente un pobre a su mesa” es más o menos el lema. Pero Plácido no figura entre ellos; él es empresario, tiene su negocio, su motocarro, y ha sido contratado para llevar a esos desheredados de la fortuna a las casas asignadas, donde por una vez comerán caliente y sobradamente. Sólo que la letra está a punto de vencer, y, si no paga antes, el banco se quedará con su vehículo. Y ahí, en medio de esa campaña de bondades oficiales no logrará conmover a ninguno de los que podrían ayudar y sacarle de su infortunio, entretenidos todos en esa falsa demostración de amor al prójimo.

La película es soberbia y como todas las de Berlanga, el personaje es solo uno más en ese mosaico de seres llenos de vida, de egoísmo y mezquindad, de estupidez e indiferencia que pululan en todas direcciones, hablando todos a la vez sin que nadie escuche a nadie ni se pare a ver al que tiene al lado. Personajes mostrados en su cruda realidad pero tratados sin embargo con ternura.


Esa misma sociedad refleja El verdugo, feroz alegato contra la pena de muerte. Su protagonista trabaja en una funeraria. Su mísero sueldo no le da para vivir por su cuenta y está de pupilo con su hermano y los suyos, que se avergüenzan un poco de su profesión, considerada macabra y poco presentable. Ha conocido por su trabajo a un verdugo y siente por ese hombre y por motivos semejantes el mismo rechazo que su cuñada hacia él; lo malo es que se ha enamorado de la hija del verdugo y la única manera de obtener vivienda para poder casarse es solicitar una vacante en el oficio de su futuro suegro. Hasta ahí el planteamiento. El desarrollo de la historia será otra vez esa fascinante mirada, cruel y tierna que Berlanga lanza sobre unas gentes enrocadas en sus egoísmos, insolidarias e indiferentes al dolor ajeno.
Dos películas cargadas de crítica social y narradas con un sentido del humor que lo impregna todo y nos hace más fácil digerir la acerada denuncia que contienen. En ambos casos, unos guiones llenos de talento, elaborados con la participación del genial Azcona, unas interpretaciones magistrales por parte de todos, que Berlanga era un maestro en la elección del reparto y la dirección de actores y, en fin, un ritmo narrativo y una realización perfecta que hace de ellas dos de los mayores logros de nuestro cine.

Los santos inocentes (Mario Camus, 1984) 

Los santos inocentes es también una grandísima película. En su momento tuvo un éxito sonado y sigue siendo cine que no envejece. Su director, Mario Camus, uno de los grandes de nuestra pantalla, domina la adaptación de obras literarias, cosa que ha hecho a menudo, siempre con fortuna, sin menoscabo de tantas otras de su producción no basadas en la literatura con mayúscula. Aquí se trata de una novela de Miguel Delibes sobre una familia de campesinos, servidores en la finca de un rico hacendado. Paco, Régula, sus tres hijos y su cuñado Azarías, deficiente mental, integran esta familia. La dureza de su vivir cotidiano, sus desgracias, agravadas por la pobreza y la incultura, y la indiferencia de los señores, ciegos a sus necesidades más elementales, tejen en torno a estos desheredados de la fortuna un mundo de desamor que choca con la lealtad de Paco hacia sus amos o la inocencia de Azarías. Una familia de perdedores que, como los santos inocentes, parecen recibir sin merecerlo el castigo del cielo.

Las interpretaciones de los actores, extraordinarias. Rompiendo moldes, Alfredo Landa y Paco Rabal como protagonistas, que recibieron ambos un premio ex aequo. Pero también brillantes, Terele Pávez como Régula, Juan Diego como el señorito, Agustín González como el administrador, Mari Carrillo como la marquesa… en fin todos espléndidos y el resultado, magistral. Fue medalla del Círculo de Escritores Cinematográficos a la mejor película del año.

María Galiana y Carlos Álvarez Novoa en Solas (Benito Zambrano, 2000)

También lo había sido Plácido para 1962 y también lo sería Solas para el 2000. Benito Zambrano, su realizador alcanzó con ella además cinco Goyas, dos, a la dirección y el guión, ambos de su absoluta autoría, y los restantes concedidos a los intérpretes de sus tres personajes centrales: María Galiana, Ana Fernández y Carlos Álvarez-Novoa.

El argumento: la vida de dos mujeres, madre e hija, discurriendo en un ambiente de desdicha e infortunio. La madre, maltratada por un marido tirano, malvado y celoso a quien ella corresponde con paciencia y nobleza; la hija, embarazada de un hombre que no la ama y a quien no ama, malviviendo de un mal trabajo, y refugiada en la bebida sin esperar nada del futuro. La presencia de un vecino, solitario, en el declinar de su vida y ansioso de afecto, es el contrapunto al cotidiano transcurrir de estas dos mujeres. La bondad de la madre, firme a pesar de los pesares, irá infundiendo calor y esperanzas en estos seres abandonados a su suerte.

La película constituye un drama sobrio y duro sobre la soledad y la pobreza, que cautivó en su día por la verdad que la historia consigue transmitir y las emociones que despierta en el espectador; verdad y emoción a las que no son ajenas, claro, los intérpretes, soberbios también, como siempre que una película logra remover nuestros sentimientos más íntimos.

miércoles, 1 de mayo de 2019

Alfred Hitchcock y Billy Wilder


Uno nos hizo pasar mucho miedo, el otro nos hizo reír hasta las lágrimas. Y pensar, también. Imposible aburrirse con ellos; nos atrapan en sus historias. Y si volvemos a su cine, esto sigue funcionando. Es lo que tiene el genio, que permanece en el tiempo.

Alfred Hitchcock                                                                                             Billy Wilder

A pesar de que los avances tecnológicos hayan podido afectar en algún caso a sus puestas en escena, de que la moral social haya cambiado, amortiguando a veces la carga transgresora de sus argumentos, y, en fin, de todo lo que el paso del tiempo pueda incidir en sus obras, éstas siguen frescas desvelando el genio que había detrás, y sus distintas personalidades nos siguen produciendo una inmensa admiración. Por supuesto que no actuaban solos; el cine es un arte global. Pero también supieron rodearse de colaboradores de talento en los guiones, la interpretación, la orquestación musical, la ambientación y en todas las múltiples facetas de las que el cine se sirve y compone.

Uno se especializó en el thriller y nos contó infinidad de historias de crímenes pero estaban también cargadas de intriga, de sorpresa e incluso de humor. El otro se dedicó casi siempre a la comedia, aunque con excepción del western tocara toda clase de historias: el cine negro (Perdición), el bélico, (Cinco tumbas al Cairo), el de juicios (Testigo de cargo) o el drama (El gran carnaval, Días sin huella). Pero fuera cual fuera el género siempre lo abordó desde su estupendo ingenio satírico y burlón, ácido y corrosivo sin la menor concesión a la sensiblería. 

Los dos jugaban con nosotros, cada uno a su manera. Hitchcock a que permaneciéramos en vilo, adelantándonos a lo que le va a pasar al personaje; Billy, manteniéndonos pendientes y atentos a la respuesta rápida, agudísima y sorprendente  (William Holden decía de él que tenía el cerebro lleno de cuchillas afiladas).

Ambos eran de procedencia europea, inglés Hitchcock, austríaco Wilder, y en Europa iniciarían sus carreras, pero los dos dieron lo mejor de sí en Hollywood, y ello en torno a las cuatro décadas que van de los cuarenta a los ochenta. Ciertamente sus mundos son muy distintos, pero en común tienen la fuerza con que nos conquistaron y nos ganaron para siempre.



Hitchcock,(1899-1980), londinense de ascendencia irlandesa y religión católica, estudió con los jesuitas que fomentarían su capacidad organizativa y de análisis, pero también sus miedos. Miedoso desde muy niño según confiesa, con ellos aprendió también a temer los castigos corporales. Desde muy joven se interesó por el cine, desarrollando una brillante carrera en Gran Bretaña, tanto en el mudo como en el sonoro, antes de emigrar a los Estados Unidos en 1939, contratado por el poderoso productor David O. Selznick, cuando ya era un director de prestigio en su país. Y ese miedo que él confesaba sentir sería sin duda el motor que le llevara a tratar de contagiárnoslo.





Billy Wilder,(1906-2002) judío austríaco, se traslada muy joven a Berlín, entonces capital cultural de Europa. Allí le encontraríamos en 1929, ejerciendo ya de guionista, pero la ascensión de Hitler en los primeros años treinta le obligó a cambiar de residencia, dirigiéndose primero a Francia y después a los Estados Unidos, donde enseguida formaría equipo con Charles Brackett para continuar elaborando guiones. Lo hicieron en comandita, y con gran fortuna, para Ernst Lubitsch (La octava mujer de Barba azul, 1938 y Ninotschka, 1939), Michael Leisen (Medianoche, 1939 y Si no amaneciera, 1941) y Howard Hawks, (Bola de fuego, 1941) y seguirían haciéndolo juntos algunos años más.

Sin duda, con frecuencia asociamos las figuras de Wilder y Hitchcock a alguno de sus colaboradores, por las numerosas veces en que los vemos trabajando con los mismos.

Alfred Hitchcock y Bernard Herrmann
Con Hitchcock colaboró en infinidad de ocasiones Bernard Herrmann, convirtiéndose en el inseparable autor de la banda sonora de muchos de sus grandes éxitos (La soga, Vértigo, El hombre que sabía demasiado, Psicosis, Pero quien mató a Harry, Falso culpable, Con la muerte en los talones, Los pájaros, Marnie la ladrona, Cortina rasgada), así como un buen número de episodios de su serie para TV Alfred Hitchkcock presenta.

James Steward y Kim Novack
En cuanto a sus intérpretes, James Stewart, (La soga, La ventana indiscreta, El hombre que sabía demasiado, Vértigo) y Cary Grant (Sospecha, Encadenados, Atrapa a un ladrón, Con la muerte en los talones),  parecen ser sus actores favoritos, a juzgar por lo mucho que repiten en su cine.

Garce Kelly y Alfred Hitchcock
Y con respecto a las actrices, sentía, dicen, una absoluta predilección por las rubias, y en especial por Grace Kelly con quien realizaría tres películas seguidas (Crimen Perfecto, La ventana indiscreta, Atrapa a un ladrón) y sólo dejaría de trabajar con ella al abandonar ésta el cine para convertirse en princesa de Mónaco. E incluso después trataría, sin éxito, de convencerla para que actuara de nuevo en otra de sus películas, Marnie la ladrona, y parece que estuvo casi a punto de conseguirlo que, según Truffaut, ella llegó a aceptar la proposición, pero el mísmísimo De Gaulle obstaculizó el proyecto y éste finalmente no cuajó.

En lo que se refiere a Billy Wilder, ya hemos señalado cómo desde sus inicios en Hollywood forma pareja con Charles Brackett para la realización de los guiones. Y cuando en 1942 debuta como director, seguiría componiéndolos con este colaborador con quien tantos éxitos llevaba cosechados. De la mano de ambos saldrían todavía joyas como Días sin huella y El crepúsculo de los dioses. De hecho, Billy Wilder nunca hizo él solo sus guiones, y, rota su relación con Brackett, a continuación los haría con Raymond Chandler (Perdición), en una experiencia muy exitosa, pero poco grata para ambos, y con algún otro después. Sin embargo, pronto encontraría un nuevo socio, esta vez inseparable, en A. L. Diamond. Juntos hicieron el guión para Arianne, donde descubren que sus hábitos de trabajo son muy compatibles; luego vendrían Con faldas y a loco, El apartamento, Un dos tres, Irma la dulce, Bésame tonto, En bandeja de plata, La vida privada de Sherlock Holmes, ¿Qué ocurrió entre mi padre y tu madre?, Primera plana, y Fedora.
    Charles Brackett y Billy Wilder                                                                 Billy Wilder y A.L Diamond 

Entre sus intérpretes también repiten en su cine en diferentes ocasiones William Holden (El crepúsculo de los dioses, Sabrina, Fedora),  Walter Mattau (Primera plana, En bandeja de plata, Aquí un amigo), Shirley Mclane (Irma la dulce, El apartamento), Marilyn Monroe (La tentación vive arriba, Con faldas y a lo loco) y por encima de todos, Jack Lemmon que lo haría al menos en siete de sus películas, algunas de las cuales se encuentran entre las mejores que llegó a realizar. (Con faldas y a lo loco, El apartamento, Irma la dulce, Qué ocurrió entre tu padre y mi madre?, En bandeja de plata, Primera plana y Aquí un amigo).

Tony Curtis, Marilyn Monroe y Jack Lemmon en Con faldas y a lo loco (Some like it hot, Billy Wilder, 1963)

De Marilyn, con fama de conflictiva en los rodajes, circulaban infinidad de  anécdotas, una a nuestro juicio particularmente divertida: parece que Wilder, a menudo quejoso de su impuntualidad y sus olvidos del texto, ante la pregunta de la prensa de por qué entonces insistía en trabajar con ella, siempre respondía que una vez terminada la película, todo había merecido la pena. Y además que, si quería a alguien que llegara siempre puntual y se supiera el dialogo de memoria, tenía una tía en Viena que estaría lista a las cinco de la mañana y nunca se saltaría una coma, pero ¿quién querría verla a ella?...

Jack Lemmon y Billy Wilder
Así que en la elección de colaboradores no siempre funcionaría el buen entendimiento, que, por supuesto, lo primordial era el resultado final. Aún con todo ambas cosas no estaban necesariamente reñidas como lo prueba lo mucho que trabajó con Jack Lemmon, a quien parece que le unía además una verdadera y larga relación de amistad.

Alfred Hitchcock y Billy Wilder, dos inmortales de la historia del cine: únicos, irrepetibles, irremplazables, inolvidables. A quienes generaciones y generaciones de espectadores sin duda les debemos mucho. Y aunque han pasado ya varias décadas desde que dejaron de contarnos historias, algunas de sus películas, muchas de ellas, revisitadas de nuevo en ciclos de recuperación del cine clásico, en TV, o repescadas en la red formarán para siempre parte de nuestro imaginario colectivo y sentimental.