sábado, 19 de diciembre de 2020

El drama romántico: Breve encuentro y La edad de la inocencia

El enamoramiento, los obstáculos al desarrollo de ese sentimiento único, la intensidad de las emociones que suscita y que las dificultades agudizan. Los finales desgraciados por la incomprensión de la sociedad, por el azar, por el destino, la enfermedad o la muerte. El sufrimiento contenido que su frustración provoca. La interiorización del dolor, las emociones escondidas… todo esto nos lo ha contado muchas veces el cine, a veces con tal arte que consigue conmovernos profundamente.

Celia Johnson y Trevor Howard en Breve encuentro (Brief Encounter, 1945)

Y todos ellos son elementos que conforman el cine romántico. No es que necesariamente las historias románticas tengan que tener un final infeliz, pero parecen ganar emoción con tristes desenlaces. Y de hecho casi todas las que nos vienen a la mente participan de alguna manera de un componente de desdicha: Carta a una desconocida (Letter from an Unknown Woman, Max Ophuls 1948), Senso, (Visconti, 1954), Los amantes de Montparnasse (Les Amants de Montparnasse, Jacques Becker, 1958)La hija de Ryan (Ryan´s Daugther, David Lean, 1970), Diario íntimo de Adele H. (L’Histoire de Adele H., Truffaut, 1975), El amor de Swann (Un amour de Swann, Schlöndorff, 1980), Los puentes de Madison (The Bridges of Madison County, Clint Eastwood, 1995)… todas ellas son crónicas de una frustración, de un amor a vivir en secreto o al que renunciar porque algo más fuerte que uno mismo impide su realización. La culpa, la mentira, o simplemente que la vida arrastra al individuo por senderos indeseados son factores que pueden salpicar a estas historias.

Con frecuencia nos muestran al personaje enamorado a solas con sus sentimientos aunque la vida bulla a su alrededor, aislado de todo lo que le acompaña y que él percibe sólo como ruido. A menudo nos hace partícipes de sus emociones con monólogos silenciosos, donde una voz en off nos desvela lo que a nadie confiesa el personaje, su sentir más recóndito, su lucha interior…

Eso hacen por ejemplo, cada una a su manera, Breve encuentro (Brief encounter, 1945) y La edad de la inocencia (The Age of Innocence, 1993).

Breve encuentro es película inglesa de la postguerra. Su director, David Lean, se sitúa en la cúspide de la filmografía británica y cuenta en su haber con numerosas realizaciones excelentes (Lawrence de Arabia, Doctor Zhivago, Locuras de verano...). Ésta es una de ellas, una de las primeras que llevó a cabo.


Una historia delicada y conmovedora, ambientada en un entorno provinciano y floreciendo en momentos en que las convenciones sociales pesan considerablemente sobre el individuo. Una ciudad entre tantas de Gran Bretaña cuando la segunda guerra mundial acaba de terminar. Dos personas cualesquiera de la clase media, con sus vidas rutinarias y tranquilas, que se encuentran y contra todo pronóstico se enamoran. Ambas están casadas y quieren a sus parejas, así que su discurrir cotidiano se ve de golpe seriamente amenazado por este sentimiento que se va apoderando de ellas. Adaptación de una obra de Noel Coward, acertadamente mecida por el concierto nº 2 de Rachmaninoff y contada con la elegancia y contención que David Lean dominaba, Breve encuentro es una pequeña joya del cine intimista.

Un romance prohibido, la culpa por esa doble vida, la añoranza de lo que podría haber sido y ni es ni será… todo esto que el personaje femenino desgrana en pensamientos sólo ante los espectadores y que el mundo externo que rodea a los amantes, sutilmente recreado en sus más ínfimos detalles, parece esconder o al menos ignorar, subraya el drama que se desarrolla calladamente ante nuestros ojos.

La película tuvo dos remakes, uno en 1974 por Alan Bridges, con Sofia Loren y Richard Burton, y otro 1984 por Ulu Grosbard, con Robert de Niro y Meryl Streep encarnando a la pareja. Y fue también realizada como ópera en 2009 por André Previn para la Houston Grand Opera. Pero es esta primera versión de David Lean la que llega más profundamente al corazón.

La edad de la inocencia (The Age of Innocence, Scorsese, 1993)

Por su parte La edad de la inocencia es una adaptación que Martin Scorsese lleva a cabo de la novela homónima publicada por Edith Wharton en 1920. La realizó en 1993, cuando son ya mundialmente conocidas muchas de sus películas, ninguna de las cuales hace presagiar un título semejante. Recordemos algunas: Malas calles;  Taxi Driver; New York, New York; El color del dinero; Uno de los nuestros... Dramas, comedias, musicales, thrillers… de todo, sí, o casi, pero ¿cine romántico?... ¿Y además de época?, ¿Con personajes de morales victorianas?... Fue muy sorprendente e inesperado. Y el resultado, magnífico. Con Daniel Day Louis, Michelle Pfeiffer y Winona Ryder encarnando con sabiduría y  contención a los protagonistas de la historia.

Scorsese abandona aquí los barrios bajos neoyorkinos para moverse entre las clases adineradas de la ciudad y contarnos cómo la ordenada vida de uno de sus empingorotados miembros, Newland Archer, se ve peligrar al enamorarse profundamente de una recién llegada.

Escena de La edad de la inocencia

Y echando mano, como hiciera David Lean en Breve encuentro, de la voz en off, nos va desvelando el profundo sentimiento de amor inconfesable que se va apoderando de este sujeto, mientras la vida social de su grupo de privilegiados continúa, aparentemente sorda y ciega, tejiendo los hilos necesarios para que todo siga inmutable.

Porque en esa sociedad hermética y superprotegida ha reaparecido uno de sus antiguos miembros, una joven que en su día casara con un aristócrata europeo partiendo lejos para vivir en otras latitudes y que ahora, sola, separada del marido, vuelve con voluntad de reintegrarse en su antiguo medio como si nada hubiera cambiado. Pero sí, han cambiado muchos condicionantes, ella ya no es la misma, trae otras costumbres y un estado civil oscuro y confuso que levanta recelos y escandaliza. Newland Archer, como un caballero de leyenda, asumirá su defensa frente a las malas lenguas, en parte por pura cortesía y también por tratarse de la prima de su prometida. Pero desde el primer momento siente una fuerte fascinación por el personaje y enseguida ambos se enamoran sin remedio, secretamente, hondamente. Y viven este sentimiento como algo prohibido, conscientes ambos de que no contarían con la anuencia de los suyos.

La película nos muestra el escenario fastuoso de su cotidianidad hermosamente vacía, el peso de las convenciones sociales tanto sobre ellos mismos como sobre los demás individuos que integran su círculo de elegidos. Ese mundo pequeño, mezquino y estéril en que se asfixian, pero que es también todo su mundo, el aire que respiran y del que no pueden ni quieren prescindir.

Personajes educados para controlar sus sentimientos y realizar lo que la sociedad espera de ellos aunque sea renunciando a lo que más desean, incapaces por completo de enfrentarse a su entorno, porque sin él se saben solos, en una soledad radical que intuyen aún más insufrible que el desesperado dolor de la renuncia. Repitiendo en su mundo de privilegios unas conductas rancias de las que aunque algunos sean conscientes ninguno sabe librarse; tal vez se burlen de ellas superficialmente, pero están tan interiorizadas que imperan en sus actos y les tiranizan. Y eso es lo que determina fatalmente sus conductas y les aboca a secretos sufrimientos.

Y si los afectados resisten, la sociedad premiará su sacrificio con todas las dosis de disimulo que el personaje necesite para ignorar su pecadillo, porque lo verdaderamente importante es seguir adelante sin alterar las normas por las que el grupo se gobierna.

martes, 1 de diciembre de 2020

Malas de película

La misoginia ha proporcionado a la literatura y al cine unos estupendos tipos de mujer malvada, casi siempre coprotagonista del relato, que ejerce irresistible fascinación sobre sus víctimas y sobre todos los lectores o espectadores. 

                                                              Cruella de Vil en 101 dálmatas

Pérfidas que no se detienen ante nada, capaces de las mayores tropelías. Y sus dianas en general son individuos nobles y atractivos, valientes y habilidosos que caen en sus garras sin poder evitarlo y acaban convertidos en juguetes rotos o peor si finalmente no logran sustraerse a su influjoO sea, unas verdaderas brujas, como Cruella de Vil, como Maléfica.

Pero estas chicas resultan más carnales, desprenden vida, deseos, ambición y una fuerte determinación para lograr sus objetivos. Cierto que este perfil resulta hoy algo desfasado así que para disfrutar de su atractivo conviene remontarse a tiempos pasados.

Buscando sus orígenes encontramos ya su imagen hecha mito en la novela de Pierre Loüys La mujer y el pelele (La femme et le patin), publicada en 1898. Y en cine en El ángel azul (Der blaue Engel, 1930), película de Josef Von Sternberg, sobre la novela de Heinrich Mann El profesor Unrat, (1905) con prototipos semejantes a la anterior. Marlene Dietrich interpretando allí a la seductora Lola Lola, inició con este personaje todo un rosario de vampiresas encarnadas tanto por ella misma como por la Garbo y otras bellezas del momento, que se paseaban por la pantalla dejando cierto perfume de peligro, aviso para valientes en todo tipo de aventuras.

Pero quizá es en el cine de los años cuarenta y cincuenta, producto de una sociedad donde la superioridad del hombre frente a la mujer era moneda corriente y no discutida, en el que encontramos más ejemplos y mejor acabados de este espécimen transgresor que desmiente el ideal de mujer de la sociedad del momento, seres adorables que había que respetar, proteger y venerar: la madre, la novia, la hermana, la amiga… entes casi angelicales y consecuentemente nunca o casi nunca percibidos como si se tratara de un igual. Claro que en ese jardín de bella perfección a veces se colaba la mala hierba, esa con la que el cine componía perfiles tan jugosos de mujeres nada dóciles.

Recordemos a algunas malas de película: por cierto, a menudo determinantes en la historia, casi siempre bellísimas y siempre dispuestas a manipular a los hombres a su antojo

No hay que olvidar que también las había en papeles secundarios, no especialmente guapas y que destilaban veneno contra la chica buena como la Emma de Mercedes McCambridge en Johnny Guitar (Nicholas Ray, 1953) o la terrorífica ama de llaves de Rebecca (Hitchcock, 1949), que adquirían verdadero resalte en la trama, con frecuencia empalideciendo a la actriz principal. O alguna hipocritona ambiciosa que escondía sus verdaderas intenciones bajo aparente devoción hacia su rival, como la creada por Anne Baxter en Eva al desnudo (All About Eve, Mankiewicz, 1950). Y a veces también, pero pocas, la mala de película era una madre feroz que ejercía su influjo devastador sobre el hijo, un desalmado grotescamente sometido a su dominio (Al rojo vivo, White Heat, Raoul Walsh 1949).

Pero en general ellas eran jóvenes, guapas y protagonistas, como Gene Tierney en Que el cielo la juzgue, (Leave Her to Heaven, John M. Sthal, 1945), Linda Darnell en Ángel o diablo (Fallen Angel, Preminger, 1945), Gloria Grahame en Deseos Humanos (Human Desire, Fritz Lang, 1954) o Jean Simmons en Cara de ángel (Angel Face, Otto Preminger, 1952). Y ellos, pobres tipos enredados en sus intrigas.

Escenas de Forajidos, Niágara, La dama de Shanghai, Que el cielo la juzgue, Retorno al pasadoCara de ángel, El cartero siempre llama dos veces, Desvío

El cine negro es el que más y mejor ha trabajado ese perfil femenino tirando de obras que ya rezumaban misoginia, como las novelas de James McCain, donde la mujer era siempre un mal bicho, tal como sucedía en El cartero siempre llama dos veces, versionada sucesivamente por Visconti (1943), Tay Gardner (1946) y Bob Rafelson (1981). O en Pacto de sangre, adaptada por Billy Wilder bajo el título Double indemnity, (Perdición) en 1944. Otras películas excepcionales como La carta (The Letter, William Wyler, 1940),  Perversidad (Scarlet Street, Fritz Lang, 1945) o  El extraño amor de Marta Ivers (The Strange Love of Martha Ivers, Milestone, 1946)  parten también de relatos que nos ofrecen igualmente una variada gama de mujeres sin escrúpulos, falsas y manipuladoras.

Escenas de La jungla del asfalto, El extraño amor de Marta Evers, Los sobornados

Y luego están aquellas chicas del gánster, algunas sólo muñecas bonitas como la Jean Harlow de El enemigo público (The public Enemy, William Wellmann, 1931) o la Marilyn de La jungla del asfalto (The Asphalt Jungle, Huston, 1950); otras más complejas como la Ava Gardner de Forajidos, (The Killers, Robert Siodmak, 1946) y otras que resultan ser tan malvadas o más que sus parejas, como la que encarna Peggy Cummins en El demonio de las armas, (Deadly Is the Female, Lewis, 1950) o  la Bonnie de Faye Dunaway en Bonnie and Clyde (Arthur Penn, 1967)… todas tentadoras y muy capaces de poner al protagonista, si no lo está ya, al borde del abismo y del crimen.

Escenas de Perversidad y El demonio de las armas

No es que ellos fueran unos angelitos, que algunos han personificado la maldad y la violencia con un talento fuera de serie que nos hacía estremecer: inolvidable aquel malo con el que Richard Widmarck nos helaba la sangre en El beso de la muerte (Kiss of death, Henry Hathaway, 1947), empujando escaleras abajo la silla de ruedas de la anciana paralítica y sonriendo luego satisfecho de su hazaña. O el sádico que componía Lee Marvin en Los sobornados (The Big Heat, Fritz Lang, 1953), quemando con café hirviendo la cara de su chica, una espléndida Gloria Grahame en sus mejores momentos. Y también impactaban al máximo aquellos tipos crueles y rabiosos que James Cagney encarnaba con desbordante energía en El enemigo público (The Public Enemy, William Welmann, 1931), Los violentos años veinte (The Roaring Twenties, Raoul Walsh, 1939) o  la ya mencionada Al rojo vivo, (White Heat, Raoul Walsh, 1949, pero en fin, con eso se contaba, porque el hombre no tenía adjudicada la dulzura y la bondad como características propias, así que siempre resultaba más escandaloso y censurable ser mala que malo.

Estupendas femmes fatales viven en tantas películas magníficas, seres como la que nos ofrece Ann Savage en Desvío (Detour, Ullmer, 1945), hosca y mal encarada; la que recrea Jane Greer en Retorno al pasado (Out of the Past, Tourneur, 1947), las que encarnan Rita Hayworth en La dama de Shanghai, (The Lady from Shanghai, Orson Welles, 1947), o Marilyn Monroe en Niagara (Henry Hathaway, 1953), ambiciosas y crueles todas. Son personajes que se abandonarían en un rincón durante décadas para volver después, aggiornadas y con cuentagotas, pero con el mismo marchamo de chicas peligrosas, como las que compondrían Faye Dunaway en Chinatown (Polanski, 1974),  Kathleen Turner en Fuego en el cuerpo (Body Heat, Kasdan, 1981), Linda Fiorentino en La última seducción (Dahl, 1994) o Kim Bassinger en L.A. Confidential (Curtis Hanson, 1997) para que volviéramos a gozar de esas malas estupendas, mujeres misteriosas y perversas, hipócritas y calculadoras, frías y traidoras, que tanto color y emoción le daban a aquellas historias, dominando la narración en un género pensado para el lucimiento de los varones. Y allí se colaban ellas dando la vuelta al relato y recordando a los hombres que la chica no siempre es mansa y amoldable a sus deseos, un dulce ser pasivo puesto ahí para querer y cuidar con devoción de su dueño, como marcaba el ideal de mujer al uso; hay que estar alerta, porque puede que esconda otras intenciones.

domingo, 15 de noviembre de 2020

Documentales


Nos ha contado y nos cuenta tantas historias que estamos muy habituados a relacionar el cine con la ficción, pero en muchas ocasiones éste retrata la realidad directamente; lo llamamos entonces cine documental. 

                                                                                    Nanouk el esquimal (Flaherty, 1922)

Una cinta pionera en este género sería Nanuk el esquimal que Robert Flaherty realizara en fecha tan temprana como 1922. Enseguida nos vienen a la memoria también otras dos espléndidas obras tempranas, la primera de denuncia de una realidad social que subleva,  Las Hurdes, tierra sin pan, que Buñuel realiza en 1933 poniendo de manifiesto las duras condiciones de supervivencia de los campesinos en una región montañosa de Extremadura abandonada entonces de la mano de Dios; la segunda de propaganda del régimen nazi, El triunfo de la voluntad, que Leni Riefenstahl rodara con ocasión del congreso del partido nacionalsocialista celebrado en Nuremberg en 1934.

Desde sus inicios ha sido la televisión el ámbito habitual de exhibición del cine documental. Allí hemos venido encontrando obras de este género en abundancia tanto cuantitativa como temática, porque en principio este tipo de trabajos circulaba en entornos ajenos a las salas de exhibición del cine comercial. Documentales de toda clase: de divulgación científica, viajes, cocina, naturaleza, (inolvidables los de Cousteau y sus mundos submarinos), asuntos históricos y artísticos (pintura, danza, conciertos, ópera, cine), personajes famosos y sus trayectorias vitales (interesantísimo hoy entre nosotros, Imprescindibles), en fin los más variados temas.

Y éste, el medio televisivo sigue siendo su reino, pero hoy en día es frecuente verlos también programados en las salas comerciales. Desde luego los relativos a los genios de la pintura que junto con las óperas filmadas se han integrado con éxito en las carteleras, pero también otros muchos que abordan asuntos de todo tipo y condición. Por ejemplo, el propio cine; ahí están El cine italiano según Scorsese (Il mio viaggio in Italia, Scorsese, 2013) o Hitchcock y Truffaut (Jones, 2015), por citar un par de títulos brillantes no demasiado antiguos.

Y si pensamos en realizaciones españolas en particular, asoman al recuerdo un par de documentales que alcanzaron gran éxito en su día, ambos concebidos desde el principio para su exhibición en cine: El desencanto, dirigido por Jaime Chávarri en 1976, y El sol del membrillo, realizado por Víctor Erice en 1992.

El desencanto llegó tras la muerte del dictador, muy al principio, cuando todavía era prematuro estar desencantado con el cambio, y, sin embargo, su título acabo sirviendo de etiqueta para lo que algunos ya experimentaban en el terreno político. Claro que el tema discurre por otros derroteros.

La obra fue un encargo que Jaime Chávarri rodó y montó sin un plan preconcebido. Conocida como la película de los Panero, el propio director reconoce que ellos fueron determinantes en su realización ya que existía una cláusula moral previa por la que si los hermanos no estaban satisfechos del resultado, la película no se exhibiría. Y además tanto ellos como su madre demostraron tener una fuerte presencia ante las cámaras y suficiente dominio de la voz. Por su parte Querejeta, el productor, fue ganando terreno con la censura y al final la cinta sufrió muy pocos cortes.

El asunto que aborda El desencanto es el análisis desmenuzado que una determinada familia hace de sus propias vivencias. Se trata de la familia del ya tiempo atrás fallecido Leopoldo Panero, prestigioso poeta asociado a las posturas del régimen anterior por su condición de falangista. La cámara trata de reflejar cómo ellos, mujer e hijos, críticos y doloridos, experimentaron lo que fue su vida familiar y la determinante influencia que la figura paterna ejerció en el desarrollo de su devenir. Interesante y novedosa, la película tuvo gran éxito en su momento. Y en la medida en que se trataba del entorno íntimo de alguien a quien podía considerarse parte integrante de la élite entre los vencedores de la guerra civil, resultaba de alguna manera un ejercicio de voyerismo sobre el poder que fue; de alguna manera, un irónico ajuste de cuentas con el franquismo recién superado en la cabeza de una de sus personalidades reconocidas y oficialmente respetadas; algo así como una denuncia formulada a través del contraste entre la apariencia solemne y ejemplar del personaje en su vida pública y el resultado desastroso de su entorno más íntimo, los suyos, aplastados por el peso de su arbitrario poder.



Y lo que para la familia pudo significar tal vez una especie de confesión colectiva o psicoanálisis de grupo, quizá hasta concebido como catarsis, para los espectadores españoles podía representar una parábola sobre la hipocresía y el autoritarismo del régimen recién fenecido, la confirmación de su rechazo colectivo y su inapelable condena.

Como quiera que fuese, el término desencanto hizo fortuna y desbordó las previsiones, porque acabó resumiendo lo que muchos sentían ante un cambio político vivido con grandes expectativas que enseguida parecían imposibles de ser cumplidas. Y ya era la sociedad, o al menos una parte de ella, la que estaba precozmente desencantada con la orientación que el cambio político parecía tomar.

El siguiente documental, El sol del membrillo, constituye un diálogo entre dos artes: pintura y cine. Antonio López y Víctor Erice puestos de acuerdo para filmar en el jardín del estudio del pintor, donde crece un membrillero, cómo el primero pretende captar la luz del otoño sobre el árbol en plena maduración de sus frutos. Víctor, sin posible guion, sigue con la cámara el trabajo de Antonio, obteniendo un resultado ampliamente premiado en el festival de Cannes, donde su obra, tras su exhibición más que exitosa, fue declarada película del año.


El sol del membrillo es pues sencillamente una reflexión sobre el proceso creativo, una reflexión, eso sí, honesta y profunda. Nos muestra a un pintor enfrentado a la realización de su obra, desde los preparativos cotidianos más aparentemente irrelevantes a su manera de pensarse la composición, de estudiar la luz, de abordar en suma los diferentes problemas técnicos que se derivan de su trabajo. E incluso indagar en sus emociones, las que lo llevan a elegir ese objeto de estudio y no otro. Y nos muestra al artista en su sencillez, ajeno a los tópicos que en torno a estas figuras se suelen tejer, sumido en el lento y laborioso proceso de la creación, abordando las dificultades que van surgiendo y aceptando incluso el fracaso cuando éste se revela insuperable. Y asumiendo con humildad la renuncia.




Sorprendió en su momento el éxito que este documental tuvo exhibido en cine comercial. E incluso sorprendió su elección por parte de un director enormemente admirado entre nosotros y cuyas dos películas anteriores (El espíritu de la colmena y El sur), puro cine narrativo, nos contaba historias con sólidos argumentos, pero el caso es que gustó y nadie pensó que no fueran las salas comerciales lugar adecuado para su exhibición.

Hoy el cine documental cada vez se codea más con el que cuenta historias, porque ha ido ganando mucho público, un público que no se agota en las ficciones, sino que mantiene abierta su curiosidad intelectual a multitud de ámbitos del conocimiento que pueden ser vividos como algo tan divertido e interesante como las películas que cuentan historias inventadas o noveladas. Seguramente irán saltando cada vez con más frecuencia a la gran pantalla, en movimiento simultáneo al que el cine de ficción comienza a efectuar en la dirección opuesta.        


sábado, 31 de octubre de 2020

Aventuras del Medievo


Con el cine de Spilberg, incluso con tan sólo su serie de Indiana Jones, bastaría para llenar páginas y páginas sobre las películas de aventuras. Y viniendo más cerca con el señor de los anillos o Star Wars. Más aún remontándonos a los clásicos, si hablamos de Tarzán y todo el rosario de películas que siguió a la primera. Tarzanes y Robinsones, que también los individuos obligados por el azar a sobrevivir a solas o casi con la naturaleza han dado pie a historias jugosas, como es el caso por ejemplo de Los robinsones de los mares del sur (Annakin 1960).

                                                     Errol Flynn como Robin Hood (Curtiz, 1939)

También están los caballeros medievales, nobles luchando por su dama y por su rey, y otros algo menos cortesanos y refinados como Robin Hood, personaje que ha generado una buena serie de títulos, desde los tiempos del mudo hasta la más rabiosa actualidad. Y qué decir de las novelas de capa y espada; éstas han sido el punto de partida para recrear en cine personajes y aventuras tan extraordinarias como las vividas por El prisionero de Zenda (Thorpe, 1952), Scaramouche (Sidney, 1952), La pimpinela Escarlata (Young, 1934), Los tres mosqueteros (Sidney, 1948)… hábiles espadachines todos ellos listos siempre a solventar sus problemas empuñando el acero.

Pero vamos a poner el foco en dos personajes del Medievo, Robin Hood e Ivanhoe. Ambos giran en torno a una misma historia, la usurpación del trono de Inglaterra por Juan Sin Tierra aprovechando la marcha a las cruzadas de su hermano, el primogénto, Ricardo Corazón de León. Los dos lucharán por devolver la corona a su legítimo dueño, cada uno desde su particular estatus.

Robin Hood es un forajido que tal vez habitaba los bosques de Sherwood, viviendo fuera de la ley y protegiendo a pobres y oprimidos; Personaje legendario cuya vida, de haber existido, se perdería en la noche de los tiempos. Cualquier momento de la larga Edad Media es bueno para ubicarle. La literatura y el cine lo recrean a su antojo. Baladas y canciones lo rescataron del olvido; después, la novela, el teatro, la ópera y el cine fueron agrandando su figura. En el cine aterrizó enseguida, en un cortometraje de 1908 y detrás vendrían otras cinco versiones en cine mudo y varias decenas de adaptaciones en el sonoro, la más reciente la de Joby Harold de 2018. Muchas estupendas pero una inolvidable, la de Michael Curtiz de 1938, The adventure of Robin Hood, titulada en España Robin de los bosques.

La película de Curtiz parte de un guion inteligente y bien escrito, cuenta con unos primeros actores excelentes, comenzando por Errol Flynn ajustadísimo a su personaje y siguiendo por Olivia de Havilland que le da la réplica más apropiada componiendo una Marianne perfecta. El ritmo ligero y rápido de la acción, con su punto de humor, la música, extraordinaria, y ese colorido maravilloso del technicolor… todo resulta perfecto en esta película, optimista y divertida, bastante inesperada en una productora hasta entonces más afín al cine negro que al de aventuras.


Ésta en particular supuso un hito en la historia del cine que desbancó en el recuerdo a la todavía hasta entonces más valorada, la muda Robin Hood realizada en 1922 por Allan Dwan y protagonizada con gran acierto por Douglas Fairbanks. Aunque a la de Dwan siempre le quedaría el mérito de haber vestido definitivamente la figura para la historia con sus mallas, caperuza y jubón corto, fue la interpretación de Errol Flynn la que reavivó el interés por el personaje, de manera que tras él vendrían otros muchos Robines o perfiles semejantes. Un buen ejemplo de esto sería la excelente El Halcón y la flecha (The Flame and the Arrow) con la que Tourneur, con otra pareja brillante, Burt Lancaster y Virginia Mayo, encabezando el reparto, recrearía en los cincuenta el mito del bandido generoso, trasladando sus hazañas a la Lombardía y dibujando otra especie de Robin Hood a la altura de la mítica creación de película de Curtiz.


                                                       Robert Taylor como Ivanhoe (Thorpe, 1952)

Y de caballeros andantes el cine nos ha dejado historias tan sabrosas como las de El príncipe valiente, (Prince Valiant, Hattaway, 1950), joven vikingo enviado por su padre a la corte del rey Arturo para ser armado caballero; las del propio Arturo y sus seguidores, Los caballeros del rey Arturo (Knights of the Round Table,Thorpe, 1953); o tramas en torno a la leyenda de su espada Excalibur (Boorman, 1981); o de indómitos escoceses bajomedievales como William Wallace (Bravehearth,1991); o Quentin Durward, (The adventures of Quentin Durward, 1955).

Pero va a ser la historia de lvanhoe tal como la contó Thorpe en 1952 la película en que poner ahora la atención, película que ejerce cierta fascinación, no sólo por tratarse de una trama interesante y divertida, sino además porque imprimió carácter y marcó infinidad de directrices en relatos de su género. El argumento, de emocionantes intrigas reales, justas en los castillos y románticos cortejos a bellas damas, está fielmente basado en la novela del mismo título de Walter Scott, Ivanhoe, prototipo de heroico noble sajón, ejemplo de fidelidad a su señor, que forma con Los caballeros del rey Arturo (1953) y Las aventuras de Quentin Durvard (1955) una a modo de trilogía, en la medida en que todas ellas comparten director y ambientación, que hasta se aprovecharon los escenarios de Ivanhoe para las dos siguientes.

Thorpe era un especialista en el género; contaba ya en su haber con historias sobre Tarzán, Huckleberry Finn y otras vidas aventureras, cuando aborda estas historias al tiempo que realizaba además otros títulos de personajes audaces como El prisionero de Zenda (1953) o Todos los Hermanos eran valientes (1953).

En Ivanhoe reunió un buen elenco de brillantes actores del momento, como Robert Taylor, que en adelante repetiría con frecuencia en el cine de Thorpe; Liz Taylor, quien, aunque descontenta con su papel, debió a esta película elevarse a la categoría de mito, no siendo a ello ajeno el contraste de su bellísima imagen con la apariencia apagada de Joan Fontaine, su rival en la trama. Y, sin duda, George Sanders quien ofrece aquí uno de sus espléndidos malos malísimos.

La hermosura de los paisajes, el acierto en ambientación y vestuario, y por supuesto, la música de Micklos Roszla, envuelven adecuadamente esta película bien contada, bien interpretada y de bellos diálogos, en la que la productora no escatimó recursos.

Aunque obtuvo tres candidaturas a los Oscar, no logró hacerse con ningún premio, pero gustó mucho y acabaría creando estilo. De hecho, sus secuencias del torneo, el ataque al castillo o el duelo final entre Ivanhoe y su enemigo De Bois-Guilbert, están tan bien resueltos que marcarían con su sello a las futuras producciones de aventuras.

jueves, 15 de octubre de 2020

La reina de África

 El cine de aventuras nos ha dado estampas de héroes, que, valientes y decididos, salen airosos de las más peligrosas peripecias. Seres nimbados con un aura de leyenda, que hunden sus raíces en sagas mitológicas y que, defensores del bien cual caballeros andantes, arrostran todo tipo de peligros a lo largo del ancho mundo, por mares y por tierras, en selvas o en desiertos, e incluso en los espacios sideralesPersonajes que vivieron infinidad de hazañas excitantes y sabrosas con las que nuestra imaginación echa a volar. Ahora se trata de evocar una en particular, una aventura fluvial que logró hacerse un sitio en la historia del cine, la que nos cuenta John Huston en La reina de África.


Katharine Herpburn y Humphrey Bogart en La reina de África (Huston, 1950)

John Huston (1906-1987) era ya muy famoso cuando la rodó en 1950; contaba en su haber con al menos una decena de títulos, algunos tan célebres y exitosos como El halcón maltés (1940), Cayo Largo (1948), El tesoro de sierra madre (1948) o La jungla del asfalto (1950). Y después de esta aventura africana nos daría varias decenas más, algunas francamente interesantes (Moulin Rouge, 1952; Moby Dyck, 1958; Los que no perdonan -The unforgiven-, 1960; La carta del Kremlim, 1970…) hasta cerrar su carrera con esa obra de arte que fue Dublineses en 1987. 

Por aquellas fechas, John Huston, harto del ambiente de Hollywood enrarecido con las persecuciones del senador McCarthy, y con muchas ganas de vivir una aventura, pensó en trabajar lo más lejos posible de esa atmósfera y tomó la decisión de hacerlo en África con la película que se traía entre manos. Cierto que la historia sucedía allí, pero por aquellos años no era usual rodar en localizaciones reales, así que las malas lenguas decían que el verdadero motivo era que Huston, aventurero empedernido, lo que quería era cazar un elefante. Y algo de eso habría cuando cambió las localizaciones al entonces Congo Belga (hoy Zaire), porque en Kenia, primer emplazamiento elegido, estaba prácticamente prohibida esa caza.

El caso es que una vez convencidos los protagonistas, enseguida lo llevó a cabo, de manera que los retrasos y problemas surgidos en el desarrollo del proyecto no estarían originados por rígidos burócratas de oficinas de producción, sino por lo peligroso del entorno donde las enfermedades propias del lugar estaban a la orden del día. Y de hecho, el equipo de trabajo (unas cuarenta personas) definiría a posteriori la experiencia vivida como un infierno tropical, en que campaban a su aire cocodrilos, hormigas, escorpiones, mosquitos… Hay que recordar que varios de ellos enfermaron de disentería o de malaria, como Katharine Hepburn, a quien Lauren Bacall, que acompañaba a su marido en el rodaje, cuidó solícita en lo que sería el inicio de una larga amistad. Huston y Bogart, que no probaban el agua, quizá vacunados por el mucho alcohol que ingerían, salieron ilesos.

En fin, el rodaje fue tan accidentado y penoso que Peter Viertel, el último de sus guionistas, acabaría escribiendo una novela para contar como lo vivió, Cazador blanco, corazón negro, (White Hunter Black Heart) a partir de la cual Clint Eastwood rodó en 1990 una interesante aunque nada exitosa película con el mismo título.

Y a pesar de constituir un trabajo tan accidentado y penoso, La reina de África resultó un film brillante: una historia entrañable, fotografiada en el mejor technicolor y por lo tanto bellísima visualmente, e interpretada con tal grado de sabiduría y complicidad entre sus actores, con tanta gracia e ingenio, que es un verdadero disfrute asistir a ese mano a mano entre Bogart y la Hepburn. Humphrey Bogart nunca estuvo mejor y de hecho le valió el Oscar de 1952 al mejor actor; por su parte Katharine Hepburn fue también tan convincente que tendría que repetir personaje en más de una ocasión y al menos con la misma penetración y talento. Así lo hizo poco después en Locuras de verano (Summertime, David Lean, 1955), encarnando a la perfección a una puritana americana de vacaciones en Venecia.



El punto de partida de la trama es el siguiente: Primera Guerra Mundial, algún lugar de África bañado por el Ulanga, y una misión saqueada y destruida por el ejército alemán. El pastor, un misionero británico, muere a consecuencia del ataque y su hermana, Rosie Sayer, una piadosa y envarada solterona, se encuentra, por la fuerza del azar y las circunstancias, a bordo de un barco cochambroso, The African Queen, y con la única compañía de Charlie Allnut, un marino de mediana edad, tosco y borrachuzo, en las antípodas de todo lo que ella pueda representar, navegando río abajo, empeñados ambos en una misión que se han propuesto: volar la cañonera Louisa, el barco enemigo que patrulla las aguas del Ulanga. Y este objetivo nos dará ocasión de ir conociendo los caracteres de cada uno y los cambios que las sucesivas peripecias por las que pasan van introduciendo en esta extraña pareja de solitarios, en su evolución anímica, en el progresivo acercamiento de sus personalidades que se irán acoplando gradualmente. Y les vemos rejuvenecer por efecto de esa atracción mutua que les transforma y acerca sus almas al punto de parecer que sus miradas se acariciasen.  

La película gustó tanto que alguien llegó a decir:  Le financiaron un safari y salió una obra maestra”. Y ciertamente tuvo tanto éxito que se pusieron de moda las aventuras exóticas y a lo largo de la década se acabarían rodando unas cuantas más: Mogambo, Las nieves del Kilimanharo, Cuando ruge la marabunta, Sólo Dios lo sabe… con gran aceptación por parte del público. Ésta, La reina de África, nos sigue haciendo disfrutar hoy a casi setenta años de su estreno.

John Huston, que tantas aventuras nos había contado, se despidió de todos con una historia sosegada y algo melancólica, Dublineses (The dead), adaptación de un cuento de Henri James, donde la acción se reduce a acudir a una fiesta familiar. Una película coral e intimista que refleja en conversaciones, miradas, gestos y pequeños detalles, sentimientos y reencuentros con personas más o menos queridas, cierta hipocresía y aceptación de las convenciones, y recuerdos abandonados en un rincón de la memoria que afloran inesperados e inoportunos, tal vez convocados por la nostalgia. Nada que ver con la aventura, si no es estrictamente la aventura de vivir, lo que significa esta aportación grandiosa, seguramente la mejor obra de un aventurero empedernido.

viernes, 2 de octubre de 2020

Viajando

Con frecuencia las películas nos narran asuntos que viven los personajes mientras viajan. Cualquier tipo de viaje, pueden ser viajes de trabajo (Green Book, Peter Farrelly, 2018), de placer (Thelma y Louise, Ridley Scott, 1991), misiones bélicas, (El salario del miedo, Clouzot, 1953), o huidas de la justicia, por ejemplo (Un mundo perfecto -A Perfect World, Clint Eastwood, 1993). Por cierto que estos últimos son los más numerosos.


                                          Susan Sarandon y Geena Davies en Thelma y Louise (Scott, 1991)

A veces se desarrollan en un barco (Las tres noches de Eva - The Lady Eve - Preston Sturgess, 1941) y en ocasiones sus héroes viajan en tren (Alarma en el expreso - Lady vanishes, Hitchcock, 1938), o en avión (El héroe solitario - The Spirit of Saint Louis- Billy Wilder1957) aunque lo más habitual para el cine son los viajes por carretera, puede que a pie (Pajaritos y pajarracos - Uccellacci e uccellini, Pasolini, 1966), pero habitualmente sobre ruedas, recurriendo al autostop (El desvío - Detour, Ulmer, 1945) o en vehículos más o menos propios, ya sea un camión, (El salario del miedo - La salaire de la peur- Clouzot, 1953), una moto (Diarios de una motocicleta - The motorcycle diaries, Walter Salles, 2004) y hasta en tractor (Una historia verdadera - The Straight Story, David Lynch, 1999), pero en general viajan en coche. Y son tantas estas aventuras en carretera que se han convertido en un género más con etiqueta propia, las road movies.



La reina de África, Alarma en el expreso, El héroe solitario

Diarios de moticicleta, El diablo sobre ruedas, Te querré siemprePajaritos y pajarracos, Sucedió una noche, Dos en la carretera

Abordan historias divertidas a veces (Sucedió una noche - It Happened One Night, Frank Capra, 1934), dramáticas otras (Las uvas de la ira - The Grapes of Wrath, John Ford, 1940) y en ocasiones hasta angustiosas, como esa persecución de pesadilla que un hombre sufre brutalmente acosado por un camión asesino en El diablo sobre ruedas, (Duel), opera prima de Spielberg con la que nos hizo pasar un mal rato en 2008. Muchas de ellas resultan verdaderos viajes iniciáticos, y, en cualquier caso, todas serán determinantes para sus protagonistas, para quienes el mundo después de vivirlas ya no será igual. O tal vez ya no será.

                                                             Easy Ryder (Hopper, 1969)

Se han hecho siempre estas películas, pero una en particular produjo tal impacto que pareció que el género hubiera comenzado con ella: Easy ryder, (Denis Hopper, 1969). No hay tal, pero eso sí, Easy ryder fue todo un símbolo para una generación, ya que reflejaba una estética y una música que definían los sueños hippies de aquellos años en que se realizó y aunque la estética quedó atrás la música permanece.

Algunos dicen que en ella se encuentran influencias de La escapada (Il sorpasso),  inolvidable película de Dino Risi estrenada en 1963. La escapada comienza en un ferragosto romano - ese día en que la ciudad se queda desierta, sus tiendas cerradas, sus habitantes huidos a las playas…- con el encuentro de dos personajes radicalmente distintos: un joven estudiante, serio y formal que siente que aún no ha vivido y un cuarentón tarambana, juerguista y ocioso, que no soporta la soledad y el aburrimiento. Una vuelta para matar el tiempo, una pequeña escapada de Roma, sólo unas horas de diversión sin más trascendencia es la idea que el segundo propone al primero, quien acepta intrigado y algo temeroso. Jean Louis Trintignant y Vittorio Gassman encarnan estos personajes, timorato y contenido el primero, alocado y arrollador el segundo, dotándolos de tantos matices que el relato se vuelve complejo.

La película compone un estupendo fresco social de la Italia de los sesenta, que superados los traumas de la guerra desborda alegría existencial, pero a la vez es también una comedia ácida, divertida y amarga, como cabe esperar del talento y estilo de Dino Risi. Y es además profunda porque debajo del festivo viaje, subyace una honda reflexión sobre la libertad personal.

El ángulo de comicidad desde el que se enfoca la historia, la fluidez con que discurre, su ritmo agitado y rápido, así como la perfecta y equilibrada alternancia de toques divertidos y dramáticos son todos elementos logrados de esta excelente farsa tragicómica donde la química entre los dos personajes, el hedonista y el pacato, funciona también a la perfección. Y las canciones de aquellos veranos de los sesenta, grabadas en la memoria colectiva, subrayan ese aire de retrato costumbrista que todo desprende.

También una corta escapada, un fin de semana, es el planteamiento inicial de Thelma y Louise, (Ridley Scott, 1991) dos apenas amigas hartas de su aperreada vida cotidiana que pretenden tomarse un pequeño respiro, pero a quienes el azar y el descontrol de sus emociones lleva inesperadamente por otros derroteros. Porque tras años de sentirse despreciadas, ignoradas y humilladas por los hombres parece que en este viaje ha llegado por fin el momento del desquite. Lo malo es que ese desquite precipitará la historia hacia una huida loca y sin futuro.

El desierto, el asfalto, el polvo, todo ese universo hostil que las rodea acentúan la sensación de libertad que despiden las dos mujeres, satisfechas de su estallido emocional. Y el tono grandioso con el que Ridley Scott nos lo contó hace que uno se olvide del lado trágico de la historia para quedarse con ese discurso de las chicas son guerreras que levanta el ánimo. Y sin duda por eso la película se ha convertido en un icono del feminismo.

Algo más largo será el viaje de esa pareja que nos presenta Dos en la carretera (Stanley Donen, 1967), un matrimonio en crisis que vuelve a los lugares donde se conocieron y fueron felices, mientras revisan entre reproches su vida en común, tratando de averiguar si todavía tiene o no futuro.

No muy distintas son las líneas argumentales de Viaggio en Italia, también una pareja viajando y emocionalmente en crisis, aunque la película de Rosellini, (superencumbrada por la crítica) presenta mayor hastío en los personajes y discurre por cauces más dramáticos. La de Donen en cambio se mueve en un exquisito tono de comedia, arropada con música de Henri Mancini y con un desarrollo muy moderno para su época, ajeno a toda exposición lineal de la historia, saltando de una situación a otra con independencia del antes y el después.  Magníficas las dos, son una buena prueba de lo que supone la personalidad del creador en la realización artística.

Otra pareja de enamorados son los protagonistas de Malas tierras (Badlands, Malic, 1973); en este caso un par de desarraigados. Su historia parte de un flechazo entre un veinteañero y una adolescente en los Estados Unidos de los años cincuenta. Él, orgulloso de su parecido con James Dean, no se conforma con ser uno de tantos, sino que ambiciona ser famoso, ¿un criminal famoso, tal vez? Ella es una cría algo inquietante, o al menos eso nos va a parecer enseguida. Un asesinato gratuito e injustificado, él acaba de matar al padre de la chica, les obliga a vivir huyendo. Así, fuera de la sociedad, escondidos en medio de la naturaleza, viven una realidad percibida al principio por los dos como un paraíso. Pero, descubiertos en el bosque, el espejismo de libertad se rompe y conforme avanzan en la huida, se van sucediendo nuevos asesinatos sin sentido. Están perdidos, no se fían de nadie ni sienten apego por nada, no tienen rumbo, fines ni proyectos; él se ha convertido en un animal acorralado que sólo sabe matar, ella está harta de esa vida de fugitivos y presiente cómo se acerca el fin de una absurda espiral que le resulta cada vez más ajena y en la que no quiere seguir estando.

Escena de Malas tierras

Envuelto en un tono poético y salpicado de momentos mágicos, Terrence Malic nos ofrece un asunto basado en hechos reales, duro y amargo, que nos inquieta con su terrible carga de nihilismo y nos fascina con el talento particular con el que sabe emocionarnos. El realizador, un poco al modo de la nouvelle vague, no juzga las conductas de sus personajes, se limita a mostrar esa violencia fría y gratuita tal como se produce en aquellos lugares aparentemente tranquilos y de paisajes hermosos.  Esta fue su opera prima y enseguida se convirtió en película de culto.

La escapada, Thelma y Louise, Dos en la carretera, Viaggio in Italia, Malas tierras, y en fin, todas las mencionadas son historias que suceden por los caminos y cuentan cosas interesantes, diferentes, conmovedoras. Cada una abre una puerta a un mundo propio, sarcástico, divertido, estimulante, inquietante, aterrador. No importa; en cualquier caso, todas de no perderse, porque todas nos enriquecen.