domingo, 19 de abril de 2020

El Bond de Fleming y los agentes secretos de John Le Carré


                                                                        "Bond, mi nombre es James Bond"

Cuando Ian Fleming en 1953 creó este personaje, un agente con licencia para matar, seguro que no pudo sospechar que traería tanta cola.





















Apareció ya en su primera novela Casino Royale y continuaría haciéndolo a lo largo de las doce posteriores y de sus dos colecciones de cuentos. Pero además, exitoso desde el principio, el personaje no se agota en su creador, que otros muchos escritores han seguido novelando aventuras de Bond e incluso alguno se ha atrevido a contarnos su primera juventud. Pero ha sido sin duda el cine quien ha acabado de catapultarlo a la fama.



Veintiséis películas se han hecho hasta hoy del Agente 007, y más de ocho actores han encarnado sucesivamente a este singular espía. Por lo demás, su figura ha propiciado ríos de tinta y hasta se le ha dedicado un día: el 5 de octubre. También un asteroide ha sido bautizado con su nombre. ¿Se puede pedir más?...

El personaje nace como uno de tantos productos de la guerra fría. Su creador confiesa haberse inspirado en la inquietante figura de Porfirio Rubirosa, un diplomático dominicano representante del régimen de Trujillo, jugador de polo, piloto de carreras y playboy internacional, mundialmente conocido y celebrado en los escenarios más cosmopolitas durante los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado. Fleming crea este su personaje en 1952, también sin duda con componentes de su propia personalidad. Rubirosa, él mismo, y alguno más servirán de modelo para perfilar su apariencia física y sus maneras de hombre cortés, educado y sofisticado. Bond habría venido al mundo en los veinte del veinte, de padre inglés y madre suiza, se habría educado fundamentalmente en Eton y sus aventuras sucederían a mediados de siglo, siendo un treintañero alto, esbelto, atractivo, valiente y seductor. Fumador empedernido y amante de la buena mesa también, aunque en el cine estas dos últimas facetas irán cambiando o atenuándose con el paso del tiempo para adaptarse a lo socialmente correcto en cada momento.

Reencarnaciones en cine del agente 007

En 1954, con autorización de su creador, aparece puntualmente el personaje (interpretado por Barry Nelson) en un capítulo de la serie americana Climax, precisamente el titulado Casino Royale, pero su verdadero lanzamiento en la pantalla comenzará con Sean Connery encarnándolo en una primera entrega de películas de EONS Production, que despuntan con Agente 007 contra el Dr. No, (Dr. No, Terence Young) realizada en 1962 y seguirían hasta La espía que me amó, (The Spy Who Loved Me, Gilbert) de 1977. Roger Moore tomará luego el testigo y, como los actores envejecen pero el personaje no, a éste seguirán toda una saga de nuevos intérpretes de las siguientes generaciones, cogiendo el relevo: Timothy Dalton, Pierce Brosnan y Daniel Craig y encarnándolo sucesivamente en toda una gradual relación de películas que llegan hasta hoy mismo. Sin tiempo para morir (No Time to Die, 2020) de Jim Jarmusch constituye por el momento la última de este rosario de más de una veintena de títulos, siempre de la misma productora, a los que habría que añadir algún otro ajeno a la casa como Casino Royale (Huston, 1967), donde David Niven parodia con eficacia al mítico personaje.


John Le Carré en su casa de Mallorca en octubre de 2019

Otro referente fundamental para el cine de espías es sin duda el escritor John Le Carré, en activo aún a sus 88 años, quien, aunque últimamente ha modernizado sus temas para adaptarse a la compleja realidad internacional actual, en la mayor parte de las veinticinco novelas publicadas hasta hoy ha desarrollado tramas ambientadas en la guerra fría. También en sus cuentos y relatos cortos. Y siempre, en cualquier caso, nos ha narrado asuntos de espionaje, muchos de ellos llevados al cine y  a la televisión.

El primero, El espía que surgió del frío (The Spy Who Came In from the Cold, Martin Ritt, 1965) perfilaba ya la tónica de su visión realista del tema, desmarcándose de la imagen estándar de malos malísimos y chicas espectaculares a las que las ficciones de James Bond había acostumbrado al público, para enfrentarle con una realidad más cruda, gris, fría y solitaria de la figura del agente secreto.

John Le Carre obliga a sus lectores a poner los pies en la tierra para acercarse a individuos más creíbles que los de Ian Fleming. Espía confeso él mismo como otros dos espléndidos escritores británicos, Somerset Maugam y Graham Greene, cuenta al igual que ellos con un conocimiento de primera mano del mundo que describe.

Cartel anunciador de Llamada para un muerto (The Deadly Affair, Lumet, 1967)

Su siguiente novela adaptada al cine Llamada para un muerto (The Deadly Affair, Lumet, 1967) fue realizada, con el mismo título y resultados brillantes por Sidney Lumet. Con James Mason, Simone Signoret y Maximilliam Schell, soberbios en sus trabajos, el director logra recrear con brillantez en la pantalla esa historia melancólica, desengañada y por momentos trágica de agentes secretos cansados ya de su oficio, que John Le Carré desvelaba en su obra.

El espejo de los espías (The Looking Glass War, Pierson, 1970), La chica del tambor (The Little Drummer Girl, Roy Hill,1984), La casa Rusia (The Russia House, Schepisi, 1990), El sastre de Panamá, (The Tailor of Panama, Boorman, 2001), El jardinero fiel, (The Constant Gardener,  Meirelles, 2005), El topo (Tinker, Tailor, Soldier, Spy, Alfredson, 2011), El hombre más buscado (A Most Wanted Man, Corbijn, 2014), y Un traidor como los nuestros, (Our Kind of Traitor, White, 2016) son otras tantas películas realizadas hasta hoy a partir de sus novelas. Todas estupendas también. Y en casi todas predomina una mirada desencantada sobre individuos egoístas e insensibles, preocupados solo por sus propios intereses; moviéndose en esa atmósfera de traiciones personales y políticas, de corrupción y de doble moral, y, en fin, sobre toda la complejidad de un oficio con muchas sombras por él lucidamente desmitificado.



https://www.youtube.com/watch?v=TaEE68g-qLU

Recapitulando, el espionaje es actividad tan antigua que se pierde en la noche de los tiempos, pero su reflejo literario, con honrosos precedentes, se sitúa más bien a partir del siglo XIX, con la aparición de las Agencias de Información. Ya señalamos al mencionar a Somerset Maugham y Graham Greene cómo con la segunda guerra mundial empiezan a surgir relatos escritos por antiguos agentes secretos. O, más recientemente podríamos referirnos el norteamericano Charles Cumming.

El caso es que desde mediados del siglo veinte el género, ya sólido con numerosos escritores de relieve cultivándolo, no hace más que extenderse por Europa y América. Nos hemos centrado en uno de sus momentos de esplendor; aquel en que el inicial predominio británico se consolida con estos dos novelistas de difusión internacional, Fleming y Le Carré. Vendrían después escritores tan famosos como Frederick Forsyth y Ken Follet, a mantener esa hegemonía para ceder luego el testigo a novelistas en lengua inglesa del otro lado del Atlántico, como Noel Ben, Trevanian, Donald Hamilton, Robert Littell, Tom Clancy, Norman Mailer… y tantos otros, muchas de cuyas novelas se adaptaron al cine, sobre todo las de Clancy (La caza del octubre rojo, Juego de patriotas, Peligro inminente, Pánico nuclear...), pero también de Mailer (El fantasma de Harlot), Grady (Los 6 días del cóndor), Alan Furst (El oficial polaco)… Al tiempo que fuera del mundo anglosajón van proliferando nuevos títulos a cargo de escritores de primera fila narrando historias de espías en sus diferentes lenguas. Por poner solo un ejemplo, la lengua española, se constata que en ella han abordado el género novelistas de la talla de Javier Marías, Pérez Reverte y una veintena larga de otros estupendos escritores, esto solo en España, también llevados a la pantalla en diferentes ocasiones. Y en esta última década empiezan a publicar novelas de espías además diferentes narradores iberoamericanos. El chileno Roberto Ampuero, el peruano Alejandro Neyra o el venezolano Juan Carlos Méndez Guédez son algunos de ellos, ampliando el marco de la novela de espías a todo el continente americano.

Pero tal vez lo más interesante sea comprobar más allá de su extensión geográfica y su incorporación a diferentes lenguas, literaturas y cinematografías nacionales, que también, en qué manera un género que había sido lanzado como de puro entretenimiento va evolucionando hacia análisis más profundos y de mayor carga crítica. 











miércoles, 8 de abril de 2020

Hitchcock y el cine de espías


Amor, humor, intriga, momentos de tensión irrepetibles… de todo hay en las numerosas películas de espionaje que Hitchcock nos ofreció. También en los entornos que las envuelven hay de todo: escenarios de callejones estrechos y oscuros o amplias llanuras peladas a pleno sol, porque no tiene que ceñirse a los cánones acostumbrados, todo le vale a este genio del cine, único en su capacidad de asombrar, para contarnos sus historias.


Escena de Con la muerte en los talones (North by northwest, 1959

De estas historias, las cuatro primeras, todas, claro, en blanco y negro, corresponden a su etapa inglesa, las demás están realizadas en los Estados Unidos; en blanco y negro, las rodadas en los años cuarenta; en color, las restantes, con excepción de Psicosis, donde vuelve al blanco y negro. Todas entretenidas, interesantes, que te mantienen en vilo y con ese aire genial e inconfundible del cine de Hitchcock.

La primera que realiza de este género, El hombre que sabía demasiado, (The Man Who Knew Too Much) acumula ya casi todas las claves habituales del maestro:                

el amor, (una pareja desgarrada por el rapto del hijo); la intriga, (¿por qué?, ¿qué quieren?); el suspense (la angustia y ansiedad de la búsqueda); el inocente enredado a su pesar (¿por qué yo?, por qué a mí?... En este caso, una inofensiva familia anónima envuelta en una trama de espionaje internacional)… 

Una película interesante, entretenida y con un Peter Lorre en el papel de malo malísimo, inolvidable. La volvería a hacer en América veintidós años después, también con excelentes resultados, incluso aún mejores que la primera… Y entre las aportaciones de la segunda versión no fue la menor el descubrimiento de una espléndida Doris Day en el que sin duda resultó uno de sus mejores papeles, demostrando estar mejor dotada para el drama que para la comedia donde habitualmente se la acabó encasillando.

Su siguiente historia de espías, 39 escalones (The 39 Steps), aparecería un año después y resultó, si cabe, aún más entretenida. Por puro azar del destino un anónimo canadiense de paso por Londres se ve sin querer implicado en asunto espinoso: una joven desconocida le ha desvelado la existencia de un complot para robar importantes secretos militares del Reino Unido y él no tendrá más opción que tratar de evitarlo. Para ello habrá de localizar y desactivar a Los 39 escalones, una peligrosa red de espionaje que está detrás del siniestro proyecto. Otra vez un inocente víctima azarosa del destino.

En 1936 realiza La mujer solitaria (Sabotage), basada en la novela de Joseph Conrad, El agente secreto, donde una esposa, inquieta con la conducta de su marido empieza a sospechar que éste le es infiel para luego descubrir que se trata de algo aún peor, algo que afecta a la seguridad nacional. En realidad lo que él pretende es colocar una bomba en Londres.


Este es el planteamiento de una trama de impecable realización, que nos mantiene con los nervios a flor de piel a lo largo de toda la proyección, sufriendo sobre todo ansiosamente durante el tiempo, interminable en que un niño, ignorante del peligro, cruza la ciudad, con la bomba lista para estallar, en ese paquete que le han encargado entregar…

La última incursión en el espionaje durante su etapa inglesa, Alarma en el expreso, (The Lady Vanish, 1938) fue un divertidísimo enredo que nos hizo vivir dentro de un tren y por mediación de un variopinto grupo de personajes. Una anciana ha desaparecido ¿será posible?, ¿pero, seguro? ¿alguien la ha visto antes?, ¿lo habremos soñado?... Un misterio que se desarrolla entre situaciones de pura comedia donde la aventura, la intriga, el asesinato, el humor y el amor se entrelazan de manera sorprendente para encandilarnos. Un lenguaje afilado y punzante es la nota complementaria que los diálogos añaden al divertimento.

Y ya en Hollywood dos de sus primeras películas serán también historias de espías. La primera, Enviado especial (Foreign Correspondent, 1940) está muy en la línea con muchas de las que se hicieron por entonces, verdadero cine militante, justo antes de que los Estados Unidos entrasen en la segunda guerra mundial. De hecho, bordea el género propagandístico, pero Hitchcock lo soslaya con habilidad. El protagonista, un corresponsal americano interpretado por Joel McCrea (que Gary Cooper, para su pesar después, había rechazado interpretar), es enviado a Europa para informar de la inminente contienda, viéndose enseguida implicado en una intriga en que tiene que tomar partido: el rapto de un político holandés por parte de agentes nazis. Como era de esperar la trama se va complicando en situaciones llenas de fuerza y tensión dramática. La elegante puesta en escena, las originales soluciones con que el director resuelve las sucesivas acciones, la sabia combinación de humor y suspense más las indispensables gotas de amor convierten esta película casi propagandística en una deliciosa trama de aventuras.

Sabotaje (Saboteur), que rueda en 1942, es muy conocida porque se hizo célebre su secuencia final del hombre encaramado a la estatua de la libertad. Tiene, además de esta idea de recurrir a monumentos como marcos insólitos para el desarrollo de la acción, otras muchas semejanzas con títulos posteriores. Este es su argumento: un ciudadano anónimo, un hombre de la calle, es sospechoso de cometer un terrible acto de sabotaje en la fábrica en que trabaja y ello le obligará a huir por todo el país, tratando a la vez de desenmascarar a los culpables para demostrar su inocencia.

Sorpresa y tensión en una trama que vista en perspectiva resulta sin duda un precedente de su obra más madura, Con la muerte en los talones (North by Northwest, 1959), película que debió de realizar en estado de gracia, porque es con certeza una obra maestra.












Empezando por el acierto en el reparto, sobre todo en la elección de Cary Grant para el papel del protagonista; perfecto él en una historia redonda que no podía estar mejor contada y en la que su estampa, distinguida y elegante, fijaría para siempre el perfil del agente 007, esa serie que vino después y que seguiría viniendo en sucesivas entregas hasta hoy, resurgiendo una y otra vez de sus cenizas, siempre respetando la apariencia pulcra y bien vestida del modelo inicial. Otra vez aquí las constantes del cine de Hitchcock: intriga, aventura, amor, humor (y de nuevo en el humor, irrepetible Cary Grant) para un argumento que gira en torno a una figura también muy querida del director, la del falso culpable.

No es la única historia que nos cuenta dos veces, también El hombre que sabía demasiado la había vuelto a filmar en 1956 y en esa ocasión aún con mayor fidelidad a la versión anterior.

Y tampoco era la primera vez que Cary Grant se movía en una trama de espías de Hitchcock, lo había hecho ya en 1946 con brillantez en Encadenados (Notorious) interpretando con Ingrid Bergman a una pareja de agentes que se enamoran mientras cumplen su misión de vigilar, apenas acabada la guerra, a un grupo de nazis que tratan de reorganizarse en Brasil.


Cortina rasgada (Torn Curtain, 1966) y Topaz (1969) fueron sus dos últimas incursiones en el género. A pesar de coincidir con un momento de apogeo del cine de espías no alcanzaron las alturas de las anteriores, especialmente la última, cuyo estreno coincidió con un momento de máxima popularidad de Fidel Castro, por lo que el declarado anticomunismo del guión, que se desarrollaba en la Cuba de la revolución, no fue bien recibido por todos. Con respecto a la primera, quizá la elección de Paul Newman, encasillado siempre en papeles de bueno, no resultara el perfil más adecuado para la historia y desde luego su personalidad no parece encajar con la del director como sin duda lo habían hecho las de intérpretes de anteriores generaciones. Newman, como todos los actores del método, insiste en entender las motivaciones del personaje y parece que esto contrariaba bastante al director, constantemente importunado con preguntas al efecto. Tal vez el cine estaba cambiando y el tiempo de Hitchcock quedando irremediablemente atrás, aunque todavía realizaría un par de películas estupendas. O puede que fuera el género de espías el que había variado sus enfoques.













Y hasta aquí hablábamos de espías funcionando en entornos internacionales y en temas de seguridad nacional, pero Alfred Hitchcock también trato otro tipo de espía: el cotilla, el voyer, que no otra cosa es sin duda su protagonista de La ventana indiscreta, (Rear Window, 1954) un mirón invirtiendo su forzado tiempo de ocio (que un accidente le ha inmovilizado temporalmente), en vigilar a sus vecinos y curiosear en sus vidas. Una estupenda historia que Hitchcock logra recrear maravillosamente en cine a partir de un cuento de Cornell Woolrich.

Espías, mirones, ladrones, asesinos o cualquier otra clase de individuos, hasta el ser más corriente, anónimo y gris; todos le valen a este genio del cine para tejer a partir de alguna de sus peripecias y sucedidos una historia emocionante.


jueves, 2 de abril de 2020

Hollywood y el cine de juicios


El cine de juicios ha gozado con frecuencia de la general aceptación. Ya asistimos a un proceso en los tiempos del cine mudo con la extraordinaria película francesa La pasión de Juana de Arco  que el danés Theodor Dreyer realizara en su día allá por 1928. Pero, centrándonos en el cine que nos viene de Hollywood, serán especialmente los años cincuenta los que registren una nutrida cosecha de excelentes títulos desarrollados en torno a procesos judiciales.

Marlene Dietrich y Charles Laugthon en Testigo de Cargo (Billy Wilder, 1957)

Falso culpable, (The Wrong Man, Hitchcock, 1956); Testigo de cargo (Witness for the Prosecution, Billy Wilder, 1957); 12 hombres sin piedad (12 Angry Men, Sidney Lumet, 1957); Quiero vivir, (I Want to Live!, Robert Wise,1958); Impulso criminal (Compulsion, Richard Fleischer, 1959)… son algunos de los más logrados. Se había puesto de moda ya antes esto de los juicios; de los últimos años cuarenta son títulos tan famosos como La costilla de Adán (Adam's Rib, Cukor, 1949), El proceso Paradine, (The Paradine Case, Hitchcock, 1949) o Llamad a cualquier puerta, (Knock on Any Door, Nicholas Ray, 1949). Y la corriente continuaría en los primeros sesenta, con otros tan señeros como Vencedores o vencidos (Judgement at Nuremberg, Kramer, 1961) y Matar a un ruiseñor, (To Kill a Mockingbird, Robert Mulligan, 1962). Después, y con escasas excepciones como Veredicto final (The Verdict, Sidney Lumet, 1982), el interés por este tipo de temas comienza a decaer para resurgir en los años 90 con nuevos bríos y continuar, con mayor o menor frecuencia, hasta nuestros días. Philadelphia (Jonathan Demme, 1990; Presunto inocente (Presumed Innocent, Alan Pakula, 1990) y El misterio Bon Bülow, (Reversal of Fortune, Barber Schroeder, 1990) marcan el inicio de esta recuperación.


                                       Anatomía de un asesinato (Anatomy of a Murder, Preminger, 1959)
Una obra extremadamente interesante de este género es Anatomía de un asesinato
, que Otto Preminger realiza en 1959 y que se mantiene fresca sin perder actualidad. Con James Stewart, Lee Remick y Ben Gazzara como protagonistas, la historia, magníficamente bien contada, gira en torno a un abogado casi retirado, que vuelve a ejercer su profesión para defender a un teniente del ejército en un juicio por asesinato, ya que éste ha matado a sangre fría y ante terceros al presunto violador de su mujer.

Desde la presentación de los títulos de crédito, espléndidos y en su día muy innovadores, la película atrapa al espectador. La música de Duke Ellington, las soberbias interpretaciones de los actores, de todos ellos; el estilo del relato, que no oculta los rasgos antipáticos de los personajes y que se mueve en una atmósfera de ambigüedad entre el bien y el mal… todo ello configura una narración que, bajo apariencia de no tomar partido, obliga al espectador a sacar sus propias conclusiones, cual si fuera parte del jurado. Pero en realidad lo que pone en tela de juicio es precisamente esa institución, desvelando cómo las destrezas de abogados y fiscales para manipular las emociones del jurado determinan el fallo. No se trata aquí de si el individuo es culpable o inocente, sino de la habilidad del defensor para, siempre dentro de la ley, manejar las pruebas a favor del defendido, preguntándose hasta qué punto merece el castigo, si su conducta está justificada y por lo mismo es excusable o al menos merecedora de una comprensión que atenúe la culpa… En definitiva, se trata de cómo el talento del abogado, frente a ciudadanos no avezados, condiciona seriamente el veredicto. Y, por lo mismo, si esto de los jurados es o no una solución acertada.


                                                             La caja de música (Music Box, Costa Gavras, 1989)

Otra forma de enfocar el género nos ofrece La caja de música (Music Box, Costa Gavras, 1989), una mezcla de drama judicial y thriller político que cuenta en clave de conflicto familiar cómo una prestigiosa abogada criminalista estadounidense, hija de un inmigrante húngaro, asume, desde el más absoluto convencimiento de su inocencia, la defensa de su padre, recientemente acusado de crímenes de guerra. Han pasado décadas desde aquello y ella está familiarizada desde la infancia con relatos edificantes sobre la lucha de su progenitor por abrirse camino en el país de adopción, conoce su condición de padre protector y su comportamiento de ciudadano honrado en este su nuevo hogar. La defensa del padre la llevará a investigar en Europa y descubrir en la Hungría natal de su progenitor cómo la imagen que de su pasado se ha formado para nada responde a las realidades que va descubriendo. La angustia, el dolor, el desengaño de la protagonista encaminan la película por las rutas de un melodrama intimista, pero paralelamente su lento desvelar de lo que pasó funciona a la perfección como cine de intriga y suspense. Y además, la denuncia de las redes de evasión y ocultamiento de criminales nazis que la película lleva a cabo hace también de ella una muestra de cine militante, de tal manera que el relato va mucho más allá del drama judicial para convertirse en una reflexión moral, política e histórica sobre realidades de nuestro entorno difíciles de asumir.

Armin Mueller-Sthal y Jessical Lange en Music Box, 1987
La trama profundiza además en un tipo de historias poco hollado como es el del descubrimiento del carácter criminal de un familiar, aunque ciertamente cuenta con un interesante antecedente, La sombra de una duda (Shadow of a Doubt, Hitchcock, 1943), donde una sobrina sorprende la condición de asesino en serie de su adorado tío, un hombre cuya personalidad siempre la había fascinado. En este caso, aún más desgarrador, es una hija la que descubrirá la naturaleza asesina de su padre.

Un asunto interesante, una utilización eficaz de la música, excelentes interpretaciones, sobresaliente fotografía y adecuado ritmo narrativo… todo ello se combina en esta producción para hacer de ella una buena película, ejemplo notable del trabajo de Costa Gavras, su director, realizador siempre de un cine de denuncia políticamente comprometido en el que destacan otros títulos importantes como La confesión, (L’Aveu, 1970), un desvelamiento de las purgas estalinistas, o Desaparecido (Missing, 1982), que denuncia la complicidad de la CIA en el golpe de estado de Pinochet en Chile.

Otros muchos pueden ser los enfoques de este género cinematográfico: alegatos contra la pena de muerte, carestía de los procesos, errores judiciales, crímenes ecológicos. Como siempre cualquier asunto es susceptible de múltiples miradas. De momento, quedémonos con estas dos.