jueves, 31 de enero de 2019

Actores: Cary Grant y Phillip Seymour Hoffman


Cary Grant (1904-1986). Empezó en el cine de chico guapo, como boy de la entonces superfamosa Mae West en aquellas películas de los primeros treinta en que ésta escandalizaba al público más gazmoño y divertía a todos con sus ocurrencias picaronas.


No había que ser un gran actor para ello, bastaba con dar el tipo de galán. Y su buena planta se lo ponía fácil, de manera que salió airoso en un par de películas junto a semejante diva que por aquellos días arrasaba. Después lograría mantenerse en su papel de tipo seductor aun no siéndolo demasiado. Desde luego no podía competir en atractivo físico con otros famosos de su tiempo como Gary Cooper. Y menos todavía con algunos llegados inmediatamente después como Gregory Peck, por no hablar de Paul Newman, otro actor que también sabría envejecer y que despuntaba en la pantalla como guapo incontestable mientras Cary Grant defendía airoso su condición de galán maduro en su declinar. Pero aun así él se mantendría con fortuna en ese cliché hasta en sus últimas películas. Claro que era mucho más que lo que se desprende de esa imagen; era un gran actor, versátil y con infinidad de registros, sobre todo para la comedia, capaz de hacernos reír aparentemente sin esfuerzo. Su pasado circense le había dejado una batería de recursos que él sabía utilizar con acierto cuando hacía falta, pero sus múltiples aptitudes le facultaban también para el drama, el suspense, el espionaje o cualquier género de papeles, que en todos estaba espléndido.

Con Mae West en I´m No Angel (1933)
En contraste con su aspecto elegante, procedía de un entorno social poco propicio para dar esa imagen; nacido en Inglaterra, en el seno de una familia extremadamente humilde, en Hollywood resultaría sorprendentemente un dandy, de modales exquisitos y dicción singular y refinada. Había empezado todavía niño en el circo, para ir experimentando gradualmente todos los ámbitos del mundo del espectáculo. En 1920 cruzaría el Atlántico para hacerse un hueco en el vodevil del Broadway neoyorquino de aquellos años llamados locos, saltando al cine a continuación, en los albores de los treinta.

Con Katharine Hepburn en La fiera de mi niña  (1938)
Allí, en Hollywood, el éxito le sonríe muy pronto y enseguida le rescata de su rol de figurón vacío frente a la descarada vampiresa que Mae West bordaba con su humor cáustico y atrevido, para convertirle en el tipo divertido de tantas comedias de enredo del fin de esa década, como las que hizo con otra esplendida payasa, Catherine Hepburn, con quien protagoniza La fiera de mi niña (Bringing up your baby) e Historias de Filadelfia (the Philadelphia Story). O también otras hilarantes películas de los primeros cuarenta como Arsénico por compasión (Arsenic and Old Lace), muy exitosas en su momento y años después, cuando, desempolvadas y rescatadas del olvido, volvieron a hacer reír al público con su humor disparatado y estrafalario.

Con Randolph Scott
Eran sus años de soltero de oro, aquellos de cuando vivía con su amigo Randolph Scott, otro galán popular del momento, éste sí, decididamente guapo. Entonces concedían entrevistas al alimón, posando juntos en la piscina y los jardines de la fastuosa mansión que compartían. Y se divertían sugiriendo mensajes sexualmente ambiguos, sin pasarse de la raya, claro; sólo lo que permitían aquellos años, en definitiva bastante más libres que los que vendrían tras la inmediata postguerra, años pacatos, en que habría que borrar ciertas libertades sexuales anteriores para dar otra imagen más acorde con la moral social imperante. Y por esos nuevos tiempos pasaron sus cinco esposas desmintiendo con su sola existencia y presencia su fama de gay. Y por ellos transcurriría también su vida de familia en sus diferentes hogares, su tardía paternidad…

Con Ingrid Bergman en Encadenados (Notorious, Hitckcock, 1946)

Con Audrey Hepbourn en Charada (Stanley Donen, 1963)
Pero lo que nos importa no es su faceta personal, sino su excelente trabajo. Buscando su mejor momento profesional lo primero que viene a la mente es su último Hitchcock, Con la muerte en los talones (North by Northwest) y su primer Donen: Indiscreta (Indiscreet), donde quizá realizara sus papeles más cuajados. Pero enseguida sus películas con Leo Mac Carey: La pícara puritana (The awful truth) o Tú y yo, (An affair to remember); con Howard Hawks: Me siento rejuvenecer (Monkey business) o Luna nueva (His girl Friday); más todo su anterior Hitchcock: Sospecha (Suspicion), Encadenados (Notorious), Atrapa un ladrón (To catch a thief), y posterior Donen: Página en blanco (The grass is greener) o Charada, se rebelan ante nuestro desconsiderado descuido, porque en todas ellas, y en tantas otras más, estuvo excepcional.

Y así se mantuvo, más de treinta años haciendo de chico guapo que es algo más que un chico guapo y ganando enteros en su papel de seductor conforme pasaban los años, cosa tan admirada que hasta a él mismo se le oyó decir: “¡Y yo!”, “¡Yo también querría ser como Cary Grant!”, respuesta genial a las muchas veces que sin duda se lo habrían confesado tantos hombres con entregada admiración e indisimulada envidia.

Philip Seymour Hoffman (1967-2014) pertenece por el contrario a una generación en que la belleza física ha dejado de ser tan importante en el cine y en que las historias se han vuelto mucho más amargas. No sé si puede verse como una contrafigura del anterior, pero sí que hace un cine que corresponde a una época menos dispuesta a soñar, donde los personajes nos cuentan otro tipo de asuntos, mas desengañados y turbios tal vez. Y lo hacen desde presupuestos quizá más duros. Y en esas historias poco proclives al optimismo, los tipos que él recrea los carga de hondura y verdad. En eso seguramente reside su talento.


Aunque ya había participado en papeles secundarios en otras muchas, le vimos por primera vez en El talento de Mr. Ripley, (The Talented Mr. Ripley, Anthony Minghella, 1999) interpretando al gordito patoso, el amigo de Dickie, que se hará matar por inoportuno e indiscreto. Y su pequeña aparición no nos dejó fríos. Se notaba ya que estábamos ante un grande del cine. Todo lo que vino después sería una fiesta, porque verle actuar en la pantalla es siempre gratificante. Hizo pocos papeles principiales, no le dio tiempo, que la muerte se lo llevó pronto, pero encontrarlo en cualquier aparición aunque fuera breve resultaba siempre un regalo de buen cine. Cuanto más en aquellas películas que protagonizó. Inolvidable está en Capote, (Bennet Miller, 2005) recreando con acierto y sorprendente semejanza la figura y personalidad del famoso escritor. O en Antes de que el diablo sepa que has muerto, (Before the Devil Knows You’re Deads, Sidney Lumet, 2007), dando vida a un tipo prepotente y degenerado que esconde fragilidad y rencores infantiles, aflorando inesperados desde lo más recóndito de su ser. También resultaba profunda y compleja su interpretación en La familia Savages (The Savages, Tamara Jenkins, 2007) del joven desarraigado a quien la situación obliga a asumir deberes familiares con los que no contaba. Intrigante y ambiguo se mostró desde luego en La duda, (Doubt, John Patrick Shanley, 2008) encarnando a ese cura sospechoso de conducta perversa frente a una también espléndida Meryl Streep, en el papel de severa madre abadesa. Y prepotente en su enérgica creación de líder de la secta en The Master, (Anderson, 2012), un drama sobre la iglesia de la cienciología donde volvió a impresionarnos con esa capacidad suya para meterse en la piel de un megalómano. El hombre más buscado (A most wanted Man Official, 2014), donde interpretaba a un agente secreto alemán en una adaptación de la novela homónima de Le Carré, fue la última de sus películas que llegara a estrenarse antes de su desaparición.


Tuvo ocasión de trabajar con una amplia variedad de cineastas notables, como, además de los ya citados, los hermanos Coen, Spike Lee, David Mamet o Robert Benton y de compaginar también su labor cinematográfica con el teatro, su otra gran vocación. E incluso de participar en la fundación de una compañía de actores, Labirynth, con teatro abierto, el Bank Street  Theater, en el West Village de Nueva York. Su carrera parecía mostrar un futuro en alza, pero en febrero del 2014 una sobredosis de cocaína y heroína se lo llevó inesperadamente, interrumpiendo su vida y con ella, claro, su extraordinario y valioso potencial de actor, privándonos para siempre de tantos personajes que sin duda hubiera llegado a encarnar, enriqueciéndonos con ellos. Fuimos muchos los que sentimos su pérdida tan temprana, pero por encima de todo nos felicitamos por haber disfrutado de su trabajo y celebramos su paso por el mundo, sembrando de talento y creatividad aquellas historias donde puso su esfuerzo dotando de vida a unos personajes que no dejarán indiferentes a quienes tengan la fortuna de verlas.

Sin duda uno de los grandes talentos del cine de hoy.

lunes, 14 de enero de 2019

Un par de trepas



El perfil del arribista, el individuo capaz de llegar a donde haga falta con tal de lograr su ambición, con frecuencia nos lo ha descrito la literatura y nos lo ha contado el cine, mostrándolo en películas a veces redondas como La heredera, de William Wyler (1949), una verdadera obra maestra, pero también otras muchas de diferentes calidades.


Un trepa es sin duda igualmente Georges Duroy, el Bel Ami de Maupassant. O Tom Ripley, protagonista de tantas novelas de Patricia Higshmith, aunque, en este caso, su condición de psicópata asesino nos haga olvidar este aspecto menos alarmante de su naturaleza, puesto de manifiesto sin embargo en The talented Mr. Ripley, cuando envidiando en lo más hondo a su amigo Dickie Greenleaf acabe con él para suplantarlo y hacerse con todo lo suyo. Ambas novelas han sido adaptadas al cine en distintas ocasiones y en general con bastante acierto.

Sin duda podríamos seguir citando otras más, porque no es difícil encontrar en muchas historias de la narrativa literaria o del cine mundial este tipo de personajes con sus diversos matices. 

Insistiendo en ese prototipo, dos películas tratan lo que parece una misma trama con ligeras variantes: Un lugar en el sol (A Place in the Sun, Georges Stevens, 1951) y Match Point, (Woody Allen, 2005). La primera inspirada en Una tragedia americana, una novela de Theodore Dreiser publicada en 1925; la segunda, sin duda inspirada en la primera. Cambian algunos datos biográficos y caracterológicos de los personajes, sus entornos sociales y geográficos… pero el núcleo de la historia permanece claramente reconocible.

Básicamente la trama argumental es la misma: un hombre ambicioso a punto de tocar los cielos, si no fuera porque hay ataduras que se lo impiden.

Liz Taylor y Montgomery Clift en Un lugar en el sol (1951)
Un lugar en el sol es una historia contada desde una óptica sutil, elegante y un punto romántica por Georges Stevens a principios de los años cincuenta, arropada por una música perfecta, una fotografía excelente, que subraya el contraste entre la brillantez del mundo de los parientes ricos y los ambientes deprimentes y grises del protagonista. Y nos acerca los rostros de los personajes principales en unos inolvidables primeros planos, que ayudan con su fuerza y su belleza a que nos sumerjamos en la historia. Es una película profunda, tenebrosa y cargada de verdad.

El argumento: estamos en Estados Unidos de América y la trama nos habla de un chico pobre, huérfano de padre y con familia rica. Su tío, un industrial de prestigio, le echa una mano dándole trabajo, pero no le integra en su vida de alta sociedad. Él es un joven guapo, listo y ambicioso, educado en una estricta rigidez moral, contemplando desde su humilde barrera esa vida deslumbrante que le pasa tan cerca, pero le deja fuera. Lleva una existencia anodina en esos arrabales oscuros ayudando a distancia a su madre, estricta puritana, rigurosa y pobre, y moviéndose en un entorno de estrecheces. Se ha echado una novia, una compañera del taller, una chica como tantas, ni guapa ni fea, que le hace los días más llevaderos en su monótono discurrir. Hasta que en su vida se cruza la hija del jefe, su prima, bellísima, personificación de todo lo que desearía poseer. Y ha conseguido enamorarla y enamorarse. Su presente da un vuelco. De pronto todo estaría al alcance de su mano… si no fuera porque su novia, embarazada, recelosa con su cambio de actitud desde que su suerte ha sufrido esa transformación, insiste machacona y apremiante en una boda que derrumbaría todas sus aspiraciones y sus sueños, precisamente ahora que está tan cerca de hacerlos, todos, realidad; ahora que casi los toca.
Liz Taylor en Un lugar en el sol (Georges Stevens, 1951)
Una bellísima Liz Taylor en su primera juventud interpreta a la chica rica, esa gran promesa para el primo seductor, pobre y advenedizo. Shelley Winters encarna, con verdadero acierto, a la novia, entradita en carnes, vulgar y no demasiado atractiva, pesada, insistente e incluso apremiante con la cantinela del casarse. Montgomery Clift, un hombre muy guapo y un actor especialmente dotado para expresar en silencio la profundidad de sentimientos escondidos, borda el papel de ese personaje en conflicto, entre sus deberes, sus deseos y sus más turbias tentaciones. La negrura de sus pensamientos, que van ensombreciendo su vida cuando empezaba a ser luminosa, le traiciona en sus gestos.

Montgomery Clift en Un lugar en el sol, (1951)

Sus primeros planos, remando en la oscuridad nocturna de aquel lago, se graban en la retina del espectador con fuerza; no hace falta que nos revele qué hay en su mente; la expresión de su cara lo dice todo. Cierto que era el segundo papel de arribista que interpretaba. Lo había hecho ya con gran tino en La heredera, encarnando al cazafortunas seductor de la niña rica y poco agraciada. Aquí el guionista se lo pone más fácil, cuando la tentación es esa mujer deslumbrante, esa hermosura de prima que surge ante él como una aparición celestial y le mira enamorada.

En fin, el resultado es una historia contada con seriedad y autenticidad, donde incluso la oscuridad sobre los hechos fatales. nunca totalmente despejados, intensifica la verdad de lo narrado. 



En Match Point el triángulo lo forman un ex campeón de tenis, apartado por lesiones de la competición y convertido en profesor de niños ricos que le integran en sus vidas; su objeto de seducción, la hermana de uno de sus alumnos y enseguida amigo; y el tercer elemento, una chica guapa que se cruza en su camino atrayéndole con una fuerza arrolladora, sobre todo cuando se hace novia del alumno, ahora futuro cuñado, incorporándose al núcleo familiar de esos hermanos que él cultiva con fortuna en la caza de la rica heredera.

Match Point (Woody Allen, 2005)

El protagonista de Match Point es un verdadero canalla, golfo y seductor. No presenta la complejidad caracterológica del anterior, un tipo educado en los preceptos de una moral severa, torturado ahora por sus malas tentaciones. No, éste no se tortura; él va a por todas y mientras pueda no renunciará a nada, ni se planteará cuestiones morales de ningún tipo. Claro que aquí la chica guapa no es la niña rica, como en Un lugar en el sol. Aquí los deseos están más fragmentados, pero cuando tenga que elegir entre la pasión erótica y el bienestar económico no tendrá ninguna duda.

Scarlett Johansson y Jonathan Rhys Meyesr en Match Point (2005)
En esta ocasión Woody Allen cambia su Nueva York por Londres para abordar de nuevo el género policíaco. Y lo hace gradualmente, a partir de un panorama luminoso y aparentemente intrascendente, grato a la comedia, para ir derivando, conforme el asunto se vuelve más turbio, hacia terrenos más propios de una película de Hitchcock. Una historia, por otra parte, envuelta esta vez no en los ligeros y habituales temas de jazz del cine de Allen, sino en cierta solemnidad operística más acorde con la tragedia. Y en la que tanto Jonathan Rhys Meyers, el joven ambicioso, como Scarlett Johansson, la rubia irresistible, están más que brillantes en sus papeles. La película, compleja en su estructura, se complementa con símbolos, metáforas y paradojas alusivas a la historia relatada. Ésta, que comienza con lo que parece un frívolo cambio de pareja, avanza hacia el crimen pasional, magistralmente graduada por su director, que logra culminar en medio de un suspense muy conseguido un thriller de calidad, que bien podemos situar entre las mejores películas de Woody Allen.

jueves, 3 de enero de 2019

Albert Camus y el cine


                                       Amo demasiado a mi país para ser nacionalista.
Albert Camus




Leí El extranjero a los 18 años, en un autocar atravesando el sur de Francia. La novela me conmocionó desde su primera frase: Hoy ha muerto mi madre. O quizá ayer, no sé. Hacía menos de dos años que yo había perdido a la mía y fue impactante ese principio. La leí de un tirón, muy interesada, y, aunque creo que era demasiado joven para entenderla en profundidad, claro está que no me fue indiferente la desolación de este personaje perturbador: su desapego, su extrañamiento, su distancia afectiva de todo y de todos: la madre, la novia, el trabajo, el mundo, en fin; ese absurdo asesinato inexplicable hasta para él mismo, que no sabe atribuirlo más que al efecto enloquecedor del sol enturbiando su mente; su pasividad ante el juicio y el castigo:  la dulce indiferencia del destino es la reflexión que su propio existir sugiere a Meursault, el extranjero (¿extranjero?, ¿extraño?, ¿enajenado?, ¿alienado?. ¿outsider?...).

La novela me dejó perpleja, me sorprendió y conmocionó, y nunca olvidé ese relato tan descorazonador, aunque entonces no supiera contextualizarlo ni pudiera asociarlo a estados de ánimo generados o amplificados por la guerra, (la novela es del año 1942), ni a filosofías existencialistas o nietzscheanas, ni a vivencias o a aspectos de la personalidad del autor, del que no conocía entonces más que lo básico.

Marcello Marstroianni en El Extranjero (1967, Visconti)
En 1967, un cuarto de siglo después de su publicación, Visconti adaptó El extranjero al cine, con Marcello Mastroianni de protagonista. No sé si se estrenó en España, y, en cualquier caso parece que en su día no tuvo gran éxito, pero vista hoy y, a pesar de sus fallos de guión, puede resultar interesante. Es tal vez la primera de las obras de Albert Camus llevada a la pantalla; luego vendrían unas cuantas más, mejicanas: Bajo la metralla (1983) y La furia de un Dios (1987), ambas de Felipe Cazals; argentinas: La peste (1992) de Luis Puenzo; húngaras: Calígula (1996) de Sandos Nagy; turcas: Yazgi  (2001) de Zeki Demirkubuz; italianas: Le premier homme (2011) de Gianni Amelio; francesas: Loin des hommes (2014) de David Oelhoffen… por citar sólo algunas. Pero aunque haya sido objeto de numerosas versiones cinematográficas, no se puede decir que su obra haya resultado demasiado exitosa en la pantalla.

A pesar de lo cual, sin embargo, la influencia de su pensamiento en el cine es fácil de rastrear. Su filosofía del absurdo, con los inevitables matices propios de cada contexto, traza una huella detectable en diferentes tiempos y cinematografías; desde luego en la más cercana a sus días, la nouvelle vague. En Al final de la escapada (A bout de souffle) de Godard se respira filosofía del absurdo; en Los 400 golpes de Truffaut, también. Y en el primer Bertolucci, el de Prima della revoluzione. E incluso, a su particular modo, en esos personajes de Antonioni, siempre ausentes, aislados, flotando en el vacío que constituye su vivir. Viniendo más cerca, las películas de los Coen, entre otros, rezuman asimismo esa filosofía existencial; pensemos por ejemplo en El hombre que nunca estuvo allí, ese barbero oscuro y desdibujado, indiferente a su destino. Y tantos otros de sus personajes en tantas otras de sus películas que muestran a las claras el carácter paradójico y carente de sentido de la aventura humana. Porque Camus supo expresar de manera brillante ese sinsentido de la vida, manifiesto en todas estas maneras de hacer cine, tan distintas y distantes entre sí y en el tiempo.

Stephane Freiss en Camus (Laurent Jaoui, 2009)
Además de su obra, la vida de Camus ha interesado también a la pantalla. Ahí está la serie de televisión francesa, realizada en 2009 por Laurent Jaoui, Camus, adecuado contrapunto que nos acerca al lado humano del genio y nos permite conocerle mejor como persona, aportándonos más datos de su vivir, en especial los relativos a los diez últimos años de su existencia. Porque, aunque describe momentos anteriores, la serie se centra en esos años y sobre todo a partir de 1956, cuando intenta convencer a su madre de que abandone Argelia.

Su madre, su abuela, sus dos esposas, amigas, amantes… es llamativo lo mucho que las mujeres influyeron en su vida; las de la familia y alguna mujer más, en especial su apasionada relación con la exiliada María Casares, hija de Santiago Casares Quiroga, presidente dimisionario de la Segunda República Española frente al golpe militar de julio de 1936. La espléndida María Casares, que llegó por sus propios méritos a ser grande entre las grandes de la escena francesa.

Determinante también en su vida, la estrecha amistad y posterior desencuentro sonado con Sartre a causa de su disidencia del comunismo, esbozada en El hombre rebelde, y definitiva tras los acontecimientos en el Budapest de 1956 al decantarse por los revolucionarios húngaros frente a la postura de fuerza impuesta por la Unión Soviética.

Trascendental además en su vida la obtención del premio Nobel en 1957, siendo todavía joven para esta distinción, que entonces contaba 44 años de edad. Sólo tres años después se produce su fatídica muerte en accidente de carretera, en torno al cual se levantaron multitud de sospechas nunca confirmadas.

La serie profundiza poco en su infancia argelina, que tanto le marcara por sus orígenes europeos: madre española y padre francés, pieds-noirs, como eran llamados los europeos, los franceses especialmente, con una clara intención despectiva, en aquellos violentos años de la guerra de Argelia, cuyo final no tuvo tiempo de conocer.

Sí profundiza, sin embargo en esa infancia, Le premier homme, novela póstuma e inacabada, no editada hasta 1994 y de fuerte componente autobiográfico, que el destacado cineasta italiano Gianni Amelio lleva al cine en 2011, logrando su mejor película desde la famosa Il  ladri di bambini, (1992), y que además constituye una excepción a lo antes afirmado sobre la poca fortuna de la obra de Camus en el cine.

La visión de Gianni Amelio sobre la infancia de Camus, que identifica bastante con la suya propia, seguro que no nos dejará indiferentes. El italiano coloca a nuestro protagonista, el escritor Jean Cormery, fiel trasunto de Albert Camus, volviendo a la Argelia donde nació para defender la convivencia pacífica entre árabes y franceses. Y esto en momentos cruciales del duro  conflicto francoargelino. Y evoca personajes y recuerdos de su vida de niño, confrontándolos con su dolor de adulto, impotente frente a una trágica realidad que le supera. El relato se desarrolla en dos planos temporales: la Argelia de los años 20, su país de cuando niño, y la de los últimos 50, que ya no es la suya, levantándose la trama sobre una arquitectura compleja que logra un perfecto equilibrio narrativo entre ambos tiempos, apoyándose siempre en la vida interior del personaje adulto y logrando así un hermoso resultado intimista y poético.

En definitiva Camus, novelista admirable, cronista inspirado, dramaturgo poco difundido, pero gran ensayista y pensador original, autor de la más lúcida meditación sobre la catástrofe político y moral del siglo XX, (si exceptuamos la obra de Hanna Arendt), no ha dejado de tener relevancia ni actualidad. Y ello aun a pesar de su valiente postura política, contestataria con la Unión Soviética cuando ésta contaba con el apoyo abrumador de la intelectualidad occidental y conciliadora en el tema de Argelia, actitudes ambas que le valdrían en su día muchos rechazos. E incluso hasta hoy llega el eco de este rechazo, que se hizo todavía notar en 2013 con ocasión del centenario de su nacimiento convirtiendo la celebración en algo espinoso y a la vez descafeinado. 

En cualquier caso, ahí sigue más de medio siglo después de su temprana muerte, cada vez mejor comprendido y reconocido, como uno de los grandes de la literatura francesa. 

En 1957, al recibir el Nobel de Literatura Camus diría:

Cada generación, sin duda, se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no lo rehará. Pero su tarea quizá sea aún más grande. Consiste en impedir que el mundo se deshaga. Heredera de una historia corrompida, en la que se mezclan las revoluciones frustradas, las técnicas enloquecidas, los dioses muertos y las ideologías extenuadas; cuando poderes mediocres pueden destruirlo todo, pero ya no saben convencer; cuando la inteligencia se ha rebajado hasta convertirse en criada del odio y la opresión, esta generación ha tenido, en sí misma y alrededor de sí misma, que restaurar, a partir de sus negaciones, un poco de lo que hace digno el vivir y el morir”.

No suena precisamente apolillado.

Albert Camus nació en Drean, Argelia, en 1913, y murió en Villeblevin, Francia, en 1960.