Llegó tarde a las
pantallas españolas el cine argentino. Vinieron primero algunos de sus
intérpretes, empujados al exilio por la tremenda dictadura militar que sembró
de horror la vida cotidiana en la Argentina de aquellos años; las grandes
crisis económicas que sufrieron después (inflación, corralitos…) tampoco fueron
ajenas a la salida de otros muchos ciudadanos de su país. El caso es que aquí, por unos u otros motivos, fueron
aterrizando escalonadamente a lo largo del último cuarto del siglo XX grandes
intérpretes como Héctor Alterio, Marilina Ros, Darío Grandinetti, Norma
Aleandro, Cecilia Roth, Miguel Ángel Solá, Federico Luppi, Leonardo Sbaraglia… felizmente
incorporados enseguida al cine español.
El
descubrimiento de las películas argentinas vino después, en la última década. Y
fue también un gratísimo hallazgo. Un cine en gran parte de historias
intimistas que conectaban muy bien con la sentimentalidad española. Historias
tratadas con profundidad, que sonaban sinceras y cercanas, que reflejaban una
sociedad, la argentina, con la que no costaba nada identificarse porque de
alguna manera se percibía tan familiar. Un cine además de guiones inteligentes,
hecho con talento y eficacia.
Así
fuimos teniendo noticia de directores como Torres Nilson (Boquitas pintadas, 1974) o Luis Puenzo, (La historia oficial, 1985). Y empezamos a disfrutar de películas de
Eliseo Subiela, (El lado oscuro del
corazón, 1992), Eduardo Mignogna (Sol
de otoño, 1996), Juan José Campanella, (El
mismo amor la misma lluvia, 1999) o Fabián Bielinski (Nueve reinas, 2000)… Con Bielinski llegarían hasta nosotros nuevos
actores excelentes como Ricardo Darín, del que ya ni pudimos ni quisimos
prescindir.
Desde
los años noventa veníamos asistiendo a un natural y fructífero hermanamiento de
energías: argentinos en el cine español, españoles en el cine argentino,
títulos como: Un lugar en el mundo, La
ley de la frontera y Martin Hache, de Eliseo Subiela o Tango (1998) de Saura y muchos otros que seguirían después como Kamchatka (Marcelo Piñeyro, 2002) o Elsa y Fred (Marcos Carnevale, 2005) y
tantas producciones hispanoargentinas que vimos aparecer.
Y
con el nuevo siglo, por fortuna, aluvión de títulos de estupendas películas de
allá: El hijo de la novia (2001), Historias mínimas (2002), Luna de Avellaneda (2004), El abrazo partido (2004), El aura (2005), El secreto de sus ojos (2009), El clan (Pablo Trapero, 2015), El ciudadano ilustre (Duprat, 2016), Relatos salvajes, (2017), El amor menos
pensado (Juan
Vera 2018) y tantas y tantas otras.
Ricardo Darín ,y Soledad Villamil en El sercreto de tus ojos, Campanella,, 2009 |
Pero
el cine argentino tiene una larga trayectoria y nuestro conocimiento del mismo
empezó tan tarde que no ha habido ocasión de ver prácticamente nada anterior a
los años noventa y, a pesar de lo mucho que han gustado las pocas películas que lograron
llegar hasta aquí, no parece que sea fácil disfrutar en salas de cine de ese
enorme caudal de títulos prometedores que no vimos en su día. Así que queda
mucho por descubrir. Nos vendría bien una retrospectiva de cine argentino; creo
que no defraudaría.
La
casa de América nos rescató el pasado mes de abril La tregua, una película de Sergio Renan de 1974 recién remasterizada.
Una joyita salvada del olvido. Ojalá que esta iniciativa se convirtiera en algo
cotidiano. Y recuperar por ejemplo títulos como Plata dulce (Ayala, 1982), Esperando
la carroza, (Doria, 1985), Miss Mary
(María Luisa Bemberg, 1986)… por citar algunos entre tantos. Ello nos permitiría
disfrutar de esos excelentes actores que descubrimos tarde, como la gran China
Zorrilla a quien vimos por primera vez, cuando ya era octogenaria, en Elsa y Fred. O de interesantes
actuaciones de otros como Federico Luppi o Norma Aleandro, que por fortuna
hemos conocido en plena madurez, pero de quienes nos encantaría recuperar también
sus trabajos anteriores.
Curiosidad por un
cine tan tardíamente descubierto y tan fascinante. Tan nuestro, como el nuestro
es suyo en tanto que expresiones todos de una lengua y unas raíces culturales
comunes que se enriquecen con el contacto. Y lo mismo podría decirse de otras cinematografías
que sin duda ocultan también interesantes aportaciones, cómo las de México, que
pasamos de conocer las películas de Indio Fernández, la etapa mejicana de
Buñuel y algunos musicales de entonces, (años cincuenta), a las películas de los
Cuaron (Alfonso y Jonás), sin apenas más transición que algunas, pocas, coproducciones
hispanomexicanas dirigidas por Ripstein. O el cine cubano, del que aquí apenas
tuvimos más noticias que un par de excelentes películas de Gutiérrez Alea (Fresa y chocolate, 1993; Guantanamera, 1995) y poco más. O del
colombiano, del que no tenemos más muestras que aquella cinta de Sergio
Cabrera, La estrategia del caracol (1993)
una comedia que resultó muy premiada en nuestros festivales. Por no hablar de creaciones de otras cinematografías hispanoamericanas todavía ignoradas y que con seguridad tienen
mucho que ofrecer al acerbo común.
Y un deseo:
subtitulen, que los acentos desorientan y uno tarda en adaptar el oído a
musicalidades que no disgustan, son gratas de oír, pero dificultan la
comprensión. Y más cuando, como sucede a veces, están trufadas de modismos
locales diferentes de los que por aquí se gastan. Alegría de compartir una
lengua tan rica y capaz de integrar tanta terminología, tantos giros
sorprendentes y tantos matices. Pero ayudémonos a captarla en su totalidad para
no perdernos la profundidad o la gracia que puede haber en los guiones. Cierto
que con el habla de los argentinos estamos ya muy familiarizados, pero no así
con los acentos y modismos de muchos otros países de lengua española cuyas películas
están por llegar. Facilitémonos la comprensión para gozar de sus aportaciones y
allanar el camino.