domingo, 27 de octubre de 2019

La Caza de Brujas


En ocasiones, bajo aparentes libertades democráticas se viven situaciones de auténtica intransigencia para con aquellos que no responden a lo considerado como correcto. Una de estas situaciones se sufrió en los Estados Unidos recién acabada la segunda guerra mundial, cuando, derrotado el nazismo, el comunismo empezó a ser visto como el mayor enemigo de Occidente

La marcha a Washington en 1947
Bruscamente la Unión Soviética queda señalada como un peligro letal para la sociedad capitalista y en Estados Unidos en particular se desata una histérica persecución de todo aquel sospechoso de veleidades marxistas. El fenómeno ha pasado a la historia como la Caza de Brujas, la impulsó el senador McCarthy y consistió en la búsqueda y detección de comunistas, señalados como enemigos públicos de la nación.

El asunto no se limitó al mundo del cine, pero la fama que conlleva ese ambiente hizo que enseguida trascendiera un episodio delirante que se vivió en Hollywood: la purga de numerosos profesionales del séptimo arte, caídos en esa campaña implacable que el paranoico senador alimentara en su afán por desenmascarar y liquidar el comunismo en su país.

Juzgados ante el Comité de Actividades Antiamericanas, numerosos directores, guionistas, intérpretes… fueron condenados y obligados a buscarse la vida fuera del sistema, marchándose al extranjero o recurriendo a ese exilio interior de vivir como a escondidas. Pero el daño no fue sólo a los represaliados, sino a gentes de todo su entorno, que se vieron en la tesitura de tener que pronunciarse a favor o en contra de los acosados. Algunos, los menos, protestaron por el atropello que esto suponía para su libertad de conciencia, liderando una marcha en 1947 a Washington, pero, fuertemente desacreditados enseguida, la iniciativa de protesta fue languideciendo y disolviéndose en la nada. Otros, menos valientes o más en la línea del pensamiento maccarthista, optaron por colaborar con el poder, confesándose culpables o, con más frecuencia, denunciando a compañeros, amigos y conocidos, que inmediatamente se incluían en listas negras y eran represaliados.

Estas listas negras envenenaron el mundillo del cine estadounidense. Crisis nerviosas, ataques de ansiedad, e incluso suicidios se llegaron a atribuir a la presión que el poder político ejerció sobre estos centenares de ciudadanos, pero la persecución afectó a muchos más si pensamos en el daño moral causado sobre unas personas abocadas a jugarse su seguridad o envilecerse con la delación.


Como ya avanzamos, no es que en el mundo del cine la presión fuera mayor que en el resto de la sociedad, probablemente fuera incluso menor, pero resultó el ejemplo más visible de lo que ese clima exacerbado de confrontación, que supuso el inicio de la guerra fría, afectara a ciudadanos que ningún peligro suponían para el sistema. Ciudadanos a los que el poder mal ejercido obligó a enfrentarse con sus propios valores morales y, seguramente en bastantes ocasiones, a traicionarse para resguardar su seguridad personal.

Películas como La  tapadera (The front, Martin Ritt, 1976) o Buenas noches y Buena suerte, (Good night and good luck, George Clooney, 2005) han aludido a este oscuro episodio de agobiante clima policial. Otras, como Trumbo (Jay Roach, 2015), nos han contado con detenimiento lo ocurrido con algún afectado en concreto; ésta en particular nos narra un típico caso de exilio interior, el del guionista Dalton Trumbo, obligado a escribir bajo seudónimos y, lo que es peor, ocultarse tras hombres pantalla que firmaran sus trabajos.

Dalton Trumbo
Dalton Trumbo (1905-1976), novelista y guionista, uno de los más cotizados en el Hollywood de los años cuarenta, fue víctima de la caza de brujas comenzando la década siguiente. Tras casi un año en prisión se vio rechazado en su ámbito social y profesional hasta el punto de tener que ocultar su identidad para vender sus trabajos durante toda una década. Suyos son los guiones de Vacaciones en Roma (Roman Hollyday, Willliam Willer, 1953)  y El Bravo (The Brave One, Irving Rapper, 1955), ambos distinguidos con sendos Oscars, galardones que no pudo recoger personalmente toda vez que no podía hacerse pública su autoría. Diez años pasó en esta especie de clandestinidad hasta que en 1960 Kirk Douglas y Oto Preminger arrostraran el valor de hacer constar la autoría de Trumbo como guionista de sus recientes y exitosas películas, Espartaco y Éxodo, respectivamente.

También suyos fueron entre otros los guiones de El demonio de las armas (Gun Crazy, J. H. Lewis, 1950), The Sandpiper (Castillos en la arena, Vincente Minelli, 1965), El hombre de Kiev, (The Fixer, John Frankenheimer,1968), Johnny cogió su fusil (Johnny got his gun, Dalton Trumbo, 1971)… y tantos más.

En cuanto al exilio exterior, el caso de Joseph Losey puede ser también un ejemplo apropiado.

Joseph Losey (1909-1984) comenzó en los años treinta, abandonada su iniciada carrera de medicina, a dedicarse al periodismo, la radio y el teatro. En 1935 había realizado un viaje de estudios a la URSS y además era amigo del dramaturgo alemán Bertold Brecht, a quien consideraba su maestro; con él y con Charles Laughton había realizado la versión inglesa de su Vida de Galileo (Leben des Galilei) que Brecht escribiera en 1939, para su adaptación a las tablas. Todos estos asuntos de sus años jóvenes le hacían sospechoso de comunismo. En 1947, además, ayudó a Brecht en su defensa frente al Comité de Actividades Antiamericanas, así que pocos años después sería el propio Losey el convocado por este mismo organismo acusado de relacionarse con presuntos enemigos del sistema. Losey se declaró comunista y ahí terminó para él la posibilidad de seguir trabajando en los Estados Unidos.

Joseph Losey

En 1952 se trasladó a Gran Bretaña y allí continuó su brillantísima carrera. Y allí también, y en fructífera colaboración con Harold Pinter, realizaría su espléndida trilogía El sirviente, (The Servant. 1963), Accidente (Accident, 1967), y El mensajero (The go-between. 1971). Y en Gran Bretaña continuaría asimismo desarrollando su muy interesante obra (El asesinato de Trotsky, 1972; Galileo,1975; Una inglesa romántica, 1975, Don Giovanni, 1979 u tantas otras). A principios de los años ochenta, al final casi de su vida, estuvo a punto de volver a su país natal pero el proyecto profesional que allí le iba a llevar acabó frustrándose. No obstante, ya desde los primeros años sesenta y a lo largo de las siguientes décadas, Joseph Losey alcanzaría el reconocimiento internacional con numerosos premios y distinciones honoríficas que sin duda dulcificarían su condición de exiliado.

Ambos casos, el de Dalton Trumbo y el de Joseph Losey tuvieron final feliz, en la medida en que el abusivo poder policial que les agredió, aunque les condicionara profundamente su vida, no logró acabar con ellos. Claro está que hubo muchos más y que algunos salieron bastante peor parados.

En cualquier caso, sucesos como estos, ejemplos de indefensión del ciudadano frente al poder despótico, nos enfrentan al hecho de que quizá las sociedades democráticas no son tan firmes como presuponíamos en la defensa de los valores de libertad e igualdad, sino que a menudo toleran e incluso aceptan y secundan por pura debilidad política atropellos cometidos en función de prejuicios asumidos como valores. Conviene tomar conciencia de ello para que los diferentes sectarismos que con frecuencia se despiertan y campean sobre nuestras conciencias no nos cojan tan desprevenidos ni tan vulnerables como solemos estar ante sus desaguisados.

viernes, 11 de octubre de 2019

Series fuera de serie


Entraron con fuerza las series de televisión y tuvieron desde los primeros años una muy buena acogida; probablemente en todas partes, pero en España, desde luego. Y además, las primeras se veían favorecidas por el hecho de que entonces sólo había dos cadenas, de manera que casi todo el mundo seguía la misma programación y la situación se prestaba para que cada día comentara la gente el episodio de la noche anterior como un asunto de todos.

Los Soprano
Entre nosotros dejaron fuerte impronta algunas series de producción propia como Fortunata y Jacinta (1980) o Los gozos y las sombras (1982), así como otras extranjeras, especialmente las firmadas por la BBC, las más valoradas, como Upstairs, Downstairs (1971-1975) o Yo Claudio (1976) Y ello por no remontarnos más atrás recordando aquella inefable Los intocables (The Untouchables, 1959-1963) que la televisión española proyectara allá por sus primeros balbuceos.

En la actualidad las series arrasan. Y tal vez no sea exagerado afirmar que están arrinconando al cine tradicional. Diferentes plataformas lanzan sus propuestas, algunas de las cuales quizá ni llegarán a la gran pantalla y desde luego todas se estrenarán antes en televisión. Y además se están produciendo series de gran calidad hechas con extremo cuidado y a veces sin escatimar fondos, lo cual en películas pensadas para las salas expositoras es menos frecuente.

Pero hay un punto de inflexión en esta valoración de las series que parece casi coincidir con el cambio de siglo. Nos referimos a la aparición de los Soprano, historia de una familia de mafiosos ambientada en New Jersey.

El argumento bebía mucho del éxito arrollador que el cine de gánsteres alcanzara en las décadas anteriores con la trilogía de El padrino de Francis Ford Coppola (1972, 1974, 1990), con El precio del poder, (Scarface, 1983) de Brian de Palma, con Sangre fácil (Blood Simple,  1984) de Joel Coen o con la película de Martin Scorsese, Uno de los nuestros, (Goodfellas, 1990); no las únicas, pero tal vez las más emblemáticas de este género. Claro que éstas a su vez recuperaban desde su propia óptica el soberbio cine de gánsteres de los años treinta y cuarenta (William Welmann: El enemigo público -The public enemy- 1931; Howard Hawks: Cara Cortada –Scarface-,1932;  Raoul Walsh : Al rojo vivo -White Heat- 1949). Así que cada tanto este género parece regresar para dar frutos espectaculares.

Con Los Soprano se vuelve al formato televisivo, el de aquellas historias seriadas de los primeros sesenta, historias sobre la mafia, como la antes citada Los intocables (The untouchables: 118 episodios de 50 minutos de duración desarrollados en cuatro temporadas entre 1959-1963). Y esta vez con una realización muy cuidada, tramas muy complejas, llenas de pliegues y matices, y aportando una visión insólita del criminal.

James Gandolfini como Tony Soprano en The Sopranos
Los Soprano (The Sopranos), ambientada en la actualidad, nos presenta al protagonista, Tony Soprano, como un hombre de mediana edad en crisis. Estresado, insatisfecho; sufre ataques de pánico y parece necesitar que alguien le aclare el porqué de su malestar. Y qué solución más lógica en nuestros días que acudir al psiquiatra con quien desmenuzar sus íntimas miserias: la presencia castradora de una madre autoritaria, los conflictos generacionales con los hijos, la incomunicación con su mujer, la rivalidad con su tío y socio en los negocios… Sólo que los negocios de Tony son negocios de sangre. Y detrás está la lucha por el poder entre las diferentes familias de gánsteres… e incluso está también su condición de italoamericano, que parece además influir en las cosas, determinándolas y complicándolas, tanto a escala familiar como social, es decir tanto en el ámbito de su familia propia como en el de la otra familia, el más amplio, el de su entorno, digamos, profesional.

Este enfoque tan inesperado hace que el argumento se desarrolle desde perspectivas asombrosas. Pero no es el único éxito de la serie. Es que todo en ella es genial empezando por el guión. La trama responde a un trabajo de equipo, ya que son varios los escritores que participaron en ella, aunque bajo un guionista jefe, David Chase, verdadero responsable de la idea nuclear y del perfil del protagonista, tan distanciado de todo lo anterior. Porque de entrada el protagonista es un reflejo distorsionado de estos malvados que siempre el cine ha elevado a la categoría de héroes. Él, por el contrario, es un tipo prosaico sin una gota de glamour, un individuo de aspecto vulgar que se ha limitado a continuar con el negocio de su padre y cuyas aspiraciones no pasan de querer modernizar la empresa familiar, aggiornando los procedimientos que juzga anticuados en su oficio.

El reparto está muy bien elegido, moviéndose entre buenos actores, pero no demasiado conocidos, lo que resulta otro gran acierto de la serie. Y también la música está brillantemente seleccionada, desde el tema de apertura, que siempre se repite, a las diferentes canciones que suenan a lo largo de la serie, a veces de manera continuada o asociada a algún personaje en particular.

Los directores que participaron en la realización tenían experiencia previa en la dirección de series o en el cine independiente y muchos de ellos repitieron en diferentes momentos a lo largo de los distintos años por los que se extendió la producción. Constó de 86 episodios de una hora de duración distribuidos en seis temporadas, la última dividida en dos partes. Se realizó entre los años 1999 y 2007.

Los críticos siempre le fueron muy favorables, desde los primeros momentos, llegando a  conceptuarla como la mejor serie de televisión de la historia. Por otra parte la gran difusión internacional alcanzada acentuó su condición de serie mundialmente reconocida.

Los Soprano además allanaría mucho el camino a las series que vinieran después, generando ya cierta adicción a este tipo de productos. Así sucedió con Mad Men estrenada en 2007, como si tomara el relevo, y que se extendería en 7 temporadas de 13 episodios cada una hasta 2014.



Mad Men se estructuraba también como narración de los avatares de un grupo de interesantes secundarios que giran en torno a un personaje principal, en este caso, al misterioso ejecutivo Don Draper. Individuos complejos todos ellos, que no pretenden en ningún caso gustar al espectador, sino reflejar unas vidas creíbles, obviamente marcadas por sus circunstancias y su momento.

Aquí no se habla de crímenes; el mundo de la publicidad es el entorno elegido y los neoyorquinos años sesenta su contexto. Seres aparentemente cortados por un mismo patrón, que trabajan en rascacielos, visten elegantemente, fuman y beben con compulsión y esconden sus miserias y sus prejuicios bajo una estética pulcra y estilosa de lujosa apariencia. Los personajes están bien escritos y los objetos cuidadosamente seleccionados para que todos nos den la clave de una época, la que la serie nos retrata. Y luego están los acontecimientos históricos que se cuelan en la trama de refilón, para ayudarnos a entender el mundo y las conductas de esos individuos a cuyo día a día asistimos. Toda un gama de prejuicios, de los que participan o se defienden como pueden, están ahí, suavemente insinuados o marcados con fuerza: racismo, hipocresía, machismo, represión sexual, mentiras…

Jon Hamm como Don Draper en Mad Men
Los diálogos, brillantes, están tan bien pensados que no resultan nada falsos; son, como en las películas de Hitchcock o de Billy Wilder, agudos, ingeniosos y certeros. Y tan hábilmente expresados también que suenan naturales.

Una serie de excelente factura que deslumbra desde sus maravillosos títulos de crédito, con un grafismo que nos recuerda presentaciones de películas de los años cincuenta (Anatomía de un asesinato -Anatomy of a murder-, 1959, de Preminger o cualquier Hitchcock, por ejemplo). Y a partir de ahí, llena de hallazgos y aciertos que la convierten en otra de las mejores series producidas hasta hoy.

Claro que luego se siguieron haciendo muchas soberbias que están en la mente de todos.