sábado, 22 de junio de 2019

Guaperas


Hay actores de cine que por muy buenos que sean no te puedes quitar de la cabeza la fascinación que su belleza física produce en tu percepción de ellos. Al menos eso pasaba antes, sobre todo cuando tenías 13, 14 o 15 años. Es de todos conocido que Valentino provocó tales pasiones que su muerte fue la espoleta para varios suicidios de fans allá por los años veinte. Detrás vendrían un rosario interminable de chicos guapos mostrándonos su imagen al tamaño gigantesco que la sala de cine propicia.

Rodolfo Valentino (1895-1926)
Escojamos alguno de los más sonados: Clark Gable, Gary Cooper, Marlon Brando, Paul Newman, Robert Redford, Brad Pitt, Leonardo DiCaprio… Todos ellos y tantos otros se han venido escalonando en esa estela de guaperas irresistibles que se sucedieron en la gran pantalla entre los años treinta y el fin de siglo o más allá…, defendiendo ese estatus durante un tiempo de diferente duración según cada cual.

Aunque hay que reconocer que en este campo venían los actores perdiendo mucho protagonismo desde mitad de la centuria pasada a favor de otros seres míticos, especialmente provenientes de la canción (Elvis Presley, los Beatles, los Rolling Stones…) y el nuevo siglo acabaría de quitarles presencia emocional a estas figuras del cine, incapaces ya del todo de rivalizar con otras que venían haciéndoles sombra desde la música o el deporte.

De los ejemplos elegidos, salta a la vista que el cine de Hollywood es el que nos ha proporcionado más tipos emblemáticos de varón seductor, al menos para la cultura occidental donde Hollywood ha ejercido tan fuerte predominio. 
Alain Delon (1935)



Pero nos gustaría señalar también alguno procedente del cine europeo, y a la hora de elegir seguramente nadie mejor que Alain Delon (1935), el Alain Delon de sus tiempos juveniles allá por los años sesenta, cuando era conocido como l’enfant terrible del cine europeo y reconocido como sucesor del deslumbrante Gérard Philipe (1922-1959), tan prematuramente desaparecido. Desde luego no se podía ser más guapo; incluso podía resultar excesivo. Era un buen actor; con frecuencia hacía un cine interesante; trabajaba con directores de la talla de René Clement (A pleno sol, 1959), Melville (Le Samuraï, 1960), Visconti (Rocco y sus hermanos, 1960; El Gatopardo, 1963), Antonioni (El eclipse, 1962) y tantos y tantos otros realizadores insignes. Nos gustaba su manera de interpretar, sus personajes eran totalmente creíbles… pero daba igual si se ocupaba del bueno o del malo de la historia, fuera como fuera no había forma de olvidarse ni por un momento de su impactante atractivo físico. Qué lejos quedan aquellos tiempos de sus años mozos de estos de hoy en que tiene que presenciar la bronca que la organización Osez Le Feminisme monta en Cannes con motivo del merecido homenaje que el Festival le rinde por su gran aportación al cine francés.

Clark Gable (1901-1960)
Pero volvamos a los anunciados. Según dicen Clark Gable (1901-1960) despertaba pasiones allá por los años treinta. Sucedió una noche (It happened one night, 1934), Rebelión a bordo (Mutiny on the Bounty, 1935) y, sobre todo, Lo que el viento se llevó (Gone with the wind, 1939) fueron sus grandes éxitos, los que le situaron en la más alta estima de sus fans. Todavía a mediados de siglo, en 1953, defiende con éxito cuestionable su papel de galán maduro en Mogambo frente a una preciosa Grace Kelly y una deslumbrante Ava Gardner. E incluso en 1960, en vísperas de su muerte, lo vuelve a hacer al lado del mito erótico del momento, Marylin Monroe, en The Misfits, titulada en España, Vidas Rebeldes.



Gary Cooper, (1901-1961)

Enseguida se destacaría también Gary Cooper (1901-1961), un tipo alto y desgarbado, que con su presencia sobria y natural, dibujaba otro patrón de guapo deseable. Había empezado en el cine mudo dando vida a seres taciturnos y románticos que hacían suspirar a las más impresionables del momento. Saltaría después a encarnar elegantes personajes de alta comedia (¡¡aquellas deliciosas e inolvidables películas de Lubitsch!!) y más tarde a interpretar héroes íntegros e incorruptibles. Una mezcla de todos ellos nos da ya cuajado en Solo ante el peligro (High Noon, Fred Zinnemann, 1952) que, en el otoño de sus días, le convierte en personaje de leyenda. En lo sucesivo nunca se apearía de este acabado modelo.

Marlon Brando (1924-2004) le destrona sacando a flote un perfil que representa la contrafigura del suyo con su Kovalsky de Un tranvía llamado deseo (A Streetcar Named Desire, Kazan, 1951), un tipo bronco, rudo y primario cargado de erotismo. Sus siguientes películas, Viva Zapata (Kazan, 1952) y La ley del silencio (On the Waterfront, Kazan, 1954) revalidan ese patrón añadiéndole cierta ternura de individuo solitario y desamparado que redondea el mito.

Marlon Brando, (1924-2004)
Paul Newman (1925-2008), que había empezado en el cine en los años cincuenta, obteniendo enseguida un gran éxito con Marcado por el odio (Somebody Up There Likes Me, Robert Wise, 1956), había coincidido con él en el famoso Actor´s Studio de Nueva York y se impondría como guapo incontestable durante décadas. En Europa le hicieron pronto famoso sus interpretaciones en dos películas de 1958, dos adaptaciones, de Tenessee Williams, La gata sobre el tejado de cinc caliente, (Cat on a Hot Tin Roof, Richard Brooks), y de Faulkner, El largo y cálido verano (The Long, Hot Summer, Martin Ritt), donde actúa como protagonista masculino con Liz Taylor y Jeanne Wooward respectivamente como oponentes. Con Jeanne Wooward se casaría poco después de aquel encuentro, formando un matrimonio que, cosa rara en ese medio, duraría hasta su muerte, lo que incluso le daba puntos como si la belleza aumentara los méritos de la constancia en la relación.

Robert Redford (1936) y Paul Newmann (1925-2008)
A fines de los sesenta llega el momento de pasar el testigo a un nuevo guapo oficial, Robert Redford, (1936) y lo hace, con cierta resistencia a ceder, en dos títulos que suponen un mano a mano entre ambos: Dos hombres y un destino (Butch Cassidy and the Sundance Kid, Roy Hill, 1969) y El golpe (The Sting, Roy Hill, 1973) grandes éxitos en que formaron pareja, demostrando para muchas que en el terreno de la belleza, Newman seguía siendo imbatible. Y de hecho, quien tuvo retuvo, que mantiene su atractivo físico en películas de los ochenta como Veredicto final (The Verdict, Sidney Lumet, 1982) o El color del dinero (The Color of Money, Martin Scorsese, 1986) y hasta en sus últimos trabajos, como el de malo malísimo de Camino a la perdición (Road to Perdition, Sam Mendes, 2002) donde nos regala, casi octogenario, una brillante interpretación de viejo todavía guapo.

Robert Redford cumplió también a fondo con su papel de símbolo erótico, mantenido con gallardía hasta bien superada su juventud. Y así resultaba todavía un muy atractivo galán maduro dando la réplica a Meryl Streep en aquella hermosa y exitosa biografía de Karen Blixen que se llamó Memorias de África (Out of Africa, Pollack, 1985) E incluso años después, en Habana (Pollack, 1990), saliendo airoso de un papel de hombre seductor en la Cuba de la Revolución.

Brad Pitt (1963) y Leonardo DiCaprio (1974)
En los años noventa se inclina más por la dirección y en 1992 rueda con Brad Pitt (1963) El río de la vida, (A River Runs Through It) como señalando sucesor en esa función de guapo oficial, aunque a Brad Pitt le reconoceríamos como tal más propiamente en Thelma y Louise (Ridley Scott, 1993), interpretando al novio ratero de Thelma, papel que sí le situó como sex symbol. Y su imperio se resentiría pronto, disputado por Leonardo DiCaprio (1974), cuando éste se dispusiera a levantar pasiones con Titanic (Cameron, 1997). DiCaprio había empezado muy pronto en cine. En el año 1993 ya había sido señalado como actor revelación por su papel de Tobías Wolff en Vida de este chico. (This boy’s Life, Caton Jones). Y en Vidas al límite (Total Eclipse, Agnieszka Holland, 1994) y Romeo y Julieta (Luhrmann, 1995) era ya un joven famoso e indiscutiblemente atractivo, pero el exitazo de Titanic le lanzó a primerísimo plano. Pitt y DiCaprio trabajarán juntos en The audition (2015) de Scorsese, y coinciden hoy de nuevo en la última de Tarantino, Once Upon a Time in Hollywood, cuyo estreno se anuncia para el próximo mes de julio. Actualmente nadie les discute su gran calidad como actores pero probablemente su carácter de sex symbol ha dejado de tener interés tanto en ellos como en los jóvenes que vienen apuntando en el cine de hoy. Esta función ha empalidecido. O tal vez definitivamente periclitado, que a nadie le importa ya demasiado si es guapo o feo el tipo que nos emociona en las películas y sí, en cambio, que sea capaz de conmovernos, tal vez porque hemos crecido como espectadores o porque esa misión de ejercer de mito erótico se ha trasladado a otras esferas que hoy gozan de más glamour. Y quizá por ambas cosas.

viernes, 14 de junio de 2019

La música en el cine


Siempre ha sido fundamental en el cine la música. Empezando por el cine mudo que se proyectaba incuestionablemente con acompañamiento musical, ya fuera piano, órgano u orquestina. Por otra parte, algunas melodías se han incorporado a muchos programas de cine o no de cine que, aunque no se hayan visto las películas para las que fueran compuestas, las hemos oído tanto que resultan más que familiares.

Bernard Herrmann 
Un ejemplo que no puede fallar es el tema de Tara de Steiner para Lo que el viento se llevó (Gone with the Wind, 1939)




o el tercer movimiento de la Psycho Suite de Bernard Herrmann, 




los famosos cuchillos en la escena de la ducha de Psicosis (Hitchcock, 1960); la melodía que Anton Karas creó para El tercer hombre (The Third Man, Carol Red, 1949); 




Entertainer, ese ragtime compuesto por Scótt Joplin en 1902 que la película El Golpe (The Sting, George Roy Hill, 1973) convirtiera en gran éxito setenta años después. 




En ocasiones son canciones, como la de Joplin, que no habían sido creadas para el cine. Se trata de piezas preexistentes de la música popular seleccionadas por los cineastas para introducirlas en sus historias. En estos casos a veces ellas solas hablan de los gustos musicales del director, como es el caso de Woody Allen, cuyo cine rara vez deja de envolverse en piezas de jazz, preferiblemente del jazz de su infancia y adolescencia. O también de Pedro Almodóvar, con su música de raigambre claramente española, española de España o de Hispanoamérica, claro.

Woody Allen
Y aunque la gran mayoría de las veces se recurre a componer música específicamente para cada película, aun así diferentes géneros y estilos de la música popular y diferentes temas de la música clásica son añadidos a la banda sonora combinando música original y piezas preexistentes.

Recurrir a temas de la música clásica se ha hecho muy a menudo y siempre con excelentes resultados. Recordemos el uso que hace Kubrick del Así Habló Zaratustra de Strauss en 2001: una odisea del espacio (1968), de tal fuerza que volvió a poner de actualidad en el cine a la música clásica cuando ésta empezaba a ser solución casi en desuso. Se había utilizado con frecuencia antes; Buñuel introduce a Händel y a Mozart en diferentes momentos de Viridiana (1960), por ejemplo. Y para los estupendos melodramas Sueño de amor (Song Without End, Vidor, 1960) o No me digas adiós (Aimez vous Brahms?, Anton Livack, 1961) resultaban tan indispensables Liszt y Brahms como Rachmaninov para la romántica Breve encuentro (Brief Encounter, David Lean, 1945) o para la divertida La tentación vive arriba (The Seven Year Itch, Billy Wilder, 1955). Pero en muchas otras sonaban también temas y motivos de Verdi (Una noche en la ópera, Sam Wood, 1935), Vivaldi (La carroza de oro, Renoir, 1953), Brukner (Senso, Visconti, 1954) Bach, (Como en un espejo, Bergman, 1961), Albinoni (El proceso, Orson Wells, 1961) y en fin un interminable número de consagrados compositores. Con todo, el efecto logrado en 2001 es tan impactante que vuelve a parecer casi imperativo contar con la música, que tanta presencia logra con su fuerza emocional en las historias narradas. Y especial protagonismo llegará a alcanzar en algunas películas posteriores, como la música de Mahler en La muerte en Venecia (Visconti, 1971), la de Wagner en Apocalipsis Now (1979), la de Mozart en Cadena Perpetua (Darabont, 1994) o la de Chaikovsky en Cisne Negro (Arnofski, 2010) por citar algunas.

Con todo, lo más habitual es la composición de bandas sonoras expresamente pensadas para cada película en cuestión. Excelentes compositores han dedicado su vida profesional total o parcialmente a crear este tipo de obras que se configuran como parte decisiva en el resultado final. Y no solo es trascendental para la película su banda sonora, sino que muchas de ellas constituyen verdaderas obras de arte. Muy conscientes de ello son los cineastas, que suelen elegir con gran cuidado a sus creadores. Y trabajarán a menudo con los mismos cuando los resultados sean satisfactorios, de manera que vemos con frecuencia estas prolongadas colaboraciones de directores con músicos brillantes. A ellos pertenecen muchas de las melodías que, con independencia de la calidad de las películas para las que fueron compuestas, viven frescas en nuestro imaginario musical, sin llegar a envejecer. Sin duda así sucede con gran número piezas; melodías y canciones de ayer, de hoy y de siempre, ideadas por compositores geniales a lo largo de la historia del cine.

Evoquemos a alguno de ellos. Uno con un fuerte sello personal fue sin duda Nino Rota, autor también de música clásica, pero, sobre todo recordado por su aportación al cine. Gran parte del mejor cine italiano, el de Lattuada, (Anna), Castellani (Due soldi di speranza), Monicelli (La grande guerra), Visconti, (El gatopardo, Rocco e i suoi fratelli…), Lina Westmuller (Film d´amore e anarchia ) o Zeffirelli (Romeo y Julieta) cuenta con sus composiciones. Y sus bandas sonoras acompañan también a películas francesas, René Clement (A pleno sol); suecas, Jan Troell (Hurricane) o estadounidenses, desde King Vidor (Guerra y paz) a Coppola (El padrino).

Nino Rota y Federico Fellini
Sin embargo sobre todo le asociamos con el cine de Federico Fellini. Con él mantuvo una estrecha colaboración que duró más de un cuarto de siglo y casi todas sus obras más celebradas fueron las que creara para sus películas (La strada, La dolce Vita, Amarcord o Roma…). Su grado de compenetración era tan alto que se percibía una íntima conexión entre música e imagen; parecía como que la música traducía totalmente lo que la imagen quería decir, aportando además nuevos coloridos y matices a la escena, sensaciones a veces contrapuestas, emociones coincidentes o contradictorias, pero sugerentes y enriquecedoras siempre. Y sí; los espectadores le asociábamos necesariamente a Fellini, aun a pesar de que alguna de sus melodías más conocidas acompañen a otras cinematografías, como sucede con la música que compuso para El padrino de Coppola, tal vez la que ha alcanzado una mayor difusión mundial.

Nino Rota, en fin, poseía una notable inventiva melódica y su música, delicada y marcadamente romántica, sugiere mundos propios absolutamente originales que nos seducen a todos y nuestra memoria se las apropia para que nos acompañen siempre.

Especialmente oportuno resulta ahora señalar la figura de Ennio Morricone (1928) quien, superados los noventa años de edad, ha comenzado a despedirse del cine con una gira de conciertos iniciada este pasado mes de mayo de 2019 precisamente en Madrid. Ennio Morricone es autor de las bandas sonoras de más de quinientas películas y series de televisión, muchas de ellas, claro está mundialmente famosas.


Ennio Morricone y Sergio Leone
Empezamos a conocerlo por sus espléndidos trabajos en los años sesenta para los spaghetti western de Sergio Leone que en España asociamos tanto a Almería porque allí, en el desierto de Tabernas, se solían rodar esas hermosas panorámicas del Far West que volvieron a poner este género, en aquel momento en franca decadencia, de nuevo de moda. Un cine que también lanzó a la fama a Clint Eastwood hasta entonces medianamente conocido. Las magníficas partituras de Por un puñado de dólares (Per un pugno di dollari); La muerte tenía un precio (Per qualque dollaro in più); El bueno, el feo y el malo (Il buono, il brutto, il cattivo) o Hasta que llegó su hora (C’era una volta il West) enseguida destacaron, y muchos de sus preciosos motivos pasaron pronto a formar parte del acerbo común. Pero no se quedaría ahí, que Ennio Morricone, uno de los compositores más versátiles de la historia del cine, ha seguido creando obras brillantes, tanto para su amigo Sergio Leone (Erase una vez en América, Once Upon a Time in America, 1984) como para otros muchos cineastas. Partituras muy diferentes y reconocidas, hasta convertirse en uno de los más influyentes creadores de música de cine. Sirvan la banda sonora de La misión (1986) o la de Cinema Paradiso (1989) como botón de muestra para corroborarlo.

Y entre los compositores inolvidables figuran además muchos otros. Que no falte un recuerdo también para el estadounidense Henri Mancini, (1924-1994), quien, desde que firma su primer trabajo en solitario para Sed de mal (Touch of Evil, Orson Wells, 1958), y a lo largo de toda su carrera después, consiguió regalarnos una serie de temas soberbios, inspirados en el jazz, con los que va perfilando su personalidad musical, en tantas ocasiones puesta de relieve. Muy especialmente pero no solo, en algunas películas de Blake Edwards, (La pantera rosa, Desayuno con diamantes, Días de vino y rosas) y Stanley Donen (Arabesco, Charada, Dos en la carretera), alguno de cuyos números musicales ocuparán lugar de honor en la memoria sentimental de tantos. ¿Alguien desconoce Moon River o los compases del tema central de La pantera rosa?...




Cartel publicitario alusivo al agente 007
También cualquiera puede haber tarareado en algún momento la melodía que sirve de presentación al agente 007, esa música que el británico David Arnold ligara estrechamente a la figura, siempre resucitada y constantemente remozada, de James Bond.

O las archiconocidas y bellísimas canciones que el ruso afincado en USA Dimitri Tiomkin (1894-1979) escribiera para Solo ante el peligro (High noon, Alfred Zinnemann, 1952), El Álamo (John Wayne, 1960) o Los siete magníficos (John Sturges, 1960).

Y menos lejanas en el tiempo tantas otras, como Oh! Pretty Woman canción de Roy Orbison que Marshall utiliza en 1990 como leitmotiv en su película del mismo nombre, Pretty Woman. O I Will Love You, escrita por Dolly Parton y maravillosamente interpretada por Whitney Houston en El guardaespaldas (The Bodyguard, Jackson, 1992). 

Y eso que hemos dejado de lado el cine musical, tan plagado de talentos del género. Y que tampoco hacemos mención a compositores revelados después del cambio de siglo, que están produciendo ya una música insuperable.

viernes, 7 de junio de 2019

El caso de Bonnie y Clyde

A grandes trazos, un mal tipo es mucho más cinematográfico que un santo varón, y así, el cine está lleno de historias de malvados. Nos gustan las películas que nos hablan de crímenes y fechorías, porque sin duda el mal potencia la atención y la dispara a alturas impensables para historias sobre seres bondadosos. Lo malo es que en ocasiones se rebasan tanto los límites que acabamos haciendo de estos malvados personajes fascinantes, héroes en cierta manera ejemplares, o al menos individuos a los que parecemos perdonar su peligrosidad.

Warren Beatty y Faye Dunaway en Bonnie & Clyde (Arthur Penn, 1966)
Es el caso por ejemplo del protagonista de El padrino de Coppola en los años setenta e incluso del de la exitosa serie de Los Soprano, por ejemplo, estrenada cuando empieza a apuntar el nuevo siglo. Y de tantos otros. Pero sobre todo lo es de la película que Arthur Penn realiza en 1966 sobre Bonnie Parker y Clyde Barrow, ese par de psicópatas que se pasearon por la Norteamérica de la Depresión robando bancos y matando gente hasta caer abatidos por las balas de la policía.

Arthur Penn realizó en aquella ocasión una película brillante, contada desde el lado de los delincuentes, contemplados como dos marginados en conflicto con una sociedad injusta y represiva; una historia envuelta en un aroma romántico, por entonces moderno y rompedor, que conectaba con la nueva ola francesa, triunfante simultáneamente en Europa. Una película impactante, con una cuidada ambientación y un par de guapos protagonistas, poco conocidos hasta entonces, a quienes el éxito del film puso de absoluta actualidad. Faye Dunaway debutaba con esta historia y su presencia fue muy celebrada; Warren Beatty revalidaba así el éxito obtenido en 1961 con Esplendor en la hierba, ya un poco olvidado. Para ambos supondría un momento determinante de su carrera.

Warren Beatty y Faye Dunaway en Bonnie & Clyde (Arthur Penn, 1966)
La ambientación, el vestuario, el sonido, la luz, el montaje, los cambios de humor en la narración… todo hacía de esta película una experiencia original y daba al espectador la sensación de estar viendo algo muy nuevo.

Faye Dunaway como Bonnie Parker en Bonnie & Clyde (Arthur Penn, 1966)
Era desde luego un relato que mostraba la violencia, tal vez no más descarnada que en casos anteriores, pero sí con un cromatismo provocador, que excitaba la retina del espectador y sus instintos más primarios. Una historia que vuelve a poner el cine de gánsters, tan famoso en los años treinta, otra vez de moda. Pero en esta ocasión con una narración sin moralina, que no te sitúa frente al malo, como aquellas películas también espléndidas de entonces. Muy al contrario, ahora resultan atractivos sus protagonistas La película aborda temas claves: sexo, violencia y rebeldía resaltando en el marco de un poder duro y represor, que ha llevado a la sociedad hasta la pobreza más extrema. Son los años de depresión económica subsiguiente al crack del 29, años que desvelan lo corrompido de un sistema en el que ya no se cree, un contexto el suyo donde esta pareja es contemplada como un par de inconformistas no exentos de glamour.

Centenares de películas de Hollywood retrataron con extraordinario talento esos mismos años en que los criminales andaban a tiros por las calles de los Estados Unidos de América: El enemigo público (The Public Enemy, William Wellmann, 1931), Cara cortada (Scarface, Howard Hawks, 1932), o Los violentos años veinte (The Roaring Twenties, Raoul Walsh, 1939) son sólo tres títulos señeros entre tantos otros que reflejaban este enorme crecimiento de la delincuencia justo cuando y donde se estaba sufriendo. Pero en ellos los malos son inequívocamente malos, no están contemplados con sombra alguna de tolerancia o comprensión.

En 1966 en que esta película, Bonnie & Clyde, vuelve a tocar el tema y a ponerlo otra vez de actualidad, las historias de gánsters habían pasado a ser un recuerdo lejano y ahora reaparecen con un toque de modernidad que las hace especialmente atrayentes y que cambia de raíz la perspectiva del espectador, marcando una nueva mirada que condicionará también las que aborden el asunto en décadas sucesivas. Coppola en los setenta, Brian de Palma en los ochenta, Scorsese y los Coen en los noventa; Ridley Scott, Sam Mendes… y en fin todo el cine de criminales que vino después será de alguna manera deudor de este nuevo enfoque que estrena la película de Arthur Penn.

Woody Harrelson y Kevin Costner en Emboscada final (The Highwaymen,2019)
El pasado mes de marzo Kevin Costner presentó en Madrid Emboscada final, una película que nos cuenta la otra cara de la moneda en esta historia de malhechores. En ella se enfoca el asunto desde el lado de la ley para contarnos cómo fue la persecución de los delincuentes por parte de la justicia y el cerco definitivo a que éstos fueron reducidos y donde fueron acribillados. Frank Hamer, quien les dio caza, era el que estaba del lado del bien, es decir, el policía, pero tampoco parecía demasiado escrupuloso en su lucha contra el delito. En la película de Arthur Penn es claramente el villano, un asesino sin conciencia acosando a los protagonistas hasta rematarlos. En ésta hay un intento deliberado de lavar su imagen y, desde luego, las figuras de Bonnie y Clyde son tratadas como carentes de todo atractivo; son solo dos criminales despiadados más cercanos sin duda a la oscura realidad que a la pareja que Arthur Penn nos mostrara.

Resulta interesante y prometedora la idea de volver sobre el asunto con afanes desmitificadores y revisar la leyenda que tanto alimentaron los periodistas del momento y que una sociedad empobrecida y desencantada asumió como realidad legendaria.

Kevin Costner y Woody Harrelson en Emboscada final (The Highwaymen,2019)
Pero en este relato a la contra del anterior, los perseguidores, dos agentes federales retirados, retratados sin demasiada sutileza, se muestran simplemente como la fuerza de orden determinada a aniquilarlos como sea. Y este enfoque tan reduccionista empobrece un poco una película que podría haber apuntado a algunos otros aspectos interesantes para enriquecer la historia, ahondando quizá en las causas del fenómeno de masas que se produjo en torno a estos delincuentes hermoseados en vida por la leyenda. Y no solo en vida que, al parecer, se sigue todavía celebrando un festival Bonnie and Clyde en los aniversarios de la matanza en el lugar en que ésta se produjo.

Algo más de dos años costó frenar la desesperada carrera de la banda de Clyde Borrow por los diferentes estados testigos de sus hazañas: Tejas, Missouri, las dos Carolinas, Tenesse, Okalhoma y Missisipi, dejando en su huida interminable una estela de robos, secuestros, tiroteos y asesinatos: una cosecha de catorce muertos, en fin. La falta de conexión entre estados, la incompetencia policial, su pobreza de medios… contribuyen entre otras causas a explicar la tardanza de las fuerzas del orden en reducirlos. Sólo tras su última fechoría, el asesinato a bocajarro de dos jóvenes policías que les dan el alto y se acercan al coche desprevenidos, vuelve por primera vez en su contra a la opinión pública y parece reforzar la determinación de las autoridades en acabar definitivamente con ellos. Dos policías jubilados (dos antiguos rangers de Tejas) se encargarán de darles caza y tenderles en Louisiana la emboscada final.

Y esta etapa final de la persecución y la trampa que les tendieron para acabar con ellos es el objeto de la película, aderezado con ciertas dosis de moralina para explicar si no justificar los primitivos métodos de la pareja de policías, su tosquedad, su actuar a tiro limpio, simplificando el discurso en un choque de buenos y malos, donde la imagen de los buenos se pretende reivindicar. Todo el film se apoya así en las figuras de estos dos agentes confiando en el buen hacer de los actores que les dan vida, Kevin Costner y Woody Harrelson, que desde luego no defraudan. Pero los medios empleados en su realización que no fueron pocos nos ofrecen una estupenda realización en cuanto a fotografía, puesta en escena, interpretación… pero no tanto en cuanto a complejidad del guión, donde podía esperarse un resultado más ambicioso.

Una película de John Lee Hancock, en cualquier caso interesante, y que de alguna manera funciona como contrafigura de aquella historia que nos contara Arthur Penn a mediados de los sesenta con resultados tan fascinantes.